Entre la esperanza y la miseria: 5.000 familias ocupan en Antioquia la finca de un narco extraditado
Tras la visita del presidente Gustavo Petro a Caucasia el 11 de abril, los ocupantes de Santa Helena se quintuplicaron
La finca Santa Helena, en Caucasia, ciudad del norte de Antioquia, parece un campo de refugiados. En cierto modo lo es. El predio, de casi 400 hectáreas, ha sido ocupado irregularmente en las últimas semanas por más de 5.000 familias desesperadas por encontrar un lugar para vivir. Lo han llenado de las casas más sencillas posibles: cuatro palos de madera y un techo de plástico. Nada más. Las estructuras crean un mar de lonas verdes del que surge un ajetreo de personas que se han apoderado del terreno, que antes fue propiedad de un narcotraficante y ahora está administrado por el Estado. Moto t...
La finca Santa Helena, en Caucasia, ciudad del norte de Antioquia, parece un campo de refugiados. En cierto modo lo es. El predio, de casi 400 hectáreas, ha sido ocupado irregularmente en las últimas semanas por más de 5.000 familias desesperadas por encontrar un lugar para vivir. Lo han llenado de las casas más sencillas posibles: cuatro palos de madera y un techo de plástico. Nada más. Las estructuras crean un mar de lonas verdes del que surge un ajetreo de personas que se han apoderado del terreno, que antes fue propiedad de un narcotraficante y ahora está administrado por el Estado. Moto tras moto cruzan las calles de tierra repletas de basura. Niños patean botellas de plástico que hacen las veces de pelotas de fútbol. Adolescentes se bañan en una laguna de agua marrón. Hombres trabajan a golpe de martillo para armar los cambuches que llamarán casas. Aquí, en un calor sofocante, miles de personas pasan sus días sin electricidad ni alcantarillado. Lo hacen con un objetivo muy claro: que algún día estas tierras sean suyas.
La invasión empezó el pasado domingo de Ramos, 24 de marzo. Unas 200 familias ocuparon ese día la finca ―que lleva 20 años en un enredado proceso de extinción de dominio― y comenzaron a construir. El alcalde Jhoan Oderis Montes, de origen conservador, actuó rápido. Visitó el predio el 26 de marzo con “todas las autoridades” locales, para pedirles a los ocupantes que no continuaran. Admite en entrevista con EL PAÍS que el municipio de unos 120.000 habitantes afronta un déficit de más de 9.000 viviendas, pero dice que la solución no es invadir una propiedad privada.
Sentado en su despacho, Montes, que tomó posesión el 1 de enero, saca su celular y muestra un video de esa primera visita. Se ve al político, a delegados de la Procuraduría (fiscalía) y a varios policías juntos, rodeados de familias. “Esta no es la forma. Saben que no está bien hecho”, les dice el procurador. Los ocupantes no hicieron caso. Durante los siguientes días, familias enteras llegaron a borbotones para reclamar su “lotecito” de 6 metros por 12. En un abrir y cerrar de ojos, la ocupación se multiplicó por cinco, para pasar a 1.000 familias. En esa oleada llegaron las Navarro.
La pobreza en Caucasia
Liliana Navarro, de 41 años, y su hija Gabriela Tordecilla, de 17, dicen que nunca han tenido nada. Ni propiedad ni trabajo estable. “Aquí uno tiene que rebuscársela como sea”, aseguran. En 2022, el 60% de los habitantes de Caucasia vivía por debajo del umbral de la probeza, según una encuesta de la organización Antioquia Como Vamos ―la tasa nacional es del 36%―. Es la mayor ciudad del Bajo Cauca antioqueño, una de las regiones más golpeadas por el conflicto armado y con una larga tradición minera y agraria.
Madre e hija descansan en su patio, frente a una de las pocas casas “completadas” de la invasión. Tiene techo de plástico, muros de lona verde, la puerta es una toalla de playa. Por dentro parece un sauna. Sudadas, las mujeres muestran las dos hamacas en las que duermen todas las noches; la cocina de gas, el piso de tierra, la ropa colgada por todas partes. Detrás de la casa enseñan los cuatro palos y el plástico que forman su letrina, “solo para hacer del uno [orinar]”.
―¿Y donde defecan?
―Caminamos a un lugar escondido y lo enterramos. Como el gato― replica la mamá.
Navarro recuerda que estaban viviendo en un barrio de Caucasia cuando empezó la ocupación, y que decidieron sumarse “con el sueño de que esto se convierta en una vivienda digna”. Dice que trabaja haciendo “cositas varias”, como limpiar casas o vender empanadas, pero que es empleo inestable y que apenas da para pagar un arriendo de 400.000 pesos (alrededor de 100 dólares) por una habitación.
A lo largo de un mes, construyeron poco a poco su casa durante el día y durmieron las noches en un cuarto arrendado. No se sentían seguras en el predio; el alcalde y el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, del derechista Centro Democrático, habían pedido a la policía que desalojara a los ocupantes. Las Navarro vivieron en incertidumbre hasta el 11 de abril, cuando pasó algo que les “dio una luz de esperanza”: el presidente Gustavo Petro visitó Caucasia.
