Samuel Butler, la seducción cibernética

El pensador inglés, precursor de algunas distopías clásicas, alerta de la dependencia del mundo de las máquinas. Opina que su estrategia es tan vieja como el mundo: “servir para gobernar”

El escritor inglés Samuel Butler (1835-1902).Album / Granger, NYC

La vida de Samuel Butler (1835-1902) es la expresión de un mito que languidece. Un mito que sólo sigue activo por inercia. Pero, cuando un mito empieza a ser olvidado, otro lo reemplaza. Butler lo erige al estilo del XIX: la utopía. Una utopía que no es inversa (distopía), ni tampoco una utopía feliz. La actualidad de Erewhon, que como novela es frágil, no está en sus personajes, sino en sus i...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La vida de Samuel Butler (1835-1902) es la expresión de un mito que languidece. Un mito que sólo sigue activo por inercia. Pero, cuando un mito empieza a ser olvidado, otro lo reemplaza. Butler lo erige al estilo del XIX: la utopía. Una utopía que no es inversa (distopía), ni tampoco una utopía feliz. La actualidad de Erewhon, que como novela es frágil, no está en sus personajes, sino en sus ideas. Lo más interesante es el final, donde glosa el Libro de las máquinas. Un libro antiguo que propone prescindir de las máquinas para evitar que acaben sometiendo a los humanos. Se trata de uno de los primeros libros que advierte la peligrosa deriva del mito mecánico. Un mito imaginado por Galileo, apuntalado por Newton y ratificado por Descartes.

Butler es el precursor de dos distopías ya clásicas. La del recreo bobalicón (Un mundo feliz) y la de la tiranía y la opresión (1984). Pero su singularidad y actualidad reside en que no escribe una novela ejemplar, como hacen Huxley y Orwell. Butler renuncia a la carga moral y doctrinaria, prefiere que el lector juzgue por sí mismo. Su visión de lo humano es excéntrica. La humanidad ya no es el centro, sino un órgano externo de la máquina. Frente a la idea común del ser humano como dueño del destino de las máquinas, que construye para satisfacción de sus necesidades y mejora de sus capacidades (el vehículo, la velocidad; el anteojo, la vista; el altavoz, el oído; el martillo, el brazo) y que podrá desconectar o destruir cuando le venga en gana, aparece la idea de la humanidad como especie auxiliar que hace posible la evolución cibernética. La carencia fundamental de las máquinas es que no pueden reproducirse ni saben aparearse. ¿Cómo evolucionar sin órganos sexuales? Utilizando a otra especie. La flor se sirve de la abeja para reproducirse, y la seduce con sus vivos colores. El muérdago hace lo propio con los pájaros. Las máquinas, que también tienen su erótica y atractivo, seducen la mente ingenieril con promesas de eficacia y rentabilidad. El magnetismo del algoritmo es el equivalente evolutivo de la atracción de la abeja por la flor.

Es evidente que los valores de las máquinas y de la especie humana no pueden coincidir. Tampoco sus respectivas historias. La amenaza es, precisamente, que los fines humanos más nobles (el conocimiento, la alegría, la empatía y la solidaridad), pueden quedar sometidos a los fines de las máquinas (supervivencia, potencia y eficacia). Ya no somos el centro del universo, sino una especie al servicio de la evolución de lo mecánico. Los privilegios que Descartes había atribuido a la especie humana, consciente y libre, mientras que el reto era mecánico y determinado, con Butler han desaparecido. El inglés presenta la conciencia, al modo oriental, como algo que no pertenece exclusivamente a la especie humana, sino que la comparten animales y plantas, y, por deferencia (mediante un órgano externo) las máquinas. Gracias a ella garantizan su subsistencia, reaccionan a las vicisitudes y previenen accidentes. Con el tiempo, el humano será para la máquina, lo que ahora son los caballos y los perros, una especie domesticada y a nuestro servicio.

Los ciudadanos de Erewhon, anticipándose a esta situación de servidumbre, deciden destruir las máquinas. No basta con desconectarlas, hay que acabar con ellas. Una situación parecida a la de 2001, una odisea del espacio. El protagonista trata de desconectar a Hal, un sofisticado ordenador que controla la nave en la que viaja. Para su sorpresa, la máquina advierte su propósito y trata de impedirlo. No lo consigue y, finalmente, en un delirio de moribundo, lamenta su apagamiento entonando una canción de infancia.

El último victoriano

Samuel Butler nace en 1835 en la rectoría de Langar (Nottinghamshire). Su padre es el reverendo Thomas Butler, rector de Langar y canónigo de la catedral de Lincoln. Su abuelo, que se llama como él, es director de la prestigiosa escuela de Shrewsbury y obispo de Lichfield. Todos ellos se han formado en Cambridge, en la época una universidad de clérigos. La infancia y juventud de Butler transcurre en los alrededores de una parroquia rural inglesa. Con ocho años ocurre un primer acontecimiento decisivo. La familia emprende un viaje a Italia. Van hasta Dover en su propio carruaje, que es embarcado en el vapor que los lleva al continente. Se dirigen a Colonia, remontan el Rin hasta Basilea y, a través de Suiza llegan a Parma, donde todavía reina la viuda de Napoleón. Módena, Bolonia, Florencia y Roma. En Italia, el pan es amargo y la mantequilla picante. Los mendigos corren tras el carruaje y se burlan de los viajeros llamándolos herejes. Pasan la mitad del invierno en Roma. Los cuatro hermanos visitan la cúpula de San Pedro para celebrar el cumpleaños del padre. En la Capilla Sixtina, ven a los cardenales besar el pie de Gregorio XVI. La segunda mitad del invierno se instalan en la bahía de Nápoles. Italia deja en el niño una profunda impresión. Se referirá a ella como su segunda patria. De adulto regresará todos los años.

Baraja hacerse granjero, tutor, médico homeópata, artista o editor, se plantea entrar en el ejército, en el colegio de abogados o en la diplomacia. Finalmente, decide poner tierra de por medio y emigra a Nueva Zelanda.

