Los bombardeos y el curso de la guerra
Colombia aprendió a bombardear antes de construir Estado en zonas rurales. Si bien los golpes aéreos acabaron con parte del Secretariado de las FARC, después de 2014 no pudieron cambiar la fragmentación de la guerra
Desde hace tres décadas, distintos gobiernos han visto en los bombardeos la herramienta para desarticular grupos armados, golpear mandos y recuperar territorios. Pero su impacto ha sido desigual: mientras en los años dos mil las ...
Desde hace tres décadas, distintos gobiernos han visto en los bombardeos la herramienta para desarticular grupos armados, golpear mandos y recuperar territorios. Pero su impacto ha sido desigual: mientras en los años dos mil las operaciones aéreas modificaron la arquitectura del conflicto, después de 2012 dejaron de alterar la correlación de fuerzas y pasaron a producir efectos tácticos momentáneos, a menudo con consecuencias devastadoras para la naturaleza y para la niñez reclutada.
Las FARC-EP eran una organización jerárquica y centralizada, dependiente de un Secretariado con mando político y militar. Golpear esa cúpula tuvo un efecto determinante. La muerte de alias Raúl Reyes en 2008, la de alias Mono Jojoy en 2010 y la de Alfonso Cano, máximo comandante del grupo, en 2011, cambió la guerra. La Fuerza Pública, con apoyo norteamericano, operó con inteligencia y contrainteligencia, apoyada por las capacidades aéreas consolidadas durante el Plan Colombia. La eliminación sucesiva de estos comandantes, más los mandos de Bloques, fracturó la cohesión interna de la guerrilla, debilitó su coordinación estratégica y aceleró su tránsito hacia la negociación.
Como varios exguerrilleros han relatado en entrevistas, libros y memorias, las repercusiones de los bombardeos fueron significativas, pues iban desde la eliminación física y las secuelas motrices hasta la afectación psicológica. Esos testimonios y los documentos internos del grupo armado muestran que el uso continuo de ataques aéreos aceleró la recomposición de Bloques y Frentes, pero también marcó el tránsito hacia la negociación y, después, hacia el Acuerdo de Paz.
Aunque varias estructuras del ELN y del hoy Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) fueron bombardeadas, después de 2012 los operativos contra estos grupos tomaron un rumbo distinto al que tuvieron contra las FARC. Los ataques aéreos dejaron de producir efectos estructurales: podían matar a un comandante regional, pero no alteraban la lógica territorial ni la capacidad de recomposición militar de grupos más fragmentados, con una estructura menos centralizada.
Aun así, las operaciones continuaron. En el segundo mandato de Juan Manuel Santos, los bombardeos se dirigieron contra mandos específicos, como Román Ruiz, del frente 18 de las FARC, muerto en 2015. Bajo el gobierno de Iván Duque fue abatido Rodrigo Cadete, uno de los primeros comandantes en romper con el proceso de paz. Estos golpes, relevantes en su escala local, no tuvieron el efecto estratégico que produjeron los ataques contra Reyes, Jojoy o Cano.
Durante el Gobierno Duque, la estrategia de bombardeos se convirtió en uno de los puntos más cuestionados de la política de seguridad. Su frecuencia y las infracciones al Derecho Internacional Humanitario —en especial la muerte de menores— generaron un rechazo creciente. Según un informe de Medicina Legal citado por el entonces senador Iván Cepeda y publicado por EL PAÍS, entre 2019 y 2021 se registraron 31 bombardeos; en 12 de ellos murieron 29 niños, niñas y adolescentes.
El 29 de agosto de 2019, en San Vicente del Caguán, el Gobierno presentó la muerte de alias Gildardo Cucho como un éxito contra las disidencias. Solo después se supo que entre los muertos había menores, un dato que el entonces ministro de Defensa, Guillermo Botero, ocultó y que terminó costándole el cargo. En marzo de 2021, en Calamar, Guaviare, murió una adolescente de 16 años y otras jóvenes reclutadas. La frase del ministro Diego Molano —“no eran niños, sino máquinas de guerra”— expuso una doctrina que normalizó el riesgo sobre la niñez en territorios donde el Estado conocía, por alertas de la Defensoría del Pueblo y organismos humanitarios, que el reclutamiento era sistemático.
