El duelo universal por la primera mujer a la que quisimos impresionar
Autores de todos los países, épocas y estilos han dedicado obras a la pérdida de su madre, muestra del poder de comunicación de la literatura para explicar un dolor compartido
“A veces se me abre la boca y la risa de mi madre sale de repente, un truco de magia” (Kate Zambreno, Mi libro madre, mi libro monstruo, Ediciones La Uña rota, 2017).
Cumplo 42, la edad que tenía mi madre cuando murió. Eso quiere decir, también, que he pasado más tiempo sin ella (25 años) que con ella (17). Pero sigue presente. En el maravilloso hombre que eligió, mi padre; en el mejor regalo que me hizo, mi hermano; en un lunar que compartimos, del tamaño de una lenteja, justo debajo del ombligo, y en otras herencias inexplicables, quizá, efectivamente, mágicas, como que ...
“A veces se me abre la boca y la risa de mi madre sale de repente, un truco de magia” (Kate Zambreno, Mi libro madre, mi libro monstruo, Ediciones La Uña rota, 2017).
Cumplo 42, la edad que tenía mi madre cuando murió. Eso quiere decir, también, que he pasado más tiempo sin ella (25 años) que con ella (17). Pero sigue presente. En el maravilloso hombre que eligió, mi padre; en el mejor regalo que me hizo, mi hermano; en un lunar que compartimos, del tamaño de una lenteja, justo debajo del ombligo, y en otras herencias inexplicables, quizá, efectivamente, mágicas, como que ambas tengamos la misma letra —aunque no fue ella la que me enseñó a escribir— o la misma risa —aunque hayan transcurrido cinco lustros sin oírla—.
“Una vecina de edad avanzada me paró una vez en la acera y me preguntó quién era. Puede que yo tuviera nueve años o siete, o cinco. Cuando le dije mi nombre, ella dijo: ‘Oh, sí. Tu madre es esa mujer menuda y guapa, de pelo negro, que vive un poco más arriba’. Aquellas palabras me impresionaron profundamente, pues encarnaban la primera noción que tenía de mi madre como alguien más que mi madre (…) Cuanto más veamos a nuestros padres enteramente, cuanto más los veamos como el mundo los ve, más posibilidades tendremos de ver el mundo tal cual es” (Entre ellos, Richard Ford, Editorial Anagrama).
“Mamá” es una de las pocas palabras que se dicen de manera muy parecida en muchos idiomas, como constató el filólogo Roman Jakobson, que hablaba 15. Ellas son nuestro primer contacto con el mundo, las primeras personas a las que querremos impresionar, las primeras que nos harán reír y llorar, y encierran, para todos los hijos, un misterio: quiénes eran antes de nosotros. Todo eso las convierte en un tópico universal, material literario. Kate Zambreno, novelista y profesora de escritura en la Universidad de Columbia, dedicó 13 años al libro sobre su madre, a tratar de conocerla, a intentar atraparla. Poco después de que muriera la suya, Richard Ford, Premio Princesa de Asturias de las Letras, publicó, en 1986, Mi madre, y 31 años más tarde, en 2017, Entre ellos, donde incorpora la semblanza de su padre, fallecido mucho antes, en 1960. “Lo hice cuando tenía setenta y tantos y lo hice porque los echaba de menos. Ser mayor no alivia eso”, explicó en una charla el escritor estadounidense. Ya cumplidos también los 70, el director de cine japonés Kaneto Shindo escribió y rodó El árbol sin hojas, un homenaje a su madre, fallecida cuando él tenía 9 años. El actor Benicio del Toro, que perdió a la suya a la misma edad, le preguntó una vez si hacer la película había “cambiado algo de ese vacío”. El japonés le dijo que no. Tiempo después, el puertorriqueño explicó en una entrevista a este periódico: “La memoria está prendida siempre. Yo pienso en mi madre todos los días”.