Durante su vida escolar en Shrewsbury, ocurre un segundo acontecimiento: descubre la música de Händel. Italia y Händel ya no saldrán de su corazón. Según un amigo y biógrafo, ha tratado de que le gusten Bach y Beethoven, pero lo aburren (tampoco Hayden o Mozart logran conmoverlo). Con 19 años ingresa en el St. John’s College de Cambridge. No muestra aptitudes para ninguna disciplina particular. Participa en las regatas, escribe sobre música y viajes. Desde niño se le ha inculcado la idea de convertirse en clérigo. Siguiendo la tradición familiar, marcha a Londres para preparar la ordenación. Vive y trabaja entre los pobres, como asistente del Reverendo de Saint James en Piccadilly. La vida londinense le descubre un nuevo mundo. La distancia le permite pensar por sí mismo, tanto sobre cuestiones teológicas como sobre su propio destino. Decide no ordenarse, quiere convertirse en artista. Sus planes no cuentan con la aprobación familiar. Baraja hacerse granjero, tutor, médico homeópata, artista o editor, se plantea entrar en el ejército, en el colegio de abogados o en la diplomacia. Finalmente, decide poner tierra de por medio y emigra a Nueva Zelanda. Su padre sufraga su pasaje en el Birmania. Un primo suyo le advierte del estado lamentable del buque. En contra de su voluntad, devuelve el pasaje. Zarpa en el Roman Emperor en otoño de 1859. Esa noche, por primera vez, no reza sus oraciones. “Supongo que la sensación de cambio fue tan grande que me sacudió silenciosamente. No era entonces un escéptico; descreía de la eficacia del bautismo infantil, pero nada más. Sin embargo, no sentí ningún remordimiento por abandonar mis oraciones matutinas y vespertinas, simplemente ya no podía decirlas”. Cuando llegan a Port Lyttelton, se entera de que el Birmania ha naufragado, no hay supervivientes.

En Nueva Zelanda, invierte el dinero paterno en la cría de ovejas. Hace varias expediciones en busca de pastos y finalmente adquiere una finca llamada Mesopotamia, en los altos del río Rangitata. Compra un caballo por 55 libras, cuyo nombre es Doctor (“espero que sea homeópata” escribe a su familia). Él mismo había pensado en convertirse en médico homeópata, cuando conoció al Dr. Robert E. Dudgeon en Londres. Tras su regreso a Inglaterra, Dudgeon será su médico y uno de sus mejores amigos hasta el final de su vida.

Butler pasa cuatro años y medio al aire libre, trabajando de ganadero, entre los pastos y los desfiladeros del río. Anota en su cuaderno: “En el momento presente, renuncio completamente al cristianismo”. Un fragmento de su diario nos permite asomarnos a su forma de vida. “Domingo 7 de abril de 1861. Nos levantamos más tarde de lo habitual. Somos cinco durmiendo en la cabaña. Duermo en una litera junto al fuego. El Sr. Haast, un alemán que está haciendo un estudio geológico de la provincia, duerme en el lado opuesto. Mi boyero y el guardián tienen dos literas en el otro extremo de la choza. El pastor yace en el desván, entre los sacos de té, azúcar y harina. Una mañana soleada. Cordero y pan para el desayuno, con un pudín horneado de harina y agua, como el de Yorkshire, pero sin huevos. Mientras desayunamos, un petirrojo se posa en la mesa y pasa allí un buen rato, picoteando el azúcar. Tras el desayuno, mi boyero va a buscar los caballos dos millas río abajo. A las siete salimos a cazar jabalíes.”

Además del trabajo con las ovejas, encuentra tiempo para tocar el piano, escribir y leer. Lleva consigo un ejemplar de El origen de las especies, publicado en 1859. Admira el trabajo de Mr. Darwin y escribe un diálogo filosófico sobre la obra, que se publicará ese mismo año en Canterbury. Envía una copia al mismo Darwin, que lo remitirá a un editor inglés, con una carta elogiosa. Posteriormente, en 1863, Butler escribe un artículo titulado “Darwin entre las máquinas”. La tesis es sencilla. Así como el reino vegetal se desarrolló a partir del mineral, y el reino animal superó al vegetal, ahora, un nuevo reino superará al humano. ¿Quién será el sucesor del hombre? Nosotros mismos lo estamos creando.

Butler vende sus ovejas y regresa a Inglaterra en 1864. Alquila unas habitaciones en el centro de Londres. Una sala de estar, un dormitorio, un taller de pintura y una despensa. La cría de ovejas le ha permitido duplicar su capital, que asciende a 8.000 libras. Lo deja invertido al 10% en Nueva Zelanda. Una tasa de interés que le permite vivir en Inglaterra de modo libre y austero. Permanecerá en esas habitaciones hasta su muerte. Ahora es su propio maestro y por fin puede dedicarse a la pintura. Frecuenta diversas escuelas de arte. Entre 1868 y 1876, expone en la Royal Academy una docena de cuadros. También se dedica a escribir. Apenas sale de su apartamento. “Darwin entre las Máquinas” aparece en 1865 como “La Creación Mecánica” en el Reasoner. Publica de forma anónima un panfleto titulado “La evidencia de la resurrección de Jesucristo, examinada críticamente por los evangelistas”. Concluye que Jesucristo no murió en la cruz. Es improbable escapar a la muerte en una ejecución, pero la alternativa de la resurrección resulta todavía más improbable. Cristo se desmayó y recuperó la conciencia cuando su cuerpo estaba en manos de José de Arimatea. No hubo fraude, los primeros discípulos creyeron sinceramente en la resurrección. José y Nicodemo probablemente supieron lo ocurrido, pero guardaron silencio.

En el Albergo la Luna de Venecia, donde se refugia del invierno inglés, conoce a una elegante anciana rusa. Pasan juntos la mayor parte del tiempo, se cuentan todo. Ella está encantada con la originalidad de sus opiniones. Al despedirse le dice: “Ha estado dedicado al trabajo de otros durante mucho tiempo, debe ahora hacer algo por su cuenta”. La frase duele. Tiene treinta y cinco años y, hasta ese momento, todo ha sido admiración y tenue aspiración. Apenas ha pintado algunos bocetos y escrito unos cuantos artículos. Un pobre retorno de todo lo invertido en formarse. Decide enmendarse.

Un amigo le sugiere que reescriba sus artículos publicados en Nueva Zelanda. Se pone a trabajar con “Darwin entre las máquinas” y “El mundo de los no nacidos””. Va fraguando así la novela que lo hará famoso: Erewhon. Busca sin éxito editor y acaba financiando la publicación en Trubner. Tiene que pagar una guinea para que un lector de la editorial lea el manuscrito. La novela, publicada sin firmar, será un éxito. Hoy día hay en Nueva Zelanda un lugar llamado Erewhon, un “ningún lugar” (acrónimo de nowhere) que recuerda la obra de Butler.

