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El arte de la entrevista

La revista ‘The Paris Review’ convirtió la conversación en un género literario. De William Faulkner a Javier Marías, pasando por Nadine Gordimer o Margaret Atwood, un libro recoge ahora 100 de esos míticos encuentros con escritores

Norman Mailer (con un libro), en Nueva York en 1960. El primero a su izquierda es Harold L. Humes, cofundador de 'The Paris Review'..Fred W. McDarrah (Getty Images)

Era junio de 1952 cuando un dúo de jóvenes entrevistadores visitó el elegante despacho del ya entonces consagrado escritor británico E. M. Forster en el King’s College de Cambridge. Dejaron constancia de los muebles de estilo eduardiano, de los cuadros de las paredes y del tono “solícito pero firme” del autor de Pasaje a la India, y entablaron una extensa charla en la que, a partir de las preguntas sobre aspectos técnicos de su escritura, siguieron por distintos derroteros. El propio Forster había frenado el año anteri...

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Era junio de 1952 cuando un dúo de jóvenes entrevistadores visitó el elegante despacho del ya entonces consagrado escritor británico E. M. Forster en el King’s College de Cambridge. Dejaron constancia de los muebles de estilo eduardiano, de los cuadros de las paredes y del tono “solícito pero firme” del autor de Pasaje a la India, y entablaron una extensa charla en la que, a partir de las preguntas sobre aspectos técnicos de su escritura, siguieron por distintos derroteros. El propio Forster había frenado el año anterior en seco la lectura pública de una de sus obras inconclusas, alegando que le resultaba más interesante exponer los problemas que ese texto le planteaba y por qué no lograba resolverlos. La idea de preguntarle directamente y reproducir todo aquello por escrito era, en aquel momento, algo bastante excéntrico y, para qué negarlo, lo sería también hoy.

Lo cierto es que aquella conversación fue la primera entrevista para el primer número de 1953 de una revista literaria, de improbable futuro, que había montado un grupo de veinteañeros estadounidenses, licenciados en Harvard y Yale, dispuestos a probar la bohemia y diversión del París de posguerra. No eran la generación perdida, pero llegaron dispuestos a calzarse un rato los zapatos de aquellos americanos que habían hecho de París una fiesta. El ambiente de la Guerra Fría calaba en una cultura literaria de los cincuenta dominada por publicaciones como Partisan Review o Poetry, con un pesado cuerpo crítico y mucha política. “No te consideraban sérieux si no estabas políticamente engagé”, relataba con sorna años después uno de los fundadores, John Train.

Pero este grupo, al que Irwin Shaw se refería como the tall young men (los jóvenes altos), se resistía a semejante losa y declaraba en aquel número en 1953 que su publicación se proponía relegar la crítica. “Creo que The Paris Review debe dar la bienvenida en sus páginas a esta gente: buenos escritores y buenos poetas, aquellos que no siguen la corriente y no empuñan el hacha. Siempre y cuando sean buenos”, escribió William Styron en la declaración de intenciones que inauguró la revista. Instalados en la Rive Gauche y ayudados por la revista conservadora francesa La Table Ronde, pronto encontraron a un publisher solvente —el príncipe Sadruddin Aga Khan— y comenzaron a circular ayudantes, como la mismísima Jane Fonda.