Cuando muere alguien nuclear, se producen dos efectos inmediatos y aparentemente contradictorios; el primero lo describe mejor que nadie W. H. Auden en su célebre poema Funeral blues, popularizado gracias a una escena de la película Cuatro bodas y un funeral (1994): es la sorpresa de ver que el reloj sigue funcionando, el perro ladrando, el guardia controlando el tráfico... Aunque la tuya acabe de cambiar para siempre, la vida sigue y todo resulta ajeno porque nada volverá a ser igual. El segundo es descubrir el impacto que esa persona causaba en los demás, cuántos pierden contigo, más allá de la ortodoxa pena por esa vecina, profesora o mujer más, o menos conocida, que muere a los 42 años y deja marido y dos hijos. Pasa todavía. En Qatar, el lugar más parecido a otro planeta en el que he estado, recibí, en diciembre de 2022, 23 años después de su muerte y a 5.000 kilómetros de mi casa, un mensaje enviado desde la dimensión pública de mi madre. La hermana de un amigo mío había sido alumna suya, pero ninguno de los dos lo sabíamos. Cuando ella se dio cuenta, le envió un audio cargado de nuevos datos sobre “Chus Añón”: “Yo quería muchísimo a su madre. Se lo tienes que decir… Nos daba clases de Estadística en la escuela de Turismo. Nos hizo un examen, que a mí se salió regular, le pregunté qué cosas me iban mal y recuerdo que me llamó por teléfono para explicármelo. Después, yo empecé a dar clase en la escuela, ella seguía siendo profesora y fue la persona que mejor se portó conmigo. De alguna manera, me adoptó. Todo se lo preguntaba a ella. La adoraba… Un día la llevé a casa, la dejé como a las seis de la tarde y esa noche le dio un ictus y se murió. Aquello fue una tragedia. Todos llorando en la escuela. Recuerdo ir al entierro y ver que tenía dos niños. Y recuerdo que nos dijeron: ‘Pues la hija de Chus va a estudiar periodismo’… y nunca más”.
Se lo reenvié a mi padre, que se sorprendió, porque mi madre, su mujer, tenía fama de profesora hueso, de las estrictas. Veinticuatro años después, seguimos conociéndola. Hace no mucho también descubrí, en una caja de madera donde ella guardaba sus pendientes y la gargantilla de un aniversario, las cartas que yo le escribía de pequeña cuando nos enfadábamos.
La pérdida ha sido providencial en la vocación literaria de muchos autores. Dice Ford: “No me habría convertido en escritor si mi padre no hubiera muerto”. Se pregunta Julian Barnes en Nada que temer (Anagrama, 2008): “¿La conciencia de la muerte tiene algo que ver con que yo sea escritor? Quizá (…) Recordarme la mortalidad, o más sinceramente, que la mortalidad me recuerde su presencia, es un acicate necesario y útil (…) Por detrás de todos los escritos, en algún nivel, existe un deseo residual de gustar a tus padres”. La foto mental que yo tengo de mi madre es en el sofá de casa, leyendo EL PAÍS. Era su momento, el ratito en el que era ella, no mi madre, no la mujer de mi padre, no la profesora de sus alumnos…Chus. Y yo hice todo lo que pude para terminar escribiendo en esas páginas que la absorbían, para que pudiera leerme a mí. Por ejemplo, envié durante años y compulsivamente cartas al director de lo que entonces se apellidaba “El diario independiente de la mañana”. Nos fallaron los tiempos y ella no llegó a verlo, pero aquí estoy.
“Yo no supe lo que era la muerte hasta muchos años más tarde, y aún sigo descubriendo su huella lenta y singular. A cada edad esa herida se reabre de una manera y ahora pienso a menudo en todas las preguntas que no formulé” (Elvira Lindo, A corazón abierto, Seix Barral, 2020).
El dolor no se va, se domestica. El cerebro tiene trucos para eso. En También esto pasará (Anagrama, 2015), Milena Busquets cuenta uno de ellos: “Por un momento pienso, con cierta cursilería infantil, que lo has colocado tú allí, como una especie de señal…”. A mí también me pasa. Ella ya no está, pero creo que decide sobre mí, me envía a personas, me plantea retos... de alguna forma, sigue dirigiendo. Se puede jugar eternamente a ese juego y no hace falta creer en Dios para hacerlo; después de todo, la fe y la ingenuidad comparten naturaleza, nacen en el mismo sitio, de la misma necesidad.
