Un clavo quita otro, quizás

El cántaro de John Connolly se agrieta. La decepción me la quitó el delicioso volumen de relatos pospandemia ‘Cuarentena’, de Petros Márkaris

Placa en el memorial de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht en Berlín.STRINGER (DDP/AFP via Getty Images)

El virus de la arquitectura me lo inocularon tres tipos que estaban en la “Escuela” y con los que participaba en las movidas del Sindicato Democrático de Estudiantes, en una época en que el franquismo ya no mataba tanto, pero aún tenía esa querencia. Los tres tipos eran Carlos Sambricio, reencontrado tras los años de colegio, y a quien sigue manteniendo activo su pasión investigadora, y los hermanos Daniel y Rafael Zarza (Gropius los tenga en su inmensa gloria). A los dos últimos, que eran —además de listos, guapos y modernos— muy manitas, los conocí en la première universitaria de ...

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1. Arquitecturas

El virus de la arquitectura me lo inocularon tres tipos que estaban en la “Escuela” y con los que participaba en las movidas del Sindicato Democrático de Estudiantes, en una época en que el franquismo ya no mataba tanto, pero aún tenía esa querencia. Los tres tipos eran Carlos Sambricio, reencontrado tras los años de colegio, y a quien sigue manteniendo activo su pasión investigadora, y los hermanos Daniel y Rafael Zarza (Gropius los tenga en su inmensa gloria). A los dos últimos, que eran —además de listos, guapos y modernos— muy manitas, los conocí en la première universitaria de El arquitecto y el emperador de Asiria, de Fernando Arrabal (que entonces nos parecía progre), para la que habían diseñado una serie de cabezas de papel maché que reproducían las de los muertos del Guernica picassiano, y que los actores se arrojaban en escena con fruición. Mi afición a la arquitectura no es técnica, sino estética (ya sé que no debería decir esa tontería) y más bien blanda: me conformo con viajar de vez en cuando para admirar edificios que me gustan, con tener en mi despacho una foto del monumento (destruido por Hitler) a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, de Mies van der Rohe (1926), y con leer en este periódico las estupendas crónicas-reportajes-entrevistas de Anatxu Zabalbeascoa sobre arquitectos/as y diseñadores/as de interior. Bueno, y ya puestos a confesar, también me entretienen (por motivos totalmente distintos y bastante más morbosos) los reportajes del ¡Hola! sobre las casas de gentes podridas de dinero y famosos con vagos apellidos aristocráticos y gustos más bien recargados y horteras (muchos adolecen de horror vacui). A propósito de arquitectos y moderneces, les recomiendo la lectura (a ratos) de Palabra de Pritzker (Anagrama), del periodista Llátzer Moix, que incluye 23 entrevistas (la mayoría inéditas) con otros tantos laureados del prestigioso (y discutido) premio. Incluye, muy oportunamente, una interesante conversación con el último premiado, Diébédo Francis Kéré, realizada en 2010, cuando el arquitecto de Burkina Faso contaba con 45 años, pero ya tenía muy claro su ideario.

2. Paremia

Qué gran verdad encierra la paremia acerca de que un clavo se quita con otro; Cicerón, en una de sus Disputaciones tusculanas decía que novo amore, veterem amorem, tamquam clavo clavum (a ver, ejerciten su latín, está tirado), refiriéndose a que las penas por el amor perdido se quitan con otro nuevo. Pero no hace falta irse tan lejos; en el acto X —quizás el más perverso de todos— de La Celestina, la alcahueta le plantea a la tontaina de Melibea la misma fórmula, empleada también por Petrarca: “Un clavo con otro se espele [sic], y un dolor con otro”, dando inapelable carta de naturaleza al remedio más utilizado por los amantes despechados que rechazan cometer suicidio. Dejando aparte el hecho sintomático de que las dos obras cumbre de nuestra literatura estén protagonizadas respectivamente por un viejo chiflado y una puta vieja (y si añadimos a la nómina a Don Juan Tenorio, por un acosador de mediana edad), lo cierto es que el refrancito vale para todo. Incluso para los libros. Terminé a duras penas En lo más profundo del sur (Tusquets), la última novela publicada en España de John Connolly (traducción de Vicente Campos). Lo mejor, como siempre, el personaje de Charlie Parker, el exagente dañado al que los malos apiolaron a su mujer y su hija, pero incluso ese motivo me ha parecido ya excesivo, manierista, déjà vu, sobrexplotado: tanto va Connolly a la fuente que su cántaro se agrieta. Más breve que Antigua sangre, la anterior, a la nueva novela le siguen sobrando, sin embargo, sus buenas 150 páginas. Se trata de una precuela: Parker aún no es del todo Parker, aunque ya han asesinado a su familia. La acción en un sur (Arkansas) un poco de cartón piedra (el título original se traduciría como “El sur sucio”), donde se han cometido tres asesinatos (dos con empalamientos vaginales) de muchachas negras. A pesar de la presencia de personajes locales bien trazados, a mí me han cansado los ires y venires de la historia, pero me temo que Connolly, que es un consumado promotor de sí mismo, va a seguir por una senda que le reporta pasta a raudales. Los editores saben que las novelas gruesas (esta supera las 500 páginas) pueden venderse más caras, y no le dicen que acorte, simplifique, concentre, elimine: así ponen en peligro su gallina de los huevos de oro. Y luego está su ritmo de producción: el primer parker se publicó hace 20 años, y ya lleva otros tantos.

Quizás lo de Connolly conmigo tenga arreglo (espero leer algún día su novela sobre su ídolo, que también es el mío, Stan Laurel), pero hoy por hoy necesitaba un clavo que me quitara el de Connolly. Lo encontré en la misma editorial (Tusquets) con el delicioso volumen de relatos pospandemia Cuarentena, de Petros Márkaris (dos de ellos protagonizados por el comisario Jaritos), en el que también se incluye una hermosa rememoración autobiográfica de la isla de Jalki, donde pasó épocas de su infancia y juventud. La traducción, notable, se debe a la pintora, ilustradora y traductora (ojo al nombre) Ersi Marina Samará Spiliotopulu. De modo que, una vez más, un clavo me quitó la (relativa) decepción del otro.

3. 1922

Me pregunto cómo recordarán 2022 en 2122, suponiendo que todavía entonces quede gente. Quizás como el año de la tormenta perfecta, el primer año del final, el año en que todo cambió para siempre. Muy distinto, sin duda, a 1922: el año I de la nueva literatura según Pound, con Ulises (Joyce) abriéndolo y Tierra baldía (Eliot) cerrándolo. Antonio Rivero Taravillo ha escrito una hermosa novela que es un homenaje a aquel año, y se llama, simplemente, 1922 (Pre-Textos).

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