Ni España era diferente, ni Franco un inútil, ni la dictadura cosa de un solo hombre
El historiador Nicolás Sesma publica ‘Ni una, ni grande, ni libre’, una nueva y ambiciosa historia actualizada del franquismo
En la misma mesa donde pasó tres años y medio ocupado en el proyecto algo descabellado de contar en 572 páginas (más 186 de bibliografía y notas) 40 años de franquismo, el historiador Nicolás Sesma despliega algunos de los libros que le inspiraron y le siguen inspirando en sus trabajos. Y en la vida.
Aquí están Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt, y Anatomía del fascismo, de ...
En la misma mesa donde pasó tres años y medio ocupado en el proyecto algo descabellado de contar en 572 páginas (más 186 de bibliografía y notas) 40 años de franquismo, el historiador Nicolás Sesma despliega algunos de los libros que le inspiraron y le siguen inspirando en sus trabajos. Y en la vida.
Aquí están Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt, y Anatomía del fascismo, de Robert Paxton, su maestro de Nueva York y compañero hace unos años en una expedición de observación de pájaros en la laguna de Gallocanta, en Aragón. Saca de las estanterías los dietarios de Joan Estelrich y de Gaziel y el tebeo Paracuellos, de Carlos Giménez, sobre la terrible posguerra. Y los libros de Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, que le descubrieron un neologismo que le resultó valioso: los selectores, “personas a las que seleccionas para formar parte del poder, a las que les tienes que ofrecer una parte suficiente del pastel y a las que tienes que controlar para que no te amenacen”. En las dictaduras, no hay electores, sino selectores, y el franquismo era un sistema de selectores. Un colectivo.
Sesma saca más libros de cabecera. Los volúmenes de Master and Commander, de Patrick O’Brian, uno de cuyos personajes (lo descubrió durante la excursión ornitológica con Paxton) se inspiraba en el propio Paxton, amigo de O’Brian. Muestra los diarios de Galeazzo Ciano, el yerno de Mussolini y su ministro de Exteriores.
El ejemplar perteneció a Arturo, su padre, un empleado de banca adicto a la lectura, y aragonés. Su madre, Jacqueline, era normanda y tras vivir en Inglaterra (y ver a los Beatles en París) llegó a Zaragoza, donde fue intérprete de los norteamericanos de la base aérea, pieza esencial en la política exterior de Franco. Arturo y Jacqueline fallecieron durante el proceso de preparación de Ni una, ni grande, ni libre. La dictadura franquista, publicado por la editorial Crítica y en las librerías esta semana.
“El libro era casi mi tabla de salvación”, confiesa Sesma, 46 años, criado en Huesca y con carrera académica en Zaragoza, Florencia, Madrid, Nueva York, Wisconsin. Hoy es profesor en la Universidad de Grenoble-Alpes, donde se concentra una nutrida comunidad de españoles altamente cualificados que acabaron en este confortable rincón de Francia por falta de oportunidades en su país: “El contribuyente español ha puesto mucho dinero en mi formación... Es una pena, si has formado a esta gente, no darle la oportunidad de consolidarla”.
Aquí, en una casita en las afueras y bajo la intimidante sombra del macizo del Vercors, legendario foco de la resistencia durante la II Guerra Mundial, se encerraba Sesma cada noche para escribir lo que, en realidad, era el fruto de 20 años de investigaciones sobre un periodo —'el’ periodo— que sigue obsesionándonos. Y del que no está todo dicho: “Faltaba que nuestra generación, los que nacimos después del final de la dictadura y en muchos casos nos hemos formado fuera, diéramos nuestra visión”.
Ni una, ni grande, ni libre es un libro que más de una vez descoloca al lector y deshace malentendidos. No, los franquistas no fueron una panda de indocumentados: Franco demostró que podía ser un político hábil, y se rodeó de un personal a menudo competente e incluso de primer nivel. No, el franquismo tampoco fue una cosa de un hombre: era una obra coral. Y no: en contra del eslogan Spain is different de Manuel Fraga Iribarne, España no era diferente.