Ese dolor aprendido, domesticado, ayuda también a relativizar los dolores que vendrán, a calibrarlos y, por tanto, a digerirlos mejor, como una ventaja competitiva con quienes no han sufrido una pérdida de esa magnitud. Al tiempo, sirve como mecanismo empático, porque quien ha sufrido detecta el dolor ajeno antes que quien no lo ha hecho y maneja más herramientas de consuelo. Escribe Busquets en También esto pasará: “A partir de ahora supongo que cada funeral al que asista será el tuyo…”. Tiene razón.
Seremos más competitivos en la tarea de escuchar y entender el dolor. A cambio, estaremos siempre cojos. Nos faltará la mitad de una de las dos referencias más importantes de nuestra vida porque la madre es el patrón oro, un valor compartido universalmente y la primera escuela de comportamiento. Son los padres quienes nos enseñan la lección fundamental: cómo se quiere, un ejercicio que consiste, básicamente, en hacer que otro se sienta lo más importante del mundo. Después de todo, somos y valemos eso: los afectos conquistados.
Gabriel García Márquez confesó una vez: “Escribo para que me quieran”. Las dos primeras palabras de sus memorias, Vivir para contarla (Mondadori, 2002), son: “Mi madre”. La vida le regaló el peculiar privilegio de poder recordar exactamente el día que la conoció porque el acontecimiento ocurrió años después del parto. A Gabito, el primero de 11 hijos, lo habían enviado a casa de sus abuelos, en Aracataca. Superado ese limbo de la infancia en el que no recordamos nada, llegó la presentación oficial. “Mi madre se había ido con su marido, mi padre. Me decían: ‘Tu mamá vive en Barranquilla’. No había fotos. De pronto oí: ‘Llegó tu mamá’. Entré en una sala llena de mujeres, pero la reconocí enseguida. Vestía como los personajes de las películas de esos años, con un traje de seda de color beis y un sombrero de campana. Me abrazó y sentí su olor. A partir de entonces, siempre que la evoqué era por el perfume. (…) Eran muy pocas las oportunidades que tenía de hablar con ella porque siempre estaba criando o embarazada. Era una relación que no tenía recuerdos”, explicó el escritor colombiano en una entrevista.
No tenían recuerdos, pero los fabricaron. Después de “mi mamá”, la primera línea de Vivir para contarla dice: “me pidió que la acompañara a vender la casa”. En el viaje descubrirá el nombre de una finca, Macondo, que elegirá para levantar un inmenso universo literario. El amor en los tiempos del cólera está inspirada en el noviazgo de sus padres, Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, una mujer excéntrica, como casi todo lo genial, que tenía una vela encendida para que no dieran a su primogénito el Nobel porque se había convencido de que el que lo recibía se moría.
Ella falleció en 2002, a los 97 años. Su hijo, en 2014, a los 87. García Márquez no la alcanzó. Yo inauguro, en diciembre de 2023, esa ventaja: a partir de ahora seré más vieja que mi madre. Antes de conocerla, cuando solo podía imaginarla, él tuvo que trabajar sin fotos. Veinticuatro años después de perderla, yo aún puedo convocarla cuando quiero y ponerme los fotogramas mentales que guardo de ella, como esas películas que uno no se cansa de volver a ver: pinchando en el coche, en aquellos viajes interminables en los que escuchábamos a Sabina, Ana y Víctor Manuel y Los tres tenores a todo trapo; llevándome todas las semanas a la librería Lume a escoger un libro; comiéndose a besos a mi hermano después de que él le preguntara: “Mamá, ¿por qué eres tan suave?”; leyendo EL PAÍS... Y entonces, sonrío.
Mi libro madre, mi libro monstruo
La Uña Rota, 2017
228 páginas. 20 euros
Entre ellos
Traducción de Jesús Zulaika Goicoechea
Anagrama, 2018
168 páginas. 17,90 euros
Mi madre
Traducción de Marco Aurelio Galmarini Rodríguez
Anagrama, 2010
88 páginas. 12 euros
A corazón abierto
Seix Barral, 2020
384 páginas. 20,90 euros
Vivir para contarla
Random House, 2014
576 páginas. 20,81 euros
Nada que temer
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, 2010
304 páginas. 19 euros
También esto pasará
Anagrama, 2015
176 páginas. 16,90 euros
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