La visita de Petro
La visita del jefe de Estado fue una sorpresa para todos. Según el alcalde Montes, solo avisó con dos noches de anticipación. Vino a hacer lo que llamó una Asamblea Popular por la Paz y la Vida. Los temas prioritarios para el evento eran la formalización minera, los acueductos rurales, el medio ambiente y la planeación del territorio alrededor del agua. Ni la vivienda ni la ocupación estaban en el temario.
Cuando Petro llegó a Caucasia, sin embargo, los líderes de la ocupación se aseguraron de que se enterara de ella. Acudieron a la asamblea con suéteres blancos. Bombardearon a los funcionarios presidenciales con información. Funcionó. El mensaje llegó al mandatario, quien en su discurso habló sobre el asentamiento y pidió soluciones al mandatario local. “Alcalde, a usted aquí como primera autoridad, le solicito: háblese con los señores dueños de tierras, haciendas, latifundistas. No para que nos engañen. Ojo, a precio comercial y tierra fértil, nosotros estamos dispuestos a comprarle las haciendas”, dijo. No sabía que había tirado una bomba.
Apenas un día después, miles de familias de toda la región se desplazaron a la finca con la esperanza de que el presidente les regalara los lotes. Según el alcalde, las palabras de Petro se malinterpretaron e hicieron que la ocupación “cogiera mucha fuerza”. Los testimonios de los ocupantes le dan la razón.
Paula Sierra explica que viajó de la vereda Las Conchas, en el municipio de Nechí, a unas dos horas de camino, después de escuchar a Petro. “Cuando vino nos dio esperanza. No estaría acá si no fuera por su visita”, afirma. Dice que es madre de dos adolescentes que recién terminaron el colegio. Quiere establecerse en Caucasia para que sus hijos puedan seguir estudiando. “Esta es la única oportunidad que tengo para que mis hijos salgan adelante. En nuestra vereda no hay educación superior. Apenas hay una carretera, y cuando llueve es imposible salir”, asegura. Por ahora, pasa sus días en el asentamiento y sus noches en el apartamento cercano de su hermana.
A su lado está Jesús Tapia. El campesino de 65 años viste una camisa de franela, gorra y jeans. Dice que arrienda un apartamento en las afueras de Caucasia y que se dedica “a lo del campo”, pero que pocas veces lo que gana alcanza para comer y pagar la renta. “Vine a raíz del discurso de Petro. Fue como una voz de aliento”, admite. Él también vuelve a su apartamento todas las noches. Durante los días, se la pasa en el asentamiento. “Estamos esperando que Petro nos regale ese pedazo de tierra”, sentencia.
Como ellos, la gran mayoría de los ocupantes duermen en otros lados. El alcalde asegura que unas 100 familias viven al 100% en la finca. Un líder de la comunidad, Imer Navarro, argumenta que son unas 400. Sea como sea, muchos dicen que están esperando a que las autoridades pongan luz y alcantarillado. Otros afirman que se mudarán a la ocupación pronto, cuando haya vencido su último pago de arriendo.
La disputa por la finca
Aunque varios gobiernos han entregado tierras a campesinos en los últimos años, el alcalde dice que eso no va a ocurrir con Santa Helena. “No hay que darle falsas esperanzas a la gente”, sostiene. Y es que ni Petro ni el Gobierno pueden hacer absolutamente nada con el predio. Al menos por ahora. El bien fue comprado en 1998 por Jesús Gabriel Úsuga Noreña ―hoy llamado legalmente Juan Richard Noreña―. En noviembre de 2000, Úsuga aceptó ante la justicia estadounidense haber lavado dinero del cartel de Medellín, la banda del legendario Pablo Escobar. Fue extraditado poco después a Estados Unidos.
En 2003, el extraditado vendió la finca a la sociedad Santa Helena S.A. Una fuente que prefiere mantener el anonimato por seguridad asegura que los hijos de Úsuga eran accionistas de la empresa. Un año después, en 2004, la Fiscalía incautó un gran número de bienes que pertenecían al confeso criminal, incluyendo la finca, bajo el argumento de que los había adquirido con dinero del narcotráfico. Desde entonces, la propiedad está sometida a una batalla jurídica. Los actuales dueños afirman que son tenedores de buena fe ―es decir, que la compraron sin saber su origen ilícito― y que, por lo tanto, deberían quedarse con ella. El Gobierno se ha opuesto.
Desde la incautación, la finca está a manos de la entidad estatal encargada de manejar bienes incautados a la mafia, hoy en día llamada la Sociedad de Activos Especiales (SAE). Es ella quien lidera el proceso de extinción de dominio. Mientras tanto, cedió la administración de la finca a privados, como hace con los bienes a su cargo. El predio ha sufrido varias ocupaciones desde entonces, como la que dio a nacer el barrio La Colombianita, donde muchos de los ocupantes actuales arriendan apartamentos. Numerosas fuentes en Caucasia, incluyendo el alcalde Montes, alegan que varios candidatos a la Alcaldía han regalado parcelas en Santa Helena a cambio de votos, aunque dicen que esos aspirantes nunca han ganado.
