La historia como terapia
Cualquiera que sea nuestro futuro, debe partir de entender, como una terapia colectiva, el hecho de que es fácil caer en guerras civiles y de guerrillas; los gobiernos incompetentes pueden volverse endémicos
Si en Colombia hiciéramos una terapia colectiva, para 52 millones de almas, que creo indispensable, debiera empezar por leer un libro de historia. Pero, curiosamente, no sobre Colombia en los últimos 200 años. El libro terapéutico que propongo se llama Una historia de España. No se trata de comparar países, pacientes, ni síntomas, por obvias y marcadas diferencias. Más bien, de buscar aprendizajes en otras latitudes y dejar de mirarnos el ombligo. Un país como España ha tenido una historia rica en eventos y es culturalmente cercana.
El libro lo escribió Arturo Pérez-Reverte, el novelista del Capitán Alatriste. No es un libro pretencioso que aspire a tener la última palabra. Al revés, es un libro humilde, escrito en tono de conversación de amigos alrededor de una cerveza y con muchos modismos de lenguaje local. Pero tiene la virtud de que no sólo cuenta, sino que califica; es historia escrita con cabreo con mucha gente muerta y con algunos vivos.
Pérez-Reverte consigna una frase hermosa del poeta Federico García Lorca: “El español que no ha estado en América no sabe qué es España”. Creo que una variación es igual de cierta: el hispanoamericano que no reconoce qué es España, no sabe qué es América. Como presumo que no todos leerán las 246 páginas de Pérez-Reverte, intentaré sintetizar los aspectos más terapéuticos y pedir excusas de antemano por las omisiones y falta de rigor que implica una síntesis tan apretada.
El lector se lleva la impresión de que a España la han dirigido estirpes de extranjeros. Empezando por los romanos, que a punta de espada dominaron la península. Cientos de años más tarde, cuando suevos y vándalos invadían sin piedad, los romanos, ya débiles, invitaron a los godos a defenderla, originarios de Escandinavia y Europa del Este. Mucho después, príncipes visigodos invitaron a guerreros bereberes de África para ganar una disputa intestina. Los invitados se amañaron y permanecieron por 780 años en al-Andalus.
Una vez los españolísimos Isabel la Católica y Fernando de Aragón triunfaron en la reconquista, vinieron doscientos años de Reyes austríacos, de la casa Habsburgo; y, por último, llegaron los Borbones franceses.
Otra constante de España, por espacio de 1.500 años, fueron las guerras civiles. La gran mayoría se originaron por temas de religión, desde la guerra entre arrianos y católicos, hasta la guerra civil del siglo pasado, que estuvo marcada por la disputa entre anticlericales y conservadores. Los pueblos hispanos nos pasamos a cuchillo unos a otros por disputas sobre el otro mundo e ideologías.
Desde temprano, se les entregó a los curas un poder político inusitado. Eso consolidó una casta sacerdotal, enquistada en el poder y rica en tierras, que promovió un exceso de religiosidad en el pueblo. Otra fuente de belicosidad fueron las constantes conjuras contra los reyes, promovidas por sus propios hermanos, en busca del trono. “De los treinta y cinco Reyes godos, la mitad palmaron asesinados”.
Una vez los visigodos entregaron buena parte de España a los musulmanes, hubo un mestizaje intenso, que tendría su prolongación siglos más tarde, al llegar los españoles a América. Allí se aceptó a los matrimonios mezclados, entre personas con diferente color de piel y credo religioso. Por supuesto, siempre ha habido actitudes racistas, pero el ramalazo mestizo de nuestra sangre es un testigo milenario de apertura mental.
La convivencia de musulmanes y cristianos tuvo algo de mezcla racial pacífica y algo de continua guerra de guerrillas, otra creación ibérica. Los musulmanes se quedaron en los llanos y los cristianos hicieron plaza fuerte en las montañas del norte. Con ello, en las zonas de frontera cundió la inseguridad y el bandolerismo (¿suena familiar?).
Pronto aparecieron reyes en el norte, esos sí aborígenes, que se curtieron en las guerras civiles de sucesión y crearon ejércitos para dar sustento a sus ambiciones. Luego de centurias, en las que los musulmanes se volvieron decadentes, se pasó de escaramuzas esporádicas a guerras serias, y se llegó a la reconquista de toda la península, consolidada por dos primos de la local familia Trastámara, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.
Los reyes Católicos unificaron un reino localizado en la mejor esquina de Europa, de la cual se podía partir hacia el sur, y bordear África en dirección de Asia, o aventurarse hacia occidente y cambiar la forma del mundo, como lo hizo Colón. Poseían la mejor tecnología de navegación, con las carabelas, el astrolabio y el sextante, instrumentos que permitieron dejar de navegar a lo largo de las costas y aventurarse por meses hacia el poniente, y que sería la clave del poder global en los siguientes doscientos cincuenta años. Unificaron el poder político con una estrategia visionaria y una capacidad ejecutiva sin precedentes. Desde 1534, Sus descendientes contaron con los ejércitos más formidables de la época, cuya columna vertebral eran los temibles tercios.