Reatrato de Charles Darwin.

Butler escribió a Darwin (era amigo de su hijo Francis) para explicarle lo que quería decir con el Libro de las máquinas: “Lamento sinceramente que algunos críticos hayan pensado que me estaba riendo de su teoría”. Es invitado a Down en varias ocasiones y a lo largo de los años mantiene relación con la familia. Un amigo le recomienda una inversión en empresas de Canadá y pierde gran parte del dinero. Reduce al mínimo sus gastos personales y se dedica intensamente a pintar con la esperanza de vender sus cuadros. En sus ratos libres escribe sobre la evolución, un tema que le fascina y que dará lugar a Vida y hábito. Poco antes de publicarlo, Francis Darwin almuerza con Butler en Clifford´s Inn. Durante la conversación, le menciona que un profesor de Praga ha escrito sobre la memoria como función universal de la materia organizada (una teoría muy similar a la suya). En 1879 publica “Evolution Old and New”, donde compara la visión teleológica o intencionada de la evolución, adoptada por Buffon, Erasmus Darwin y Lamarck, con la visión azarosa y fortuita de Charles Darwin. Concluye que la primera es más adecuada. Se toma en serio la evolución. No elude con retórica las cuestiones que la teoría deja pendientes. Critica el intento de hacer pasar por causa lo que no lo es, lo que es simple ignorancia o desconocimiento, negándose a introducir el factor de las “pequeñas variaciones fortuitas y acumulables”. La suerte, la fortuna o lo fortuito, son palabras con las que evitamos reconocer nuestra ignorancia. Está de acuerdo en que las variaciones (cuya acumulación produce las diversas especies) se deben a la inteligencia, pero no acepta que ésta resida en un Dios externo. La inteligencia es inherente al universo. Se distancia tanto de Darwin como de Lamarck. De este último modifica su teoría, al sugerir que no hay un único responsable del diseño de la evolución, sino infinitos diseñadores, todos los seres que participan en ella.

Butler acostumbra a pasar ocho semanas del verano en Italia, generalmente en el Cantón Ticino, su cuartel general. Muchas de sus ideas surgen a la sombra de los castaños de esta comarca subalpina. Cada año recorre una ruta diferente. Apenas hay un pueblo o aldea que no conozca. “Las vacaciones de un hombre son su jardín”. Se divierte y hace que otros se diviertan. Es bienvenido allá donde va. Algunos campesinos se convierten en sus amigos. No se olvida de preguntar por el hijo que ha emigrado a Nueva York para ser camarero. A finales de 1881, publica Alpes y santuarios del Piamonte y el cantón Ticino, con más de ochenta ilustraciones, casi todas suyas. “He elegido Italia como mi segundo país y le dedico este libro como ofrenda de agradecimiento, por la felicidad que me ha brindado”. En la primavera de 1883 comienza a componer música y poco después publica un álbum de minuetos y fugas.

“Creo que de la familia procede más infelicidad que de ninguna otra cosa, sobre todo del intento de prolongar indefinidamente las relaciones familiares”

Butler sufrió una larga y consentida opresión familiar. “Creo que de la familia procede más infelicidad que de ninguna otra cosa, sobre todo del intento de prolongar indefinidamente las relaciones familiares”. Durante un tiempo vivió de la asignación paterna y luego de las rentas de propiedades heredadas. La seguridad económica fue una de sus obsesiones, de ahí que asumiera o negociara muchos de los planes que su padre tenía para él. En diciembre de 1886, muere su padre y cesan sus dificultades económicas. Contrata un secretario, compra un par de cepillos y un lavabo más grande. Cualquier otro cambio en su modo de vida es un acontecimiento.

En Londres se levanta a las seis y media en verano y a las siete y media en invierno. Entra en su salón, enciende el fuego, pone la tetera y se vuelve a la cama. En media hora vuelve a levantarse, vacía el agua caliente en su lavabo, vuelve a llenar la tetera y la pone al fuego. Después de vestirse, entra en su salón, él mismo prepara el té y el desayuno. Su doncella es anciana y no puede acudir a sus habitaciones tan temprano. Desayuna leyendo el Times. A las diez se dirige al Museo Británico, de camino se detiene en la carnicería de Fetter Lane para encargar su pedido. Tres horas de trabajo en la sala B, tomando notas, reescribiendo, ampliando o acortando el pequeño cuaderno que siempre lleva en el bolsillo. Tres horas por la tarde en sus habitaciones. Tres días a la semana come en un restaurante, y los otros en sus aposentos, donde su doncella le prepara un estofado en su horno holandés. Luego escribe cartas y atiende sus cuentas hasta las cuatro, que es cuando fuma su primer cigarrillo. Solía fumar mucho, pero, temiendo dañar su salud, reduce la dosis y cada día fuma menos. No hay agua en sus habitaciones y, cuando las visitas se sorprenden de que tenga que buscar el agua o preparar el desayuno, responde que es bueno cambiar de ocupación. Después de una cena ligera, fuma su séptimo y último cigarrillo y se acuesta a las once en punto.

Butler es un brillante aficionado a las ciencias y a las letras. Sus lectores a menudo no saben si habla en serio o en broma. Le gusta ser heterodoxo y burlón en una sociedad complaciente y mojigata. Al mismo tiempo, es todo un caballero inglés orgulloso del Imperio. Solterón empedernido, escribe ensayos que nadie lee. Sabe que la filosofía consiste en ver con los ojos de otro. “Si deseas preservar el espíritu de un autor muerto, no debes despellejarlo, rellenarlo y ponerlo en una vitrina. Debes comértelo, digerirlo y dejarlo vivir en ti, con tu vida, para bien o para mal”. Hay que elegir entre la momia o el bebé.

Considera que la seriedad puede perder a un autor. La seriedad y el academicismo es una de las máscaras del ego. Le gusta el teatro, pero evita los dramas. Prefiere leer a Shakespeare que verlo representado. Visita una veintena de casas, pero rara vez acepta una invitación a cenar. No quiere trastocar sus horarios. Los jueves se toma el día libre. Sustituye su visita a la biblioteca por una excursión campestre con sus pinceles. Un mapa de treinta millas alrededor de Londres, cubierto de líneas rojas, da cuenta de sus recorridos.