La SAE explica que en 2020 empezó a vender la finca, a través de un proceso de enajenación temprana. Sin embargo, los propietarios lograron frenar el negocio con una tutela. Tres años después, la situación sigue sin resolverse.
Mauricio Urquijo, director de esa entidad en Antioquia, asegura a este diario que la SAE no puede vender el predio hasta que la situación se resuelva. Agrega que el Gobierno se niega a desalojar a los ocupantes. Un comunicado de la entidad respalda esa posición: “En el gobierno del cambio no se hacen desalojos violentos, prima el diálogo y el debido proceso con las comunidades. La SAE agotará otras vías para recuperar el inmueble”. Eso encaja en la política de esa entidad en el Gobierno de Petro: desde diciembre de 2022 ha entregado tierras confiscadas a campesinos, como un laboratorio de su reforma agraria.
Ante un enredo jurídico sin fin a la vista, la Alcaldía y la SAE intentan actualmente identificar a los ocupantes para saber cuántos y quiénes son, y cuáles son sus necesidades. Ha sido un proceso difícil: funcionarios del Gobierno local dicen que fueron amenazados y expulsados del predio la semana pasada . La fotógrafa que participó en este reportaje también fue abordada de forma agresiva por un grupo de ocupantes. Se calmaron cuando se enteraron de que estaba acompañada por un líder de la comunidad.
Madres, hijos y desplazados
En su despacho, el alcalde asegura que han podido identificar a unas 2.500 personas, entre ellas, a más de 200 niños y adolescentes. Dice que le gustaría ayudarlos, pero que el municipio “no cuenta con los recursos para ayudar a toda esa gente”. Según él, el 80% no son de Caucasia, y la mayoría ya tiene casa propia y quiere aprovechar la situación. “En la invasión hay muchas personas sin necesidad”, sostiene.
Es una versión que contrasta con los testimonios de personas como Enerys Benitez. Sentada en su ranchito, la mujer de 74 años cuenta que fue desplazada por el conflicto armado en 2010 y que no recibe una pensión: “Sacrifico acá todos los días para que mi familia tenga donde vivir”. O Yolima Patillo, que tiene 45 años, es madre soltera, también desplazada, y se dedica a vender tamales y empanadas: “Nos quedaremos hasta que nos saquen o nos dejen. No tenemos otra”. O Luis Durán, de 27 años, que dice con machete en mano que está construyendo una vivienda para él, su madre y su hermana: “O pagamos el arriendo o pagamos la comida. No podemos seguir así”.
Todos son vecinos de Ludis Galeano, que vive al fondo de la finca, al lado de un caño, con sus hijos de 10, 6 y 4 años. La madre de 30 años hace su vida aquí. Y con un vistazo rápido se nota. Un tanque de 150 litros recoge agua de lluvia frente a la casa. La usan, dice ella, para todo. Dentro de la vivienda, que ilumina con una linterna, hay marcadores y papeles por todos lados. Un puñado de zapatos diminutos están guardados en una esquina. Cacerolas y sartenes varios se encuentran debajo de un escritorio que sostiene una pequeña cocina de gas. Más adentro hay dos camas y una alfombra sobre el piso de tierra.
A Galeano se le ilumina el rostro cuando recuerda cómo se enteró de la invasión: “Me llamó el padrino de uno de mis hijos. Le dije que sí de una”. Al día siguiente, el 18 de abril, pagó 200.000 pesos (unos 50 dólares) a un señor para que llevara todas sus pertenencias de un corregimiento de Tarazá a este lote; un viaje de más de una hora. Desde entonces, dice, viven felices. “Acá estamos bien, gracias a Dios. Por fin estamos tranquilos”, afirma.
Mientras la mamá conversa sentada, dos de los niños corren detrás de los tres pollitos de la casa. El más grande, Cristian, se baña detrás de la casa con agua de lluvia. Ella cuenta que no ha trabajado desde que llegaron. Se dedica a hacer arreglos de ropa y vender mazamorra ―“siempre me ha gustado rebuscármela”―, pero sin luz ni agua, se conforma con los 150.000 pesos (alrededor de 40 dólares) que su exesposo le manda quincenalmente. De golpe una voz la interrumpe: “Mamá, no me alcanzó con el agua que usted dijo”. “Ay ay ay. ¡Qué cuerpo tan grande!”, contesta.
Minutos más tarde, Cristian sale de la casa vestido de una camiseta de botones; está de cumpleaños. Se acerca a su madre, que lo peina con cariño. “¡Mire qué melo [chévere]! ¡Qué guapo!”, le susurra mientras le acaricia la cabeza. Los niños siguen jugando con los pollos mientras la mamá los observa. Esperan un familiar, dice, que los va a llevar a comer.
―¿Cuándo viene?
―No sé. No he podido cargar el celular en una semana.
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