La heredera del trono tuvo que salir por Europa a buscar marido. Un poder tan arduamente ganado terminó en manos de un príncipe Habsburgo. Más que ocuparse del bienestar local, el rey austríaco y sus descendientes, que tenían posesiones en Europa central e Italia, metieron al país en cuantas guerras europeas y de religión encontraron. Primeros con los turcos, donde hubo una gran victoria en Lepanto; y luego con los protestantes y los ingleses, en guerras largas, costosas y dolorosas.
El oro y la plata de América, tan duro de producir para los indígenas y los africanos que importaron para el efecto, terminó en sueldos de soldados, gastados por todo Europa, en armas y pertrechos, y en intereses pagados a los prestamistas. Fue dinero que entró y salió de la península, a alimentar el desarrollo fabril de la Europa que combatían; mientras la inflación y la revaluación socavaban la economía local.
Con la instauración del tribunal del Santo Oficio la casta sacerdotal adquirió la potestad de purgar lo que no fuera genuinamente católico. España creó un sistema de justicia que 1) mezcló lo humano con lo divino, 2) convirtió a los curas en jueces, 3) igualó pecado a delito, 4) volvió un estigma no ser católico, y 5) optó por un Dios represivo, vengativo y atado a las interpretaciones de los curas. Mientras tanto, en Europa central y del norte se la jugaron por un Dios que mandaba a cada uno a leer en la Biblia, a entenderla en su fuero interno y privilegiar la experiencia personal. Esa opción teológica y judicial definió muchas cosas por espacio de los siguientes tres siglos.
La expulsión de los judíos en 1492 y de los musulmanes en 1614 consolidó la pérdida de lo que habría podido ser una pujante burguesía urbana y una muy productiva población rural. Sobre la importancia de estas expulsiones ha habido un intenso debate.
Para el español de a pie, la justicia se volvió algo arbitrario, desalmado, sin apelación, en lo que se mezclaba lo religioso y lo étnico con lo civil. Cualquier día se podía perder todo lo trabajado a lo largo de su vida. Ser humillado, desterrado o quemado en una hoguera. Semejante sistema judicial hizo cundir la paranoia, y dispuso a muchas personas a señalar y acusar al vecino sobre el que había duda de judaizante, antes de ser acusado.
Hay que aclarar que en todos los países se quemaron herejes. Pero en España la inquisición duró más de tres siglos. Esa perversión de la justicia se trasladó a la América hispana y aún hace de las suyas en muchas partes, ya no ejercida por los curas sino por los dictadores.
Al final del siglo XVII, reyes incompetentes llevaron a la decadencia militar y económica. En el siglo XVIII hubo un período maravilloso de renacimiento. Pero la mala suerte en la sucesión real llevó a terminar ese siglo en manos de una pésima administración.
España no volvió a tener las cuatro cosas que le dieron la gloria: el buen gobierno, las tecnologías de punta, la capacidad bélica y el dominio de la geografía. En cambio, se arraigaron las prácticas e instituciones que llevarían a la decadencia: la superstición religiosa; curas dotados de inmenso poder político y judicial; la incompetencia del ejecutivo, plagada de gastos bélicos, deuda y crisis fiscales; el atraso de su clase productiva; y el descenso paulatino de su poder marítimo y colonial. La población se redujo, y, según Pérez-Reverte, una cuarta parte eran curas y nobles, que no pagaban impuestos; y otra cuarta parte estaba condenada al rebusque (¿suena familiar?).
El siglo XIX empezó con la invasión napoleónica, que desembocó en las guerras de independencia de las colonias americanas, inspiradas en la independencia de los Estados Unidos. Ese siglo no pudo ser más triste. Se repitió la historia de dirigentes incompetentes y guerras civiles, que tendría un espejo en la América hispana.
En 1898 España perdió sus últimas colonias, Cuba, Puerto Rico y Las Filipinas, y se sumió en la depresión espiritual que Ortega y Gasset describe en muchos textos. La guerra civil de los años 30 y la dictadura franquista reafirmaron una herencia difícil sobre la América hispana. Durante el último cuarto del siglo XX, un excelente liderazgo y la entrada a la Unión Europea, transformaron al país.
Cualquiera que sea nuestro futuro, debe partir de entender, como una terapia colectiva, el hecho de que es fácil caer en guerras civiles y de guerrillas; los gobiernos incompetentes pueden volverse endémicos; llevan a despilfarrar los recursos del Estado y apabullar con impuestos y regulaciones a los negocios; se dedica a los jóvenes a guerrear más que a producir; y se impide que los mejores conocimientos y la verdad científica lleguen a sus universidades (en el siglo XVIII los rectores de las universidades se opusieron a que se dictara la física de Newton, por ser contraria a las Escrituras); y finalmente se empuja a muchos a dejar el país.
Si volvemos a hacer lo mismo, una y otra vez, no esperemos resultados distintos. Mucha gente se empeña a diario en no aprender de esta dura historia y repetir los mismos errores. Para la muestra, el botón más reciente, donde se repiten varios de los problemas señalados: el Catatumbo, tanto al lado colombiano como al venezolano.
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