Ir al contenido
En colaboración conCAF

El encarecimiento de los alimentos frustra a las familias en Puerto Rico: “Me limito a lo mínimo”

La inseguridad alimentaria golpea con mayor fuerza a quienes ya vivían con recursos limitados y enfrenta a la isla a sus debilidades estructurales

EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.

Cada visita al supermercado se ha vuelto frustrante para Maritza Ortega. Reducir sus compras dejó de ser una elección. Al llenar su carrito, termina sacando productos mientras revisa precios para poder llevar lo indispensable. Esa práctica se volvió rutina. “Cuando voy al supermercado me limito a lo mínimo. Es frustrante caminar por los pasillos, ver lo que necesito y tener que sacar cosas del carrito”, dice. “A veces pienso: esto no lo puedo pagar ahora”.

Ortega, de 53 años, ajusta su presupuesto desde la pandemia. Con un reciente diagnóstico de cáncer, necesita seguir una dieta específica que incluye meriendas y frutas que no siempre puede costear. Ha tenido que elegir alimentos más baratos y de menor calidad.

Lo que vive Maritza, se repite en muchos hogares de Puerto Rico: familias que dejan de comprar ciertos alimentos o dependen de productos de baja calidad. Desde 2020, el costo de vida ha aumentado de forma sostenida. Solo en junio, los alimentos subieron un 3,4% respecto al año anterior. Esto se traduce en precariedad para quienes ya vivían con pocos recursos. Un estudio reciente de la organización feminista de base comunitaria Taller Salud advierte que más de la mitad de los adultos en la isla solo consume dos comidas al día.

La influencia de las políticas históricas y el contexto colonial en la estructura alimentaria de Puerto Rico ha favorecido las importaciones, que hoy cubren cerca del 85% del consumo local. Esta dependencia representa una vulnerabilidad significativa, dejando a la isla expuesta a interrupciones en la cadena de suministros y al cambio climático.

El origen de las importaciones, la inflación y los desastres naturales motivaron a Taller Salud a realizar el estudio Alimentación y Dignidad: Análisis Comunitario de la Inseguridad Alimentaria en Puerto Rico, partiendo de las experiencias concretas del hambre. No solo por desastres grandes como el huracán María, sino también por lluvias, apagones o vaguadas que afectan la cotidianidad.

“Todo afecta de manera desproporcionada a la niñez, jóvenes y a personas mayores”, señala Tania Rosario, directora ejecutiva de la organización. “Antes, no había conciencia política del hambre como tema de salud pública; surgió después del huracán María y del periodo de austeridad que vivimos”.

La organización, con más de cuatro décadas de experiencia, recogió datos mediante encuestas en Loíza y sesiones de escucha en San Germán y Salinas, en el oeste y el sur, respectivamente. Aunque los resultados no son representativos de todo Puerto Rico, alertan sobre un perfil especialmente vulnerable: mujeres mayores afrodescendientes y jefas de familia.

Durante la investigación, algo quedó claro: faltaba lenguaje para hablar del hambre. “La mayoría lo asocia con desnutrición extrema y no lo reconoce en su vida cotidiana”, dice Rosario. “Existe un tabú, un sentimiento de vergüenza”. Según el economista José Caraballo-Cueto, el estudio de Taller Salud señala un punto clave: la autosuficiencia agrícola puede ayudar a la isla en momentos de crisis global.

Tras la pandemia, surgió una economía de “cuello de botella”, marcada por retrasos en la producción mundial. “A eso se sumó la guerra en Ucrania, un gran exportador de materias primas agrícolas”, explica. “Todo esto redujo la oferta global y disparó los precios”.

Esa alza ha sido dura para José Cátala, de 53 años y residente en Bayamón. “Cuando subieron los huevos dejé de comprarlos”, recuerda. “Antes, compraba dos paquetes de carne; ahora solo uno. También, le he bajado a los jugos y postres para poder darle prioridad a lo esencial”.

En emergencias, ha recurrido a Klarna, un servicio de financiamiento en línea, para comprar alimentos y pagarlos luego a plazos. Su experiencia coincide con un análisis de NielsenIQ que reveló que los precios del consumidor subieron a un 1,9% obligando a las familias puertorriqueñas a cambiar sus hábitos de consumo debido a la inflación y los aranceles de importación.

Pero, según la abogada laboral Rosa Seguí, la realidad urbana no se compara a la rural. “Muchas personas se desplazan desde sus pueblos al área metropolitana para trabajar, enfrentando la falta de transporte público y planificación”, advierte. “No se puede hablar de inseguridad alimentaria sin hablar de inequidad económica e inestabilidad energética. La gente sobrevive comprando lo que puede, muchas veces de menor calidad”.

Trabajo colectivo como respuesta al hambre

Ante la necesidad, surgen iniciativas desde y para el territorio. Una de ellas es Super Solidario, un supermercado comunitario que abre una vez al mes en Caguas, un pueblo al centroeste de la isla. El proyecto, liderado por el activista Giovanni Roberto, se enfoca en la producción y distribución local. “Suplementamos alimentos. Conseguimos comestibles en supermercados y de personas de la comunidad que los donan ‘para regalar’ a quienes más lo necesiten”, explica.

Un reto del proyecto, además de la inflación, es no poder procesar pagos con la tarjeta del Programa de Asistencia Nutricional (PAN), lo que consideran un obstáculo que esperan resolver. “Es un modelo sencillo, pero requiere muchas manos e inversión humana”, añade.

También han surgido plataformas como AgroRecursos, que conecta a agricultores locales con compradores y suplidores de alimentos de manera directa y justa. Su analista de seguridad alimentaria, Crystal Díaz, explica que la falta de coordinación entre productores y consumidores genera desperdicio y pérdida de oportunidades. “AgroRecursos permite cerrar acuerdos sin intermediarios. Es un espacio colaborativo donde se comparte información sobre disponibilidad, precios y necesidades del mercado”, dice.

Ambos proyectos coinciden en un punto: la falta de coordinación y apoyo del Gobierno. El estudio de Taller Salud recomienda actualizar los datos oficiales sobre el hambre —los últimos son del 2013— y controlar los precios de la canasta básica. “Es irresponsable legislar con datos tan obsoletos”, advierte Rosario.

En Super Solidario, las encuestas comunitarias revelan que la gente busca calidad en sus productos, y el proyecto trabaja por mantener precios asequibles. Para el próximo año, planifican publicar un libro que documente su modelo para replicarlo en otros pueblos.

En AgroRecursos, el objetivo es fortalecer la cadena local de valor, un aspecto crítico ante la inflación global y la dependencia de importaciones. “Tenemos agricultores capaces, terrenos fértiles y consumidores interesados. Lo que falta es coordinación, infraestructura y voluntad de invertir”, enfatiza Díaz.

Mientras tanto, Maritza sigue ajustando su compra a los apagones que dañan la comida. “Compré un freezer pequeño y gas para cocinar. Era eso o seguir botando comida cada vez que se iba la luz”, dice. “Aquí no se trata de vivir cómodamente, sino de ajustar cada gasto para que alcance”.

Más información

Archivado En