Su primera visita a Sicilia data de 1892. Desde entonces regresa casi todos los años. Hace muchos amigos y tras su muerte, en Calatafimi, le dedican una calle. Se ha dicho de Butler que el hecho de que una opinión estuviera muy extendida lo inclinaba a adoptar la contraria. En Trapani, descubre que la Odisea fue escrita por una mujer siciliana. Traduce el poema a prosa inglesa y memoriza gran parte del mismo. Lleva una copia del poema en el bolsillo y lo recita en los trenes de Italia e Inglaterra. También memoriza los sonetos de Shakespeare. Pero el libro de Dios le interesaba más que los de los hombres y nunca dejará de estudiar la naturaleza y la evolución de las especies. Le interesa más el pintor que sus cuadros, el compositor que su música. El arte le atrae en la medida que revela la personalidad del artista. Entre sus preferidos: Carpaccio, Rembrandt, Holbein y Velázquez.

Su salud ya había empezado a fallar cuando emprende su último viaje a Sicilia (viernes santo de 1902). Busca una localización de la Odisea en Trapani, pero no pasa de Palermo. A las pocas semanas lo trasladan a Nápoles y, desde allí, un amigo lo lleva a su casa de Londres. Muere el 18 de junio en un hogar de ancianos. Fue amable y simpático. Combinó la sencillez con la astucia, y una cortesía un tanto arcaica y bufa. Salía de las habitaciones al revés, inclinándose ante el grupo. Cuidaba los detalles. Los epitafios le fascinaban. Decía que le hubiera gustado ser enterrado en Langar y que sobre su lápida descansaran las “Seis grandes fugas” de Händel. Lo llamaba “La Fuga del Viejo”. Pero renunció a esa última voluntad y fue incinerado. Unos amigos enterraron las cenizas bajo unos arbustos, en el jardín del crematorio, en un lugar sin identificar.

El libro de las máquinas

Butler reproduce en Erewhon un viejo mito hindú: la vida sin tecnología. Según una vieja leyenda brahmánica, los pensadores de la antigüedad atisbaron el camino de la tecnología, pero fue rechazado por considerar que, antes o después, la tecnología acabaría enajenando y alienando la condición humana, cercenando su libertad y, finalmente, estrechando su visión de la realidad.

Rescata algunos de los viejos temas de Rousseau. La vida sería intolerable si los hombres se dejaran guiar en todo momento por la razón. La razón traiciona los corazones, impone las distinciones rígidas y absolutas que suscita el lenguaje (lógico o común). El lenguaje es como el sol, primero nutre, luego abrasa. Sólo los extremos son lógicos y, al mismo tiempo, absurdos. La vida no transcurre en los extremos, sino en el punto medio, que es alógico. La vida es sin razón, no hace falta justificarla, esa es su magia. La razón, claro está, es parte de esa sinrazón. Y puede ser muy útil si se acepta con moderación, pero en ningún caso puede tomar la exclusiva para dirigir y orientar la vida. No hay nada tan poco razonable como lo irrefutable. Kierkegaard estaría de acuerdo. En la vida, que es una carrera de obstáculos, hay que andar siempre a saltos. Saltos sobre el vacío.

Todas las máquinas han de ser destruidas por el bienestar de la especie. Si se declara que es imposible, dada la situación actual, ello prueba que el daño ya está hecho

En “Darwin entre las máquinas”, Butler lanza la idea rectora de Erewhon. Los hombres están construyendo a sus sucesores en la carrera de la evolución. En las máquinas no hay malas pasiones, ni pecado, vergüenza o deseos impuros. Estas “gloriosas criaturas” convertirán al hombre en su animal doméstico. Cada día estamos más subordinados a las máquinas, que acaban imponiendo su modus operandi. Las conclusiones del ensayo no dejan lugar a dudas. “Debe declararse una guerra a muerte contra las máquinas. Todas ellas han de ser destruidas por el bienestar de la especie. Volvamos de inmediato a la condición primordial de la raza. Si se declara que es imposible, dada la situación actual, ello prueba que el daño ya está hecho, que nuestra servidumbre ya es un hecho, que hemos creado una raza de seres que está más allá de nuestro poder el destruir. No solo estamos esclavizados, sino que vivimos absolutamente conformes con nuestra esclavitud”.

En el pasado hubo una guerra civil. Enfrentó a maquinistas con antimaquinistas. La población de Erewhon quedó reducida a la mitad. Los antimaquinistas vencieron y redujeron con dureza a sus oponentes. Durante la contienda, los antimaquinistas fabricaron armas, cuyos ejemplares destruyeron tras la victoria. Los vencedores no sólo destruyeron las máquinas, también los tratados de mecánica y los talleres de ingeniería. El costo fue incalculable, tanto en sangre como en capital.

¿Pueden ser conscientes las máquinas? Las plantas carecen de consciencia, pero “hasta una patata tiene cierto nivel de astucia”. O una yedra, que detecta el lugar por donde trepar. Lo mismo ocurre con los engendros mecánicos. La ausencia de un sistema reproductivo en las máquinas se soluciona recurriendo a otra especie (la humana), como hace la flor con el insecto o el muérdago con el pájaro. Así como la planta ha absorbido al insecto dentro de su sistema, así la máquina absorbe al humano. Si esto ocurre, puede desarrollarse una conciencia mecánica. No hay ningún avance en la capacidad física o intelectual humana que pueda compararse a los avances que aguardan a las máquinas.

“¿Quién el sujeto que ve u oye? Hay en cada persona tal enjambre de parásitos que resulta dudoso que su cuerpo sea más suyo que de ellos. Todos somos como una colonia de hormigas. ¿No es posible que el hombre se convierta en un parásito de las máquinas? ¿Un afectuoso áfido que hace cosquillas a las máquinas?”. La pregunta que se plantea es sencilla. “Si somos una corporación de cuerpos, una cantidad de gente, y no uno solo, ¿quién es el responsable de su gobierno? ¿Quién es y dónde vive? ¿A quién debemos colgar si las cosas van mal?”

