El centro político partidista no existe
El centro, como la derecha y la izquierda, son una simplificación mental que obedece a la necesidad ciudadana, demasiado atareada en sobrevivir, para orientarse en ese denso bosque de las ideologías y controversias

El centro político partidista no existe en Colombia. Es, cuando más, una convención y ficción de las coordenadas espaciales proyectadas en la arena política. Una arena que siempre está en disputa y en donde las coordenadas que cuentan son otras, mucho más complejas y contingentes. Unas coordenadas de orden ideológico, social, económico y cultural en continuo movimiento, que definen los límites del campo político. De suerte que los linderos y coordenadas de esa arena no caben en esas tres elementales toponimias: derecha, centro e izquierda. La política va mucho más allá. El centro, como la derecha y la izquierda, son una simplificación mental que obedece a la necesidad ciudadana, demasiado atareada en sobrevivir, para orientarse en ese denso bosque de las ideologías y controversias que convierten el campo político en un rizoma oculto y entreverado que se extiende en todas las direcciones. Hacia abajo, arriba y todos los puntos cardinales, con alianzas inimaginables, incluso entre extremas de derecha e izquierda, que tratan de ocultarse con eufemismos como centro-derecha y centro-izquierda en aras de canalizar votos y ganar elecciones, así después no puedan gobernar y hagan del Estado un botín que se reparten entre todos los socios. A propósito, la elección de Carlos Camargo como próximo magistrado de la Corte Constitucional es un ejemplo deplorable del clientelismo político reinante en la misma Corte Suprema de Justicia que niega de plano la separación entre el poder judicial y el legislativo.
Líderes manipuladores
Pero, sobre todo, ellas obedecen a la astucia de ciertos líderes políticos, obsesionados por el control del poder estatal, sus pingües ganancias y sus vanidades personales, que proyectan para su beneficio y manipulación el espejismo político de la derecha, el centro y la izquierda. El campo de la política del poder es mucho más vasto, difuso y disputado que el definido institucionalmente por esas convenciones y los partidos políticos, que suelen presentarse y promocionarse como opciones de derecha, centro o izquierda. El poder político es un campo renuente a esas simplificaciones mentales y espaciales. Simplificaciones por cierto muy útiles para cautivar los votos de cándidos ciudadanos que aún creen en esa clasificación artificiosa y tienden a definirse o inscribirse como de derecha o izquierda y desprecian el centro, por considerarlo tibio y conciliador. Especialmente en momentos críticos, donde quienes definen el campo político solo les interesa obtener más votos para ganar las elecciones y en sus mentes binarias solo caben esas dos opciones: derecha o izquierda, por fuera de las cuales, supuestamente, no hay salvación y mucho menos espacio político. El centro viene a ser como un limbo, un no-lugar, pues sólo hay espacio para la polarización entre la derecha y la izquierda. Ese centro solo existe en la mente y el rechazo de una ciudadanía que se niega a caer en la trampa de la polarización, esa especie de profecía autocumplida de la que se benefician quienes son sus creadores e instigadores, tanto en la derecha como en la izquierda.
¿Cuál polarización política?
Entonces surge esa palabra mágica, un comodín político que todo lo atrapa, especialmente en boca de politólogos, sociólogos y formadores de opinión que creen explicar todo lo que sucede pronunciando esa palabra como un mantra. Pero esa palabra sirve más para ocultar que para revelar y termina siendo performativa, pues en efecto logra dividir a la sociedad en dos bandos irreconciliables. Dos bandos que hoy respaldan millones de fanáticos que siguen ciegamente, como barras bravas, a sus líderes y bodegueros en las redes sociales. Barras incluso dispuestas a morir y hasta matar por sus líderes y “partidos”, como sucede con los fanáticos de los equipos de fútbol, que en medio de la emoción olvidan que sin vida no hay fútbol ni política. Esos fanáticos nunca podrán volver a ver ganar a su equipo y mucho menos gobernar a su partido, pues literalmente su fanatismo y pasión los aniquila.
¿Existe el campo democrático?
Sin embargo, este símil político-deportivo solo vale para aquellas sociedades donde existe realmente un campo democrático, que demanda unas reglas claras acatadas por todos los partidos y jugadores –como sucede en el fútbol- más allá de los resultados inciertos de las elecciones y del juego por el poder estatal. Reglas que en nuestra sociedad estamos muy lejos de cumplir, pues la primera de ellas exige la exclusión absoluta de la violencia en las controversias políticas y en la disputa por el poder político. Una regla que se viola en forma permanente, ya sea asesinando precandidatos como Miguel Uribe Turbay o mediante el magnicidio social de cientos de líderes populares, cuyo número llegaba a 102 hasta el pasado 8 de agosto, con el asesinato del campesino José Erlery Velasco en Balboa (Cauca), según informa Indepaz. Por lo anterior, esas coordenadas de derecha, centro e izquierda significan poco entre nosotros hasta tanto la cancha donde se define el poder político estatal, la sociedad en su conjunto, no esté segura y a salvo de la violencia política y la ilegalidad, pues quien mejor y más impunemente las utilice para obtener votos terminará ganando, lo cual es profundamente antidemocrático, más allá de si es de derecha, centro o izquierda. Según el “Segundo informe de violencia política-electoral 2025” de la fundación Paz y Reconciliación (Pares): “Entre el 8 de marzo y el 8 de agosto de este año, periodo correspondiente a los primeros cinco meses del calendario electoral, se registraron 93 víctimas únicas en 69 hechos de violencia, lo que significa que, en promedio, cada dos días una persona es afectada por este fenómeno. La mayoría de los casos correspondieron a amenazas (42), seguidas por atentados (20), homicidios (6) y un secuestro”.
