Zoraida Agámez, cocinera tradicional: “Creemos equivocadamente que la gastronomía extranjera es superior a la nuestra”
La cocinera tradicional de Barrancabermeja es, junto con su hija Heidy Pinto, ejemplo de un movimiento para revitalizar los sabores y saberes locales
Zoraida Agámez, Chori, de 66 años, y su hija Heidy Pinto, de 46 años, viven en el puerto petrolero de Barrancabermeja, a orillas del río Magdalena, la histórica arteria de Colombia. Cocineras tradicionales, han recogido las costumbres transmitidas por las mujeres de su familia en El Llanito, un pueblo de pescadores a orillas de la ciénaga de San Silvestre. En un entorno anfibio, de caimanes, caños e iguanas, aprendieron a preparar masas conocidas como bollos, los fritos y los dulces típicos de una zona que tiene mucho de frontera entre el caribe colombiano y la región andina.
Y es que cada región de Colombia tiene su propio sabor. Su riqueza y diversidad gastronómica se extienden por cada rincón del país. Aun así, la cocina extranjera ha ganado un lugar destacado en las mesas colombianas. Durante años, restaurantes y cocineros han adoptado sabores y técnicas foráneas para volverse más atractivos a una clientela que valora la comida internacional. Mientras tanto, la herencia de los ingredientes y las tradiciones colombianas ha quedado, en muchas ocasiones, relegada a un segundo plano o fusionada con otros sabores. La oleada de recuperar elementos más locales inició hace un par de décadas, pero sigue aún muy lejos de lo que han avanzado otras gastronomías de América Latina, como la peruana o la mexicana.
En ese panorama, la contribución de Chori y Heidy a la preservación y difusión de la cocina tradicional ha sido notable. Su libro Envueltos de plátano, yuca y maíz en las cocinas tradicionales de Colombia (Hambre de Cultura, 2019) ganó el premio al mejor libro de recetas del mundo que otorgó la Semana de las Cocinas del Mundo de 2021, en París. Para hacerlo exploraron más de 300 tipos de envueltos —otro nombre de los bollos, que viene de su presentación tradicional entre hojas de plantas locales— , centrándose en los elaborados con yuca, maíz y plátano, tres ingredientes tradicionales.
Hoy, continúan la tradición produciendo algunos de esos envueltos. Los venden en la puerta de su casa, para quien quiera, y también surten a restaurantes. Además, realizan cenas clandestinas, en las que se sumergen en el mundo de la alta cocina con productos locales. “Muchos colombianos pensamos que la comida de afuera es mejor o más rica, pero no es así”, explica como Heidi.
El movimiento de la cocina criolla también sirve para crear oportunidades de vida a quienes tienen pocas. Julio Bravo es un chef de 30 años que ha encontrado en la cocina no solo una carrera, sino una forma de escapar de las dificultades de su juventud. Creció en el barrio Buena Esperanza, en el suroccidente de Barranquilla, un entorno marcado por la pobreza y la violencia. “La única opción de vida en mi barrio era tener un arma o salir a ganarse la vida como obrero”, recuerda. Pero a sus 17 años ingresó a un curso de formación técnica en el estatal SENA, y encontró otro destino. “Ese curso fue un milagro para mí. Me alejé de las pandillas y de la vida en la calle, y comencé a formarme como cocinero”, cuenta más de una década después.
Desde entonces ha recorrido un largo camino. Trabajó en restaurantes de alta cocina de su ciudad, especialmente en el extinto Conquistador del Prado, donde escaló posiciones hasta convertirse en jefe de cocina. Colaboró con chefs como Alex Quessep, conocido por su cocina colombo-libanesa en restaurantes barranquilleros como Ziatún, y José El Chato Barbosa; y ha llevado trabajado en Panamá, en el desarrollo de restaurantes como María Bombón y Vice. En paralelo, cuenta, ha ayudado a jóvenes que han crecido en situaciones similares a las que él vivió, brindándoles una oportunidad en el mundo de la cocina. “Mi mayor orgullo es ver cómo muchos de esos chicos ahora trabajan en restaurantes de Barranquilla. Si yo pude salir adelante, ellos también pueden”, afirma.
Un caso más es el de Juan Pablo Figueroa, un cocinero y comercializador de pescados y mariscos de 39 años. Nacido en la caribeña Barranquilla, famosa por su carnaval, desde hace 14 años lidera una iniciativa para llevar pescado y otros alimentos marinos, de alta calidad, a las mesas de 18 ciudades de Colombia. Entre sus clientes están algunos de los mejores restaurantes del país, como El Chato, Humo Negro, Oda y Osaka. Su empresa, Cholomar, nació ante la carencia de ingredientes marinos frescos en un mercado dominado por productos congelados e importados. “Hace 10 años era casi imposible encontrar productos frescos y de calidad en el país. Todo lo que había eran tilapia y camarones congelados”, recuerda Figueroa.
Figueroa no se limita a la comercialización. Ha establecido relaciones con varias comunidades pesqueras del Caribe, especialmente en La Boquilla, en Cartagena; Lomitarena, entre Bolívar y Atlántico; y en Taganga, en Santa Marta, para promover la sostenibilidad. Cuenta que, por esa vía, busca el cuidado las especies marinas desde el momento en que son extraídas. “El pescador es el primer eslabón de esta cadena, pero muchas veces no sabe lo que tiene en sus manos porque no ve el producto final y lo maltrata. Queremos cambiar eso, capacitarlos para que entiendan el valor de su trabajo y la riqueza que tienen en sus manos”, señala.
En ese trabajo, y en el de la venta de los productos que consiguen esos pescadores, Juan Pablo ha identificado una permanente falta de confianza en los productos locales. “Cuando presentamos productos como el erizo o el callo de hacha, la gente asume que son importados. No creen que sean de aquí, del Caribe colombiano”, explica. Esta percepción, dice, refleja un problema más profundo: “Creemos que la gastronomía extranjera es superior a la nuestra”.
Bravo, Figueroa, Gámez y Pinto coinciden en que tienen una meta que va más allá del éxito comercial. Sueñan que los colombianos redescubran su cocina, que el producto local sea el protagonista en las mesas, que los chefs valoren lo que tienen a su alcance. “Tenemos que ser más atrevidos y creativos con lo que la naturaleza nos da. No se trata de replicar lo que hacen en otros países, sino de encontrar nuestra propia identidad culinaria”, concluye Figueroa.
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