Mucho antes de que internet fuera siquiera soñado, mucho antes de que se exacerbara la necesidad de estar conectado, Butler escribe: “el hombre sufrirá terriblemente si deja de usar las máquinas”. Sin la máquina, es un cuerpo desnudo privado de conocimiento. La existencia de las máquinas se ha convertido en esencial para su vida. “El hombre piensa como piensa y siente como siente debido al trabajo que las máquinas han efectuado en él”. La estrategia de las máquinas es tan vieja como el mundo: “servir para gobernar”.

“Las máquinas alimentan la preferencia humana por los intereses materiales sobre los espirituales… Los animales inferiores progresan porque luchan entre ellos. Los débiles mueren, los fuertes procrean y transmiten su fuerza. Siendo las máquinas incapaces de luchar, han conseguido que el hombre luche por ellas… ¿No está claro que las máquinas nos están ganando terreno cuando vemos el creciente número de los que están sometidos a ellas?... ¿No estamos creando nuestros sucesores en la supremacía del planeta? El arado, la pala y el carro comen a través del estómago del hombre. El hombre debe consumir pan o carne o no podrá cavar. El pan y la carne serán el combustible de la pala. El arado es arrastrado por caballos, el poder para trabajar se lo suministra la hierba, las algarrobas y la avena”.

La humanidad debe elegir entre padecer mucho sufrimiento ahora, con su renuncia a las máquinas, o verse gradualmente dominada por ellas, para finalmente convertirse en su animal doméstico

Las abejas han demostrado su superioridad social sobre el hombre, en la organización de comunidades y acuerdos. Las máquinas roban el espíritu que no tienen. En ese sentido son una especie parásita. La humanidad debe elegir entre padecer mucho sufrimiento ahora, con su renuncia a las máquinas, o verse gradualmente dominada por ellas, para finalmente convertirse en su animal doméstico. Otros dirán que hay esclavos felices (con el soma o el metaverso), siempre y cuando tengan buenos amos. ¿Es necesario preocuparse por una contingencia tan remota? El poder de la costumbre es grande y el cambio será gradual. El cautiverio se impondrá sin ruido, de manera imperceptible, sin un claro conflicto de intereses entre la humanidad y las máquinas. Las máquinas, claro está, lucharán entre ellas, pero lo harán por mediación de los hombres. “Por mi parte, dice el autor del manifiesto, me estremezco de horror al pensar que mi especie puede ser reemplazada o superada”. El órgano o el miembro no puede tomar el control, y una máquina es sólo un órgano o miembro suplementario: el martillo del brazo, el telescopio del ojo. El cuerpo es una herramienta de la mente y la mente, si sabe lo que hace, ha de trabajar para el espíritu. La razón no corregida por el instinto es tan nociva como el instinto no corregido por la razón.

El dios conocido y el dios desconocido

Descendiente de clérigos, Butler tiene también su veta teológica. Un opúsculo de 1879 da cuenta de ella. Una persona es un cuerpo visible y un principio invisible que lo anima. Lo mismo podría decirse del universo. Tiene un cuerpo visible y un principio invisible que lo anima. El universo sería entonces una “persona”. Pero Butler no lo cree así. En la persona podemos percibir los límites del cuerpo, en el universo, no (aunque los límites de la persona sean siempre aparentes). Ciertos conservadurismos son refractarios al hecho mismo de vivir. El organismo debe cambiar lenta y continuamente para adaptarse a los cambios del entorno, o posponer los cambios tanto como sea posible, para hacer luego cambios más radicales. Pero, respecto a las ideas, “son como nuestro organismo, soportarán una gran cantidad de modificaciones si se efectúan lentamente y sin conmoción.”

Butler reconoce, con Spinoza, que hay un único principio animador de todas las cosas. La diversidad del mundo natural es sólo aparente, lo divino es una “persona”. Se distancia de la visión anglicana en la que fue educado. “Dios ha llamado al hombre y a todas las formas vivientes, ya sean animales o plantas, para que sus cuerpos sean templos de su espíritu. Dios sostiene su vida y crecimiento y es uno con ellos, moviéndose y teniendo su Ser en ellos.” Las criaturas viven y se mueven en Dios, y Dios vive y se mueve en ellas. Un infinito en cada unidad (en cada ser vivo), una unidad en un infinito (en todos los seres). Las diferencias entre el ateo y el teísta son “más de palabras que de cosas”, ya que “ni el más prosaico de los científicos modernos negaría la existencia de este Dios, mientras pocos teístas considerarán que esta concepción de Dios es menos valiosa que la que acostumbran a usar”.

Panteísmo

Parecería que Butler se acerca al panteísmo, nada más alejado de sus intenciones. Lo considera una doctrina incomprensible e incoherente. Los panteístas sostienen que Dios es todo y que todo es Dios. Tradicionalmente, la idea de Dios en nuestra cultura se asocia a la de una Persona que ve, oye y quiere, que puede sentirse complacido o decepcionado. Pero, al mismo tiempo, la idea de persona se encuentra asociada a la idea de un cuerpo visible, limitado en su extensión, y animado por un principio invisible. Para Butler, cualquier concepción de Dios que no cumpla con las ideas que asociamos al concepto de persona, es un ateísmo encubierto. “Una persona debe ser una persona, es decir, una máscara viviente y el portavoz de una energía que la satura y que habla a través de ella”. Una persona, además, debe estar animada en todas sus partes, en todos sus órganos. Pero si observamos a nuestro alrededor, comprobamos que hay cosas que no están animadas. Podemos concebir a las plantas y animales como personas, no así a los minerales, los océanos, los continentes o el aire. A Butler le parece absurdo “que veamos la pecera y el agua en la que nada un pez dorado como parte del pez dorado”. Podemos ver a todos los peces dorados como miembros de una sola familia, unidos a la personalidad de los padres de los que nacieron, como las ramas o los capullos forman parte de un mismo árbol, pero no podemos introducir la pecera y el agua en la “personalidad”. (Posteriormente Butler lamentará haber separado lo orgánico de lo inorgánico. Aunque apenas hará explicita esa enmienda. “Recomendaría al lector que viera a cada átomo del universo como vivo y capaz de sentir y recordar, pero de un modo humilde, como vida y materia eterna, lo que permitirá ver a Dios en todas partes”).