El imaginario centro partidista
De allí la dificultad, casi la imposibilidad de la existencia de un centro político partidista en nuestra sociedad, pues son las extremas partidarias de la violencia y su ladina utilización, tanto a la derecha como a la izquierda, desde el Estado o por fuera de él, las que terminan imponiéndose. Por eso la sociedad en su conjunto se convierte en el centro político de sus disputas mortales y todos terminamos perdiendo el sentido vital del juego de la democracia y la política. Un juego donde nadie debería ser intimidado y menos morir por promover y defender sus ideas. Sin embargo, ya hay precandidatos que llaman a la guerra, incluso una precandidata de revista ruega a Trump que envíe sus marines a salvarnos, otros afines al “Centro Democrático”, como Abelardo de la Espriella habla de “interrumpir, destripar, el relato de la izquierda para instalar el relato correcto” y la senadora María Fernanda Cabal diagnostica a la izquierda como una enfermedad mental y dice a sus miembros y seguidores que “deberían ir al psiquiatra o ir a un cura y hacerse un exorcismo”.
La convivencia social es el centro de la política
Por eso hay que recobrar la convivencia social como el centro de la política. Porque garantizar la vida de todos los miembros de la sociedad, más allá de la derecha, el centro o la izquierda, es el máximo bien público. Un bien supremo que no puede ser propiedad exclusiva de ningún partido y requiere ser protegido sin discriminación alguna, sin subordinarlo a la seguridad, pues ésta puede convertirse en un privilegio que se pone más al servicio de ciertos intereses, asociaciones y poblaciones minoritarias en lugar de proteger a la sociedad en su conjunto. Carece de sentido hacer de la seguridad una bandera partidista de la derecha relegando la vida, la libertad y la equidad a un segundo plano, pues sin ellas no hay seguridad estable y duradera. Mucho menos convertir la vida, la libertad y la justicia social como banderas exclusivas de la izquierda, pues sin seguridad ellas no existen ni podrán levantarse. Por eso, reducir la política a esa errática disputa entre derecha, centro e izquierda carece de sentido. Sobre todo, cuando un partido se autodenomina “Centro Democrático” y sus ejecutorias han tenido poco de centro y menos de carácter democrático. Tanto es así que dicho partido reivindica como su más preciado y valorado triunfo el NO del plebiscito contra el Acuerdo de Paz del 2016 y proclama como máximo lema de su gobernabilidad una “seguridad democrática” que dejo más de 6.400 civiles inermes asesinados por miembros de la Fuerza Pública. Todo lo anterior es la negación de la vida, la paz política y la seguridad, sin las cuales es imposible convivir democráticamente. Sin ellas no existe el centro político de la convivencia social y menos una competencia electoral libre de toda coacción violenta, presupuestos vitales de la democracia.
Más allá del centro político partidista
Quizás la urgencia de una alternativa partidista de centro en Colombia deriva de la idea aristotélica del “justo medio”, expresión de la prudencia en política para superar el voluntarismo excesivo de cierta izquierda, cercana a un reformismo catastrófico y, en la otra orilla, la indolencia de una derecha furibunda, defensora a ultranza de la seguridad para conservar intacto un statu quo de cleptócratas, que cínicamente llaman democracia. Entre ambos extremos navega precariamente la nave del Estado, que puede encallar y naufragar, bien por la urgencia de su capitán de conducirla ya al puerto utópico de sus reformas, sin considerar la viabilidad de las mismas, o por la intransigencia recalcitrante de la oposición que solo aspira volver a comandarla y bloquea en el Congreso su avance social. Tanto esa izquierda impaciente y utópica como esa derecha indolente y distópica deberían atender con urgencia este aforismo del jurista suizo decimonónico, Johann Caspar Bluntschli: “La política debe ser realista. La política debe ser idealista. Dos principios que son ciertos cuando se complementan y falsos cuando se mantienen separados”. Es probable que en la articulación prudente y a la vez coherente de estos dos principios se encuentre el inexistente centro político partidista en nuestra sociedad, tan urgente para las próximas elecciones y necesario para las futuras generaciones. Un centro hoy rebasado por la impaciencia reformista del Pacto Histórico y por la intransigencia, todavía peor, de una ultraderecha contrareformista que no oculta su obsesión por retomar la nave del Estado en el 2026 y llevarla de nuevo a su exclusivo balneario de privilegios.
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