La Costa Verde de Lima, ¿una trampa mortal?
Un circuito de playas, creado artificialmente en una zona de acantilados, se ha convertido en un sitio de alto riesgo en caso de un sismo y un tsunami. Pero ni las autoridades ni la población se toman muy en serio las advertencias
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Bajo un cartel de fondo blanco con íconos azules que simulan una ola y una persona huyendo, y que dice ‘Escalera escape’, Dolores Quispe, una vendedora de galletas, bebidas y otros productos, relata cómo vivió el terremoto del 15 de agosto del 2007, que destruyó Pisco, una ciudad del sur peruano. “Cayó polvo del cerro y me fui para el otro lado”.
En el otro lado de esa costa de la capital de Perú están la caleta llamada ‘Pescadores’, el Club Regatas Lima y el mar. Allí, en el distrito de Chorrillos, comienza la ‘Costa Verde’, un circuito de 27 kilómetros de playas que termina en La Punta, balneario de la Provincia Constitucional del Callao. Una hermosa vía artificial, pero que concentra uno de los mayores riesgos que rondan a esta capital.
Se creó en los años 60 “para que Lima mire más al mar”, con el desmonte que quedó de la Vía Expresa de Lima, una pista rápida que hoy ya es insuficiente para el demoníaco tráfico limeño. Se puso un pavimento, una pista, espigones. Pero no se reparó en el enorme riesgo que se estaba gestando: los acantilados son una gran amenaza, según advierten hoy diversos expertos en prevención de desastres consultados por América Futura.
Esas pendientes ahora son una mole de tierra que está junto a una doble vía por donde pasan miles de carros a diario. Hay atolladeros, accidentes, e incluso deslizamientos que han dejado víctimas. El 21 de junio de 1995, el periodista Frederic Chappaz de la Agencia France Presse murió cuando una roca cayó sobre su auto al producirse un sismo de apenas 4,9 grados de magnitud.
Si se produjera el sismo de 8,5 grados que el Instituto Geofísico del Perú (IGP) pronostica para Lima y Callao, el caos sería terrible. “No se sabe cuándo ocurrirá”, afirma Hernando Tavera, presidente ejecutivo de ese instituto. “Puede ser mañana, pasado, la próxima semana, o en 10 años. Pero se dará de todas maneras porque hay una inmensa acumulación de energía frente a estas costas”.
El último gran terremoto que sufrió Lima ocurrió en 1746. De las 60.000 personas que entonces vivían en la capital, murieron unas 6.000. Minutos después, un tsunami entró con fuerza a El Callao, donde algunos relatos afirman que solo sobrevivieron 200 de los 4.500 habitantes. Se estima que el sismo fue de unos 8,8 grados, casi similar al que se espera actualmente en Lima. En 1940, ocurrió otro de 8,2 grados, que produjo cientos de muertos.
El diario El Comercio reportó en 2016 que en los 20 años anteriores se habían producido 13 incidentes que dejaron muertos y heridos en la Costa Verde, incluyendo a Rappaz. A partir del 2014, la municipalidad de Lima puso geomallas, enormes mallas que pretenden contener los deslizamientos en los acantilados. Pero varias de ellas ya están rotas, descuidadas o partidas.
“Las geomallas pueden amortiguar las piedras pequeñas que se deslizan si hay sismos suaves, pero no detendrán las enormes piedras que pueden caer si el sismo es de gran intensidad”, advierte Hugo O’Connor, ingeniero civil que trabajó en el Centro de Estudios y Prevención de Desastres (Predes). Para él, en el caso de un sismo de gran magnitud como el que se espera, podría haber hasta 100.000 muertos en la capital. Y una de las zonas más peligrosas sería precisamente la Costa Verde, porque allí se juntarían el movimiento telúrico y un muy probable tsunami. En ese caso, cree que los pedazos de acantilado desprendido caerían con la malla incluida sobre las pistas.
“Permanente riesgo de colapso”
La arquitecta Jenny Parra, quien fue coordinadora del programa Ciudades Sostenibles, que hizo un estudio sobre la zona en 2014, va más allá. “La Costa Verde es una trampa mortal. No es necesario que haya sismos para que ocurra algo, pues los acantilados están en permanente riesgo de colapso”. Y advierte, incluso, que ya hay hundimientos en ellos.
El otro problema es que las rutas de evacuación en este circuito en caso de tsunami son puentes y escaleras que se dirigen a los acantilados y que, por tanto, también podrían colapsar. Según O’Connor, si se genera el fenómeno vendrán primero olas altas, que al chocar con los acantilados y encontrarse con las que vienen atrás, se convertirán en olas de hasta 22 metros.