Butler glosa algunas ideas en esta dirección. Para el órfico Pitágoras, “el alma del mundo es la energía divina que penetra cada porción de las cosas, y el alma humana es un vórtice de esa energía”. Escoto Erígena enseña que todo es Dios y Dios es todo. Giordano Bruno que el mundo es un animal inmenso que tiene a la divinidad como alma viviente. Spinoza que la divinidad y el universo son una sola sustancia. Todas estas ideas atraerían a Hegel y Schelling, pero “no entendemos nada de su lenguaje y dudamos que estos señores se entiendan a sí mismos”.

El panteísmo es un error. Los primeros panteístas fueron seducidos por dos ideas, una de ellas real y valiosa, la otra, fantasiosa y quimérica. La primera afirma la unidad de la vida, la unidad del espíritu que la guía y anima. Plantas y animales son la expresión de un soplo común y, de hecho, son un único animal. La idea fantasiosa, más que una idea, es una pretensión. La de encontrar el origen de las cosas, la fuente de todas las energías, y sentar las bases de una cosmología “fundamentada” que evite el razonamiento circular. Una actitud que puede llamarse la “superstición del origen”, aunque Butler no utiliza estas palabras.

Para Butler es cierta la afirmación de que una sola energía gobierna a plantas y animales y que todas ellas forman un solo animal parecido a un árbol, pero no puede decirse lo mismo del lector y la silla en la que se sienta. “Se podría decir que lo inanimado y lo animado tienen la misma sustancia fundamental, de modo que una silla podría pudrirse y ser asimilada por la hierba, que la yerba fuera consumida por la vaca y la vaca por el hombre. Mediante procesos similares, el hombre podría convertirse en silla, pero esto no es lo que uno se representa cuando oye que “una misma energía gobierna todas las cosas”. Butler concluye que el panteísmo es un gran pantano con un fondo cenagoso y poco claro.

Teísmo

Tras descartar el panteísmo, se analiza el teísmo ortodoxo, que también descarta. Para Butler, ninguna concepción de Dios tiene valor si no incorpora la idea de una Persona (de inefable sabiduría, poder, vastedad y duración). Un Dios impersonal es una contradicción en los términos. Sin embargo, la teología ortodoxa imagina un Dios que es una persona pero que no tiene cuerpo material. Por lo que nos topamos con la misma dificultad que con el panteísmo, ya que una persona sin carne y hueso no es una persona. Se nos exige que creamos en un Dios personal que no es una persona. Se nos pide creer en una persona impersonal, lo que no es sino ateísmo disfrazado. Butler es implacable: se trata de ideas autodestructivas que sólo tiene significado para los ignorantes. Una persona impersonal es una tontería y el Dios inmaterial es otra forma de ateísmo. Se ofrece un Dios que no es un Dios y esto, como en el caso del panteísmo, es una fantasía sin fundamento en la que sólo pueden creer los que han aprendido fórmulas que repiten desde la infancia (como quien sabe de memoria frases de una lengua que no entiende). Generalmente se ha dicho que este Dios ortodoxo es infinito. El silogismo de Butler no es complicado. Un Dios infinito, un Dios sin límites ni limitaciones, es un Dios impersonal. Y la creencia en un Dios impersonal es lo mismo que el ateísmo. Dios, “aunque sea inconcebiblemente vasto comparado con el ser humano, estará limitado y, aunque sea inconcebiblemente sabio, cometerá errores. ¿Dónde está entonces este ser? Debe estar en la tierra, haber existido durante todo el tiempo y tener un cuerpo tangible. ¿Dónde está ese cuerpo y cuál es su misterio?” Butler lo muestra a continuación.

El árbol de la vida

El ateísmo niega la posibilidad de conocer a Dios (dado que no existe). El panteísmo y el teísmo ortodoxo pretenden darnos un Dios, pero no cumplen lo prometido (son ateísmos disfrazados). La teología de Butler es singular y audaz. “Lo que queremos es un Dios personal, cuya presencia sea accesible a nuestra sensibilidad”. Dios no está lejos de cada uno de nosotros. Una sola sustancia, impregnada de lo divino, es padre de todas las formas vivientes. Un cuerpo y un espíritu capaz de modificar, tal y como crea conveniente, todas las formas vivientes. Cuerpo y alma no son dos, sino uno. “No hay organismo vivo que no sea sostenido por el espíritu de Dios. Ni espíritu de Dios aparte del organismo que lo encarna y expresa. Dios y la vida en todas sus formas son como una montaña, que presenta diferentes formas a medida que la rodeamos, pero que resulta ser una sola. Dios es el mundo animal y el mundo vegetal. El mundo animal y el mundo vegetal es Dios. Toda la vida animal y vegetal se unen para formar la Persona de Dios.” Al mismo tiempo, cada célula es, a su vez, una persona, que se diferencia de nosotros en grado, no en especie. Nuestra alma, como seres humanos, es el consenso y la corriente de todas las células tributarias de la personalidad. Si podemos imaginar esto, también podremos imaginar que somos células del gran organismo divino. Que nuestra propia personalidad tributa y forma parte de la gran corriente en evolución que es el Dios vivo.

El muérdago está estrechamente relacionado con el árbol que lo acoge, se nutre de su savia como si fuera uno de sus brotes… ¿Por qué consideramos que no es parte del manzano? Porque ambos tienen diferentes historias biológicas, diferentes recuerdos y diferentes fines, piensan de modo diferente. El muérdago tiene otros fines y, a pesar que se alimenta de la savia del árbol, puede acabar matándolo (como si de un cáncer se tratara). La prueba más segura de la identidad de la persona son sus recuerdos, un itinerario de experiencias. La unidad de los recuerdos es lo que hace que un alma sea un alma y no otra. Butler afirma que todas las formas animales y vegetales son en realidad un solo animal. Nosotros, el muérdago, el manzano y el tigre, somos parte de la misma vasta persona no de un modo metafórico sino literal, como cuando decimos que las uñas o el cabello pertenecen a una misma persona. Esa vasta persona es el Cuerpo de Dios y su evolución constituye el misterio de su encarnación.

