El vuelo de Luna y Roque, las águilas arpías que volvieron a los bosques de Bolivia
Una iniciativa público-privada logra la reintroducción de dos ejemplares del gran superdepredador aéreo del Amazonas a la naturaleza boliviana. Envuelto en luces y sombras, el proyecto se convierte en una semilla para el cuidado de la especie en el país sudamericano
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Lo último que supieron los cuidadores de Luna y Roque es que aquellos ejemplares de águila arpía exploraban los vastos bosques del oriente de Bolivia volando en círculos. Terminaba 2023, y el equipo de rehabilitación perdió la señal de los rastreadores que portaban las aves. “Están donde tienen que estar...”: Gabriela Tavera no termina la frase; se limita a hacer un gesto de satisfacción. Es la bióloga conservacionista encargada de las últimas fases de ese proyecto que devolvió a los bosques bolivianos los dos ejemplares de arpía rescatados en una zona de tala en la región de Santa Cruz en 2018. Esa especie, el águila más grande del mundo, ha encontrado en la deforestación una gran amenaza desde hace varios años.
Una doble cresta en la cabeza, garras afiladas y un tamaño de hasta un metro de alto pintan las características del águila arpía, una de esas aves de gran valor ecológico de América. El superdepredador aéreo de la Amazonia sobrevuela un extenso territorio del continente, que va desde el sur de México hasta Argentina. Pero no todo es sencillo para la especie. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza la catalogó en 2021 como “vulnerable”. El registro de aquel año apuntaba que había entre 100.000 y 250.000 ejemplares, aunque países como Bolivia no cuentan con un censo. Solo el Amazonas, uno de sus hábitats, cuenta con 7,7 millones de kilómetros cuadrados.
La historia de rehabilitación de Luna y Roque comienza en 2018, cinco años antes de su regreso a los territorios silvestres bolivianos. Tavera vio en las noticias la aparición de un nido de águila arpía (el de Luna) en la provincia Guarayos, en Santa Cruz; y un mes después, como si la noticia estuviese repetida, apareció el otro. “Los dos polluelos eran muy pequeños. Y pensé, como bióloga: ‘No van a vivir”, cuenta por videollamada. Aquellos nidos fueron encontrados en áreas hechas para el aprovechamiento forestal donde, afirma la Tavera, también hay normas. “Un árbol que tiene un nido es un árbol con valor ecológico y jamás debieron haberlo cortarlo”, expone. Tras el hallazgo, se hizo el silencio hermético. No hubo más información en los medios acerca de lo ocurrido con aquellos pollitos.
Una revuelta social por el resultado de las elecciones en 2019 ―que resultó en la caída del entonces presidente, Evo Morales― provocó el cambio a un Gobierno interino en el Ejecutivo nacional y a nivel departamental. Tavera recibió entonces una propuesta para participar en el área de Biodiversidad de la Gobernación de Santa Cruz. Al principio se mostró reacia, pero terminó por aceptar el cargo. Duró solo dos meses por su descontento. En ese tiempo, revisó diferentes documentos y descubrió que aquellos ejemplares seguían vivos. “No solo eso, sino que los colegas que habían manejado el caso dentro de la Gobernación lo habían hecho maravillosamente bien”, dice. Ya no eran polluelos rescatados en una zona de tala, sino top predators (superdepredadores) que preparaban su regreso en el bioparque Curucusí, un centro privado en Buena Vista, a unos 80 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra.
Aunque los pasos para la rehabilitación de los ejemplares estaban previstos, el proyecto se estancó cuando su dieta debían pasar de animales domésticos ―pollos, patos, conejos―, a las presas vivas que despertasen el instinto depredador. “Ahí era donde nadie quería meter las manos […] La gente aquí es muy susceptible con el tema animal”, asegura Tavera. Y eso también despertó su enfado: “Ahí fue donde yo me enojé y me lo tomé como una cruzada personal”.
Un nido sobre la entrada
Aquel programa estaba en espera. Las águilas tenían un diagnóstico; y las pruebas de evaluación las proponían como candidatos para volver a la vida silvestre. Aves de alto valor ecológico, superdepredadoras y vulnerables, según diferentes organismos. “Para mí, un animal en cautiverio te está diciendo que algo está mal con el ecosistema. Ese animal no nació para estar ahí. Ahí donde viven las aves, en su hábitat, algo no está bien […] Un animal en cautiverio es un embajador de su territorio”, sentencia la bióloga.
“Un animal en cautiverio es embajador de su territorio”Gabriela Tavera, bióloga conservacionista
La colaboración de diferentes actores dio sus frutos. A la Gobernación, el Museo de Historia Natural y a la quinta Curcusí se unieron la fundación de conservación Yindah ―fundamental para lograr fondos― y el asesoramiento del veterinario Alexander Blanco, director del Programa Nacional del Águila Arpía en Venezuela. Tavera fue la encargada de liderarlo entonces, aunque es algo que aún le sorprende: “¡Yo ni siquiera soy ornitóloga!”, resalta. Pero entre todos, lograron los permisos para entregar las presas vivas. El águila arpía, en su hábitat, se alimenta de carne caliente, y su principal presa son los mamíferos que viven en las copas de los árboles, como los osos perezosos o los monos capuchinos.
Como un reclamo silencioso, Luna comenzó a construir un nido en la puerta del bioparque en septiembre de 2023. “Fue impresionante. Ella solita estaba prácticamente diciéndolo [que estaban preparadas para regresar a la vida silvestre]”, recuerda con asombro la bióloga. Ambos ejemplares pasaron los análisis clínicos, habían desarrollado su musculatura y ya tenían el instinto de un superdepredador. Estaban listas para volver.
El equipo eligió la Cima San Martín, un área de bosque en Santa Cruz, como ubicación perfecta para la liberación. Lo último que Tavera y su equipo supieron de Luna y Roque fue aquel recorrido en círculos sobre los bosques bolivianos. “Los movimientos que nos dieron los dispositivos durante ese mes y medio nos garantizan de que ellas estuvieron comiendo”, explica.
El caso de Luna y Roque fue el comienzo de un proyecto que ha continuado con la monitorización de la especie en la zona de Santa Cruz. Una cámara vigila ahora el nido de uno de estos vagos, como Tavera conoce amigablemente a los pichones, que pasan en el nido dos o tres años.