Por perniciosa añadidura, en la parte alta de los acantilados hay numerosos edificios, algunos de lujo y de varios pisos, que están casi al borde del precipicio. En el distrito de Magdalena, uno de los seis por los que pasa la Costa Verde, hay uno que tiene una parte saliente que está literalmente en el aire.
Existe un Plan Maestro de la Costa Verde, que está en constante renovación y donde se consignan propuestas sobre cómo gobernar este lugar. Aun así, la inconsciencia crece y hasta continúa la presión inmobiliaria, o los proyectos delirantes como construir un hotel de lujo, de 17 pisos, en uno de los acantilados, algo a lo que se opuso la Sociedad Geológica del Perú.
Sin cultura de prevención
En la caleta Pescadores, un vendedor de raspadillas se ha puesto justo delante de una pared donde hay un letrero que dice “Ruta de escape”, por donde tendrían que huir las personas si se produjera un tsunami. Pero un parroquiano que parece consumidor habitual de esas bebidas de hielo con saborizantes hechos de fruta tiene la respuesta precisa: “No va a pasar nada…”, sentencia.
“Falta una cultura de prevención”, enfatiza Sandra Santa Cruz, ingeniera de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), mientras muestra mapas donde se nota claramente que el mar de Lima está en una zona donde la energía se sigue acumulando. A la vez, explica que los suelos en los acantilados son sumamente inestables y, por ello, no se debe construir en sus bordes.
Ha habido varios simulacros de tsunami en la Costa Verde en los últimos años coordinados por Defensa Civil (DC), el organismo encargado gestionar las consecuencias de los desastres. Pero buena parte de la ciudadanía actúa como si nunca fuera a pasar nada, mientras las autoridades, sobre todo las municipales, han evidenciado que carecen de sentido de prevención.
En septiembre del 2017, se llegó al extremo de proponer que la concentración central por la visita del Papa Francisco, a la que acudirían más de un millón de personas, fuera en la Costa Verde. El cardenal Juan Luis Cipriani alegó que había “mala fe” entre quienes se oponían a que el evento fuera allí. Al año siguiente, la feria de comida ‘Mistura’, promovida por el chef Gastón Acurio, se realizó allí. Hubo días en que acudieron miles de personas.
“Se quiere arreglar abajo lo que se ha debido arreglar arriba”, explica el arquitecto Augusto Ortiz de Zevallos. Dado que el tráfico de Lima suele ser caótico, se optó por convertir paulatinamente a la Costa Verde en una vía rápida por donde va quien quiere eludir los nudos insufribles del centro y otros distritos.
Según el ingeniero geólogo Daniel Olcese, cuando se pensó en construir la Costa Verde se debió pensar en una posible andenería, la construcción en forma de gradientes en los cerros, propia de las culturas prehispánicas. También cree que debió mantenerse como un lugar de recreación de los limeños, a donde se bajara principalmente para esos fines.
O’Connor apunta que se debería regular el flujo diario de autos, así como el aforo de personas en las playas en verano. Olcese agrega que se deberían poner megáfonos a lo largo de la Costa Verde para dar las alertas rápidas, porque el tsunami tardaría unos 20 minutos en llegar a la costa.
La Autoridad del Proyecto Costa Verde podría contener el desastre. Pero no tiene facultades para, por ejemplo, evitar que cada alcalde distrital haga lo que quiere en la zona. “Actualmente, es como un árbitro sin pito”, dice Ortiz de Zevallos. Es más: el Municipio de Lima acaba de declarar, vía ordenanza, que es la carretera que por allí transcurre oficialmente una vía expresa. Es decir, ya renunció a revertir el flujo enorme de autos y personas, que es uno de los núcleos del problema.
La señora Quispe, entretanto, sigue vendiendo sus golosinas en el inicio de una de las rutas de escape, que sube suavemente hacia una parte alta. “Si vienen el sismo y el tsunami, dejaré todo y me iré”, declara, acaso porque sabe que tendrá que moverse en medio de un mar de gente desesperada. Parece haber leído esa parte del cuento Al pie del acantilado, del escritor Julio Ramón Ribeyro, escrito en 1954, que casi lanza un pronóstico hacia el futuro: “El barranco se va derrumbando cada cierto tiempo. No será ni hoy ni mañana, pero cualquier día se vendrá abajo y nos enterrará como a cucarachas”.