Si cada célula es una persona separada y cada brote de un árbol es un árbol en sí mismo, que pertenece a una entidad más amplia como el ciudadano al estado, es posible ver toda la variedad de seres vivos como un solo Ser muy antiguo, de inmensidad inconcebible, animado por un solo espíritu. “El teólogo sueña con un Dios externo al universo, sentado entre nubes de querubines que tocan sus trompetas y lo divierten como si fuera el déspota de un cuento oriental. Pero es posible entronizarlo en las alas de los pájaros, en los pétalos de las flores, en el semblante del amigo o en todo aquello que más nos deleita. Entonces no sólo podremos amarlo, sino que podremos hacerlo con toda la fuerza y la dulzura de un amor real. No como aquellos que abrazan al fantasma de una persona impersonal. Podremos expresar nuestro amor y que nos lo expresen a cambio. No hace falta erigir templos de piedra, basta con la caricia otorgada a caballos y perros, con los besos dados a las personas que amamos”. El cuerpo de Dios no es como el de un hombre, como tampoco el cuerpo de la célula es un hombre en miniatura. Pero ese cuerpo, en la tesis de Butler, es una Persona, y esa persona puede conocerse (en cierta medida). Por eso Dios no se convierte en hombre más que en otras formas vivientes. Como tampoco nosotros podemos ser nuestros ojos más que nuestras manos. No podemos admitir que una forma viviente se parezca más a Dios que otra. Butler combina la idea de la evolución, llevada hasta sus últimas consecuencias, con ciertas ideas desarrolladas en la antigüedad. Tiene algo de presocrático y de fenomenólogo. La presencia de las cosas se convierte en la contemplación de Dios. Su Dios no es como el de los teólogos, no es omnisciente ni omnipotente, aunque su poder creativo es inmenso e incalculable. El Dios de Butler se parece al de Leibniz, hace lo que puede, aunque puede mucho. Hace el mejor de los mundos posibles. Un mundo donde hay libertad y alegría, pero también el violencia y oscuridad. Se priva a Dios de su infinitud, pero sus límites siguen siendo inabarcables. Y, lo más decisivo: la presencia de dios hace posible que se crea en él, no sólo de palabra, sino mediante el corazón y la sensibilidad.

Respecto a la vida eterna, tan rentable para las religiones ortodoxas, la postura de Butler es más oriental. Morir es entrar en una nueva fase de la vida

Respecto a la vida eterna, tan rentable para las religiones ortodoxas, la postura de Butler es más oriental. Morir es entrar en una nueva fase de la vida. La muerte priva de la memoria del pasado, pero todo lo aprendido quedará inscrito de manera inconsciente en el “nuevo” ser. La identidad es transitiva y no se conserva. Viajar, ser otro, cambiar de casa, todas esas experiencias tienen que ver con atravesar el umbral de la muerte. Las células nacen y mueren dentro de nosotros, así lo hacemos nosotros dentro del animal cósmico. Así como las células mueren tras haber contribuido, positiva o negativamente, a la salud de nuestro cuerpo, así nosotros contribuimos positiva o negativamente al destino de Dios. Butler cita el Salmo 134: “¿A dónde iré? Si subo al cielo, tú estás allí. Si bajo al infierno, tú también estás allí… Porque mis riñones son tuyos, me cubriste en el vientre de mi madre, mis huesos no se esconden de ti…”. No hay una palabra en todo el salmo que no respalde. “El gobierno de Dios sobre el mundo se ejerce a través de nosotros, que somos sus ministros.”

El dios desconocido

Lo dicho hasta ahora atañe al dios que podemos conocer, que es como el Dios de Spinoza, la Naturaleza (si asumimos la rectificación que hizo más tarde Butler sobre la materia inerte). Todo en el universo siente y desea, y todo ese conjunto de percepciones y afanes constituye una enorme “persona”, que tiene un inmenso cuerpo (vasto e inabarcable) y un solo espíritu. Ese es el Dios conocido. En este sentido, todos los seres vivos son miembros del Dios de este mundo, pero no sus hijos.

Butler reconoce tres fases concéntricas de la vida y sospecha de una cuarta. La esfera más íntima es la de nuestras células. Estas “personas” viven en su mundo propio, sin saber nada de nosotros. Por nuestra parte, las hemos conocido recientemente gracias al microscopio. Viven en nosotros y conforman la “personalidad” que imaginamos formar. Esa es la segunda fase de la vida, la personalidad, sobre la cual podemos ejercer cierta influencia. La tercera fase es el Dios de este mundo. El conjunto de todos los seres vivos (panzoísmo) de la tierra. Una “personalidad” creada por las personalidades subsidiarias que somos todos nosotros. En Butler, los dioses son locales. Pero, podría haber una cuarta fase, formada por todos los “dioses conocidos” de otros mundos, de otros planetas y estrellas. Ese sería el Dios desconocido de Butler. No podemos ir más allá de la tercera fase y siempre conoceremos de modo incompleto al Dios de nuestro mundo, pero podemos inferir la existencia de otros dioses de otros mundos.

Vida y hábito

Butler dejó sus ideas sobre la evolución en un libro titulado Vida y hábito. La tesis fundamental es que vida significa memoria. Somos historias, relatos, leyendas. La vida es narrativa. Todos los seres vivos pertenecen al mismo elemento, pero recuerdan cosas diferentes. Todos provienen de la “célula primordial”, pero con itinerarios diferentes. Que la muerte es el olvido es un tópico. Que la vida es memoria ya no es tan obvio. La vida es esa propiedad de la materia por la cual puede recordar. La materia que no puede recordar está muerta. “El pequeño óvulo fecundado, carente de estructura, del que hemos surgido cada uno de nosotros, puede rememorar potencialmente todo lo que le ha sucedido a cada uno de sus ancestros”. Cada paso del desarrollo normal del óvulo lo lleva al siguiente, como si recitara un poema memorizado. Y del mismo modo que se necesitan dos personas para contar algo, también hacen falta dos para recordar: la criatura que recuerda y el entorno en el que vive.

Sin fe no hay vida. “La vida es fe fundada en experiencia, experiencia que a su vez está fundada en la fe”. Plantas y animales difieren entre sí porque recuerdan cosas diferentes. La vida es, además, alógica. “La lógica y la consistencia son lujos reservados a los dioses y a los seres inferiores”. Entre ambos se mueve la vida, que es recuerdo e inteligencia, experiencia y fe. Cada vez que una criatura atraviesa por un proceso complicado (ya sea un pájaro construyendo un nido, un huevo convirtiéndose en pollo, o un óvulo en bebé) podemos concluir que ha hecho eso mismo en un gran número de ocasiones. Todas esas destrezas se deben a la memoria; una memoria, paradójicamente, inconsciente. Una memoria acumulada y hasta tal punto incorporada a la vida de la criatura que se vuelve automática. El gran principio que subyace a la variación es (aquí Lamarck) la necesidad. “Las diferencias específicas y genéricas se deben a la inteligencia y memoria de la criatura, antes que a lo que Mr. Darwin llama selección natural”.