Un águila con sus garras enganchadas a una pluma y tocada con un gorrito frigio como el de los revolucionarios franceses fue el emblema de aquella publicación que en su quinto número sacó un relato inédito de Samuel ­Beckett, y en el 20º publicó el primer cuento jamás impreso de un desconocido Philip Roth. “Tenían talento, dinero y gusto. Evitaban usar esas palabrejas de revista como Zeitgeist, y no publicaban irascibles críticas de Melville o de Kafka”, escribió Gay Talese en un artículo que dedicó a los fundadores de The Paris Review en los sesenta. Pero más allá del innegable buen ojo que el mítico director George Plimpton, el editor de ficción Peter Matthiessen, el de poesía Donald Hall y el de arte William Pène du Bois demostraron tener para publicar desde el comienzo textos de brillantes autores y descubrir nuevas voces, no resulta exagerado afirmar que su mayor contribución a la historia de la literatura (y del periodismo) pasa por haber elevado a un estatus casi legendario el género de la entrevista. Las de The Paris Review parecen haber ayudado a formar a más de un autor, o al menos les han dado aliento en sus horas bajas al leer, por ejemplo, que hasta el premio Nobel Heinrich Böll procrastinaba: “Ordeno el escritorio y lo vuelvo a ordenar, doy un paseo, organizo mi biblioteca, me tomo un té o un café con mi mujer, fumo como un carretero, me distraigo con cualquier cosa —una visita, una llamada, la radio— y, al final, en el último momento, me veo forzado a empezar, como quien llega tarde a la estación y se sube de un salto a un tren en marcha”. Estas charlas dicen: un escritor es esto. Y la leyenda de estas entrevistas las ha llevado también a ser inventadas en la ficción de David Foster Wallace y Miguel Siyuco, entre otros.

Homenaje THE PARIS REVIEW, Babelia sábado 28/11/20. Ilustración: FERNANDO DEL HAMBREb

Hubo una razón práctica y otra más idealista en la decisión de publicar extensas charlas con escritores famosos. La entrevista era la única forma de contar de forma gratuita con nombres de prestigio en una revista recién nacida. Pero, además, como explicó Plimpton a su madre en una carta, ese intercambio pregunta-respuesta fue concebido como una especie de “texto ensayístico con forma de diálogo sobre la técnica”. De ahí el título general de estas conversaciones: El arte de la ficción. Siguió El arte de la poesía en 1959 con T. S. Eliot, El arte del teatro, de la biografía, de la traducción, de la edición o del guion. El espectro se ha ido ampliando.

Tan solo cinco años después de haber nacido la cabecera se publicó la primera antología de esas entrevistas. Había tantas que las de Graham Greene o Isak Dinesen quedaron fuera de aquel volumen, al que han sucedido muchos otros, convirtiéndose estos títulos en una fuente de financiación, prestigio y publicidad para la revista, y marcando el canon. Desde los años ochenta ha habido algunas ediciones en España, pero nunca hasta ahora una tan amplia como la que Acantilado presenta, con 100 charlas en dos volúmenes, que abarcan desde la primera entrevista con E. M. Forster de 1953 hasta la de Roberto Calasso en 2014. La selección ha corrido a cargo de la editora Sandra Ollo y el proyecto se ha gestado a lo largo de ocho años.

Como los buenos clásicos, estas largas conversaciones no suenan caducas ni están estancadas en el tiempo. Graham Greene, sin rodeos, expone: “Escribo como escribo porque soy como soy”, y “pasar demasiado tiempo en compañía de otros escritores es prácticamente una forma de onanismo”. Ralph Ellison, el primer afroamericano entrevistado, en 1953, parece hablar hoy mismo cuando dice: “No establezco una dicotomía entre arte y protesta”. La poeta Elizabeth Bishop mantiene que “nada da tanta vergüenza como ser poeta, en serio”, y Heming­way arranca su ya mítica charla con Plimpton en una cafetería en Madrid en 1954 diciendo que en un programa de carreras de caballos “tiene usted el verdadero arte de la ficción”. Y, adelantándose varias décadas a esta era de distracción masiva, afirma el autor de Fiesta: “Lo que es letal para el trabajo es el teléfono y las visitas”. Primo Levi, Kundera, Nadine Gordimer, Céline, Nabokov… La lista es inmensa y muestra una apuesta internacional más intensa que la que ha mantenido el panorama editorial estadounidense.