En septiembre de ese mismo año, en el Litoral de San Juan, Chocó, Medicina Legal confirmó que cuatro menores murieron en el bombardeo contra alias Fabián, comandante del Frente de Guerra Occidental del ELN. Fue el bombardeo más fuerte contra esa guerrilla desde 2012, pero su efecto estratégico fue mínimo: la muerte de Fabián debilitó la estructura local por pocas semanas, el ELN conservó su control territorial y sus redes de reclutamiento en Chocó y Nariño. La guerra siguió su curso.
Con su llegada al Gobierno en 2022, Gustavo Petro anunció la suspensión de los bombardeos donde hubiera riesgo para NNA reclutados. Pero a partir de 2024 retomó la estrategia aérea. Cinco bombardeos consecutivos contra el EGC en Antioquia —las llamadas “misiones Beta”— dejaron muertos a varios cabecillas regionales: Neimar, Esneider, Hitler y Stiven, mandos medios sin capacidad de decisión nacional. Aunque el Gobierno presentó estas operaciones como golpes a la estructura criminal más poderosa del país, su impacto territorial fue limitado: las subestructuras del EGC han demostrado una capacidad de reemplazo casi inmediata en Córdoba y Antioquia, especialmente en su zona minera del nordeste.
Simultáneamente, entre agosto y noviembre de 2025, el Estado bombardeó contra campamentos del Estado Mayor Central (EMC) de las disidencias de las FARC en Guaviare, Amazonas y Arauca, con 15 NNA muertos, según reportes de Medicina Legal. El 10 de noviembre, en Calamar, murieron siete adolescentes; los dos objetivos principales escaparon. La promesa de no bombardear campamentos con presencia de menores se diluyó entre decisiones tácticas que reprodujeron el patrón observado durante el Gobierno anterior. El único cambio fue el pedido de perdón de Petro a las madres de los menores y asumir la responsabilidad.
La secuencia revela una verdad que el país ha evitado reconocer: desde 2012 los bombardeos ya no cambian la guerra. Golpean fragmentos de estructuras en recomposición, desmantelan campamentos temporales, abren vacíos de poder que otros actores armados ocupan de inmediato. La muerte de mandos medios de disidencias o de cabecillas regionales del EGC no debilita su capacidad criminal; acelera la atomización de las violencias, multiplica las disputas locales y aumenta la exposición de la niñez reclutada a operaciones de alto riesgo.
Por eso resulta especialmente grave que el Gobierno de Gustavo Petro —que construyó parte de su agenda de seguridad sobre la promesa de no bombardear campamentos con NNA— haya terminado recurriendo a las tácticas que cuestionó. No son episodios aislados, sino del regreso de una política desde que la presión territorial. El resultado fue el mismo, o incluso peor, que en gobiernos pasados: con Petro los bombardeos no han acabado, siquiera con mandos medios y hay menores víctimas en operaciones donde el riesgo era conocido. El Gobierno que dijo que cambiaría la guerra terminó replicando la fórmula que consideraba parte del problema.
Un bombardeo puede destruir un campamento, pero no puede construir legitimidad estatal. Puede matar a un mando medio, pero no puede impedir que otro asuma su lugar. Puede ser presentado como un “golpe contundente”, pero no cambia el curso de la guerra cuando esta ha dejado de tener un centro estratégico que desmontar. Y puede, también, seguir cobrando vidas de menores que nunca debieron estar en un frente de guerra.
El problema no es la fuerza del bombardeo, sino su incapacidad para transformar lo que ocurre después. Ninguna operación aérea puede sustituir la presencia estatal, ni frenar las economías ilegales que sostienen a los grupos armados, ni impedir que sigan reclutando menores. Mientras el país insista en una estrategia que ofrece victorias efímeras, la guerra continuará moviéndose entre explosiones que desarman campamentos por horas y estructuras criminales que vuelven a levantarse al día siguiente. La seguridad no se construye desde el aire: se construye en el territorio al que los bombardeos nunca han logrado llegar.