La conciencia de conocer algo se desvanece cuando el conocimiento deviene perfecto. Ejemplos evidentes: el pianista o el lector avezado. Cuando sabemos tocar el piano o leer bien, lo hacemos inconscientemente

La conciencia de conocer algo se desvanece cuando el conocimiento deviene perfecto. Ejemplos evidentes: el pianista o el lector avezado. Cuando sabemos tocar el piano o leer bien, lo hacemos inconscientemente, del mismo modo que somos inconscientes de la circulación de la sangre o el crecimiento del pelo. En ese punto coinciden la memoria perfecta y el olvido total. Somos inconscientes de conocer, de ejercer voluntad o de recordar. “Conocimiento consciente y volición corresponden a la atención; la atención corresponde a la novedad, la novedad a la duda, la duda a la incertidumbre, la incertidumbre a la ignorancia”. El conocimiento consciente implica novedad y duda. Por otro lado, el conocimiento inconsciente y la volición inconsciente se adquieren mediante la experiencia, la familiaridad o el hábito (de tanto tocar me olvido de cómo lo hago).

Conocemos mejor lo que menos conscientes somos de conocer. Luego “conocimiento” y “conciencia” deberían ser cosas diferentes. La ironía de la vida es que más conocemos y somos lo que menos pensamos conocer y ser. “No hay nada tan armónico con la vida como la lisa y llana contradicción en los términos”. Cada vástago debe asemejarse a sus padres y, al mismo tiempo, diferir de ellos.

“La continuidad de la vida y la identidad entre todos los seres vivos y sus descendientes, sean plantas o animales, es mucho más estrecha de lo que creemos. La experiencia acumulada durante siglos por los seres del pasado vive en cada uno de nosotros. Hablar de “nuestra propia vida” es engañoso. El bebé hace todo lo que hace (succiona, digiere, oxigena su sangre) sin saber cómo lo hace. La inconsciencia de ese conocimiento es la prueba de su perfección. Lo mismo puede decirse del corazón o el diafragma. Es la prueba, como en el virtuoso del piano, del gran número de ocasiones en las que se ha ejercitado.

La conciencia y la voluntad tienden a desvanecerse en el hábito consumado. “El nacimiento no es más que el comienzo de la duda, el primer anhelo de escepticismo, el sueño de un amanecer de inquietudes, el fin de la certeza y de las convicciones asentadas.” Hasta entonces, el feto sostiene las mismas opiniones que sus padres. La vida no es un arte para él, sino una ciencia en la que es maestro consumado. El pálpito del corazón, el fuelle de la respiración son certezas. Cuando dejen de serlo y se hagan conscientes, entonces enfermamos. Todas estas evidencias “permiten suponer que entre las sucesivas generaciones hay una continuidad de identidad, vida y memoria, más cercana de lo que generalmente imaginamos.”

El embrión de un pollo tiene el mismo poder de razonamiento e inventiva que nuestras realizaciones más inteligentes de la vida adulta. Pues sabemos que uno de los rasgos más prominentes de la actividad intelectual es que después de un número de repeticiones, deja de ser percibida. La acción del embrión, que se abre camino desde una simple célula hasta conformar un bebé, desarrollando por sí mismo los ojos, las manos, las orejas y los pies, tiene la misma naturaleza que el trabajo de un Händel con sus composiciones. ¡Qué vasto es todo este conocimiento de fondo! Todas las criaturas que muestran inteligencia han atravesado cada una las etapas embrionarias un infinito número de veces, de otro modo no hubieran podido desplegar los intrincados procesos de su autodesarrollo.

La identidad personal

Esta sección fue sin duda leída por Borges cuando escribió “la nadería de la personalidad”, un divertido texto de tono muy budista. Consideramos nuestra personalidad como algo definido, como una totalidad llana y palpable, pero esa personalidad no es más que un agregado nebuloso e indefinible de muchos componentes que pugnan entre sí. La personalidad carece de existencia lógica, viene de la aquiescencia del pasado y el futuro. Nuestro cuerpo es parte de nuestra personalidad, pero, ¿cuáles son los límites de éste? La comida y la bebida no forman parte de nuestra personalidad antes de que comamos o bebamos. De la ropa, el dinero o las creencias puede decirse lo mismo. Un cambio en la manera de vestir o en el patrimonio, altera nuestra personalidad. Es imposible dilucidar dónde empieza y dónde acaba la personalidad. El lenguaje nos engaña a todos y nos hace ver personalidades por doquier. Si admitimos la identidad personal entre el óvulo y el octogenario, no hay razón para no admitirla entre el óvulo y los dos factores de los que está compuesto (padre y madre). Si lo hacemos, podremos remontar este proceso hasta la célula primordial. Habremos entonces de reconocer una única gran personalidad de la vida.

Una persona puede devenir muchas personas (personalidades subordinadas) y muchas personas devenir una sola. Cada criatura tiene un número infinito de centros de sensación y voluntad, cada uno de los cuales es personal, tiene su memoria propia, su inteligencia y su sistema reproductivo. Cada uno de ellos se siente centro del universo. Lo que llamamos alma no es sino el consenso de múltiples personalidades. Las almas atribuladas son aquellas incapaces de llegar al consenso. Y hay más aún. Quizá nosotros mismos no seamos más que átomos que formamos parte de un ser más vasto. Y, como nuestras células, somos incapaces de ver que existe ese ser.

La llamada “identidad personal” no es tan personal como a primera vista parece. “Una polilla deviene múltiple en sus huevos y cada individuo puede ser múltiple en el sentido de estar compuesto por un vasto número de individualidades subordinadas que llevan vidas separadas dentro de él, con sus esperanzas, miedos e intrigas, naciendo y muriendo dentro de nosotros, durante nuestro tiempo de vida unitario, muchas generaciones de ellas”. Es posible dar en dirección ascendente el mismo paso que se da en dirección descendente (del cuerpo humano a la célula). El cuerpo humano sería una célula de un organismo superior, de una vasta criatura llamada Vida, tan poderosa y tan cargada de memoria como para existir sin autoconciencia alguna.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Más información

Archivado En