Presentación del número ‘Women at Work’ de 'The Paris Review' (2018).Clint Spaulding (Cortesía de 'The Paris Review')

Las entrevistas de The Paris Review siempre se plantearon como un proceso colaborativo. En ellas no se busca el enfrentamiento. Más que un cara a cara es un codo con codo. Se trata de facilitar que el escritor se muestre y explique quién es y cómo hace lo que hace. “En buena medida son autorretratos”, escribía Philip Gourevitch, que sucedió al frente de la revista en 2005 al histórico Plimpton tras su muerte.

Aquellos veinteañeros estadounidenses en el París de los cincuenta inventaron un modelo de entrevista y, como ha escrito Margaret Atwood, eso produjo “un ansia como el del coleccionista de mariposas: todos los escritores destacados debían ser llevados a su red”. Al principio, cuando escaseaban las grabadoras, los entrevistadores iban de dos en dos, y todavía hoy hay algunos encuentros en los que participan varios interlocutores. Suele haber varias citas que duran un mínimo de tres horas cada vez, y en ocasiones se espacian con meses de por medio o incluso de año en año. Se transcriben las grabaciones y a partir de ese bruto se construye un borrador (se pasa, por ejemplo, de 40.000 palabras a 8.000) que el escritor revisa, reescribe y corrige cuanto quiere. Empieza así un proceso de ida y vuelta que se puede prolongar mucho tiempo. Siempre hay varias entrevistas en marcha. La de Terry Southern —escritor satírico, miembro de la panda de americanos en París y que trabajó en Easy Rider— empezó en los sesenta y se publicó finalmente cuando ya había muerto, casi 40 años después. Emily Nemens, la actual directora, responde, por correo electrónico, que este formato permite que los escritores enfaticen su mensaje: “Esa colaboración genera una magia que no tiene una semblanza”.

Plimpton lo explicó así: “Las mejores entrevistas no solo divulgan algo sobre la personalidad del escritor, sino que contienen una o dos sorpresas, y puede que hasta una trama”. Son un particular subgénero. “No hubo nunca un interés especial por preservar la espontaneidad, las entrevistas siempre fueron pensadas para ser leídas como un artefacto literario”, explica Lorin Stein, director de la publicación hasta 2017. “El secreto está en que, al pasar el control al sujeto, este siempre acaba revelándose”.

No hay una lista de temas que deban ser tratados, pero siempre se aborda cómo el autor escribe sus libros y se trata de hacer un recorrido por su carrera; nunca hay una percha de actualidad. Se busca, eso sí, que haya una química entre entrevistador y entrevistado, por eso se trata de encontrar no solo el momento oportuno, sino a la persona. El dúo acólito-héroe se repite con frecuencia, señala Stein, y menciona la entrevista a Robert Lo­well que le hizo un joven Frederick Seidel, gran admirador de su obra. Tras todo un día juntos resultó que la grabadora no había funcionado. Seidel escribió todo lo que recordaba y entregó esa transcripción a Lowell, a quien le pareció bien y siguieron adelante. Más complicado fue el caso de Patrick O’Brian, cuyo secreto fue descubierto varios años después de la entrevista con The Paris Review. Su nombre verdadero era Richard Patrick Russ y había trabajado como espía antes de acabar en Francia con su segunda esposa.

Los misterios que rodean estas conversaciones con escritores son muchos. En la que inauguró la tradición, E. M. Forster explicó cómo se transforma una persona real en un personaje de ficción: “Un truco útil es contemplar a esa persona con los ojos entornados, centrándome exclusivamente en algunos de sus rasgos”. Puede que ahí también resida la magia de la entrevista.

Andrea Aguilar, redactora de EL PAÍS, entrevistó a Lydia Davis para el número 212 de ‘The Paris Review’ (primavera de 2015).

‘The Paris Review’. Entrevistas (1953-2012)

Traducción de María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín. Acantilado, 2020. 2.832 páginas. Se publica el 2 de diciembre. 85 euros.

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