“¡Olvidaos ya del tema este de que somos diferentes!”, clama el historiador mientras almorzamos en el centro de Grenoble. “Hay particularidades, obviamente, todos los países las tienen, o momentos específicos, pero no justifican que te desgajes totalmente de tu área geográfica.”
Pone tres ejemplos. Primero, “en los años sesenta, los mismos movimientos que llegan a toda Europa occidental llegan también a España: el movimiento feminista, la ampliación de la enseñanza superior a las clases medias con la multiplicación de estudiantes universitarios y la secularización”. Segundo ejemplo, “los planes de desarrollo son el libro de cabecera del FMI aplicado a todos los países y en España lo aplican como el catecismo”. Y tercero, “en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, que sería el momento de mayor aislamiento, en realidad ser una dictadura tampoco es tan excepcional, porque en el entramado defensivo de Estados Unidos, España ocupa la primera corona periférica, un lugar muy parecido a Japón, a Corea del Sur, a algunas dictaduras latinoamericanas.”
Y, sin embargo, está arraigada la idea de que España es excepcional, que siempre llegó tarde a todo, que arrastra una historia maldita y vergonzosa que se prolongaría hasta el repetido estribillo de que Franco murió en la cama.
No, los franquistas no fueron una panda de indocumentados: Franco demostró que podía ser un político hábil, y se rodeó de un personal a menudo competente
“Ningún fascismo cae por la resistencia interna, todos caen en el marco de una guerra internacional”, responde Sesma. Y cita una frase del historiador Manuel Tuñón de Lara que le escuchó al profesor de Zaragoza Eloy Fernández Clemente: “Nunca te avergüences de España. Es el único país que luchó tres años una guerra antes de dejar que se impusiera el fascismo. Esto no pasa en Italia ni en Alemania”.
Otro malentendido que Sesma intenta deshacer: la excesiva personalización de la dictadura en el dictador. No es casualidad que el sujeto de Ni una, ni grande, ni libre sea la dictadura franquista, y no Franco. El libro se abre con la escena felliniana de la salida de Franco desde el Valle de los Caídos, donde reinaba en solitario, o junto a José Antonio, hasta el cementerio de Mingorrubio, donde reposan los restos de buena parte del régimen (Carrero Blanco, Arias Navarro, Camilo Alonso Vegas…). Mingorrubio representa mejor la naturaleza del franquismo, como algo colectivo, que el individualismo del Valle de los Caídos.
“Franco es el vértice de la pirámide”, dice Sesma, “pero se sostiene en las miles de decisiones cotidianas que toma mucha gente que por venganza, oportunismo, interés o inacción acaban haciendo que la dictadura dure tanto tiempo”. Añade: “Es muy fácil echarle la culpa de todo y decir que la dictadura fue solo Franco y Franco decidía desde el menú del domingo hasta lo más importante. Así no funciona un Estado, y hay algo perverso en esta manera de pensar. Como Franco tuvo la culpa de todo, el resto nos podemos librar”.
Hay una voluntad, por parte de Sesma, de construir un relato al ritmo de serie televisiva, con escenas cinematográficas y 11 capítulos que pueden leerse sueltos. Aparecen secundarios fascinantes. Como Ismael Herraiz, corresponsal en Roma de Arriba quien, pese a admirar el fascismo, con su cobertura veraz del derrumbe mussoliniano inquietó seriamente al nuevo régimen español. O la protofeminista, y falangista Mercedes Formica.
Ni Franco fue el único protagonista del régimen, ni el franquismo fue únicamente centralista. Al escribir el libro, Sesma quiso que saliesen episodios, personajes e historias de todas las provincias españolas, para demostrar que el franquismo evolucionaba por todo el territorio y no solo en Madrid o Barcelona: “La toma de decisiones administrativa de la dictadura siempre era centralizada, pero a nivel local o provincial tiene más cintura de lo que a veces hemos pensado”. Llama la atención la abundancia de apellidos vascos y catalanes en la jerarquía: “Franco tiene más ministros catalanes que castellanos. Y es normal, si la élite económica y universitaria viene de Cataluña y del mundo industrial catalán”.
Ni una, ni grande, ni libre obliga a matizar la idea según la cual el franquismo era un régimen de personajes ridículos que no entendían en qué mundo vivían. En las páginas sobre el año que el franquismo vivió peligrosamente, 1943, cuando se vislumbraba la derrota del fascismo y la victoria de las democracias, se lee: “A este respecto, y como siempre a lo largo de su carrera, Franco demostró su capacidad para hacer una lectura adecuada de los escenarios que le venían impuestos tanto por las circunstancias como por sus propios errores iniciales”.
Cuando se le cita este pasaje, Sesma comenta: “Criticar a la dictadura como si fueran mediocres o inútiles a quien más critica es al antifranquismo. Si hubieran sido tan mediocres o tan mala su política exterior, por ejemplo, la culpa sería del antifranquismo por no haber sabido hacerla caer.” Recuerda el papel del Instituto de Estudios Políticos, creado por Falange, donde se formaron Fraga, el politólogo Juan José Linz y “gente de nivel, gente que estudió en la London School of Economics y en Alemania”. “No eran mediocres”, apunta. “¡Ojalá lo hubieran sido!”.
Respecto a Franco, señala: “Llega un momento en que Hitler no escucha a nadie, ni a sus generales ni a sus asesores. Mussolini entra en la II Guerra Mundial en contra del consejo de su cúpula militar y del rey. Franco, al principio, sigue la misma lógica, lo que es normal, porque acaba de ganar la guerra, todo le ha salido muy bien y considera que siempre tiene razón. Pero cuando ve que está a punto de equivocarse —porque no entra en la II Guerra Mundial porque Hitler no quiere: esto está fuera de duda— entonces se da cuenta de que han estado cerca del abismo, aprende y dice: ‘Vamos a escuchar”.
El último capítulo termina imaginando que George Orwell, cronista de la Guerra Civil, regresa a Aragón en 1978 y descubre al abrir el periódico cómo políticos como el presidente Adolfo Suárez o periodistas como su portavoz, Fernando Ónega, “eran presentados como ‘demócratas de toda la vida’, cuyo paso por el Movimiento ni siquiera era mencionado”. “Tal como anticipara en 1984, lo que estaba teniendo lugar en España era un nuevo falseamiento de los registros históricos a cargo del Ministerio de la Verdad”. Podría parecer que el autor impugne la transición. Falsa impresión. Porque llega el epílogo, y su final es distinto: una enumeración de los movimientos sociales y políticos que “sabían muy bien que los cambios no iban a producirse por arte de magia, sino que sería necesario conquistarlos entre todos, para que un día, al levantar la vista, vieran una tierra donde ser libres”. La primera piedra de la democracia.
“Quizá sea una visión viejuna”, resume Sesma, “pero, para mí, la transición es un partido de fútbol en el que el régimen tiene a Cristiano Ronaldo, a Messi, a Casillas, a Xavi y a Iniesta, y tú juegas con el Tato Abadía, con Sánchez Jara y con el Paquete Higuera. Y sacas un empate. Para mí, es un éxito”. Cuando el lector cierra el volumen, una evidencia se impone: esto es solo el principio y, aunque no esté escrito, en su cabeza lee un: “Continuará...”. La secuela de Ni una, ni grande, ni libre, o la segunda temporada, está por escribir. Nicolás Sesma tiene trabajo.
Ni una, ni grande, ni libre
Crítica, 2024
760 páginas. 25,90 euros
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