Una escuela de tambores para mantener las tradiciones y resistir al despojo del territorio
Rafael Ramos fundó una escuela gratuita en Cartagena (Colombia) para que cientos de jóvenes se conecten con un acervo ancestral que estaba languideciendo con la muerte de los grandes maestros y les ofrece alternativas
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
A sus 15 años, Rafael Ramos ya tocaba el tambor con Totó la Momposina, la famosa representante del folklore caribeño colombiano en el mundo. Su amor por la percusión lo traía de casa, pero en cuanto pudo, dejó su natal Cartagena de Indias y se mudó a la capital colombiana a estudiar formalmente los sonidos y las técnicas de este instrumento. Ahí, sin embargo, se dio cuenta de que en la academia solo había espacio para aprender percusión sinfónica. La música de su tierra no se estudiaba. Su amistad con el legendario músico de San Basilio de Palenque Paulino Salgado Valdez, conocido como Batata, le permitió mezclar las formalidades de lo que aprendía en la universidad con los ritmos que ese viejo había atesorado por generaciones entre sus manos. De él aprendió el carácter ritual del tambor que llegó a Colombia; con él descubrió esa ancestralidad africana que hasta ahora nunca había nombrado en su música.
Sin embargo, mientras Rafael estaba en sus viajes representando el sabor de su tierra, un pesar le entristecía el canto. Esos hombres mayores del Caribe colombiano que tanto le habían legado a la cultura de la música y de los que él había aprendido una mística que parecía elevar sus pregones a lo sagrado se estaban muriendo. Poco o nada había quedado grabado de sus enseñanzas, de sus técnicas y de sus historias, y sus saberes se perdían con cada fallecimiento. Cuando lo sacudió la noticia de la muerte del maestro Encarnación Tobar, ‘El diablo’, una leyenda tamborera que no tenía un claro sucesor, Rafael supo que tenía que regresar, romper la desconexión que lo alejaba de su territorio y hacer algo por mantener y cuidar la cultura de ese tambor que tanto le había dado a él.
Así fue cómo fundó en 2007 la primera versión de su escuela de tambores. Sin una sede y, a la sombra de cualquier árbol que lo pudiera acoger, Rafael empezó a convocar a jóvenes que quisieran ganar maestría en sus manos para hacer buenos redobles y a la vez servir de memoria viva del patrimonio musical que gravitaba por todo el Caribe. Creó una escuela itinerante que hacía de puente entre la tradición, invocando los saberes de los maestros, y la academia, invitando a profesores que había conocido en la capital. Con la llegada de niños y jóvenes de varios sectores de la ciudad, sobre todo de los más deprimidos, se dio cuenta de que ese encuentro en torno a los ritmos, al pasado y al sabor parecía adquirir otra relevancia: les ofrecía otro propósito de vida.
Alternativas para los jóvenes
Con cifras de pobreza moderada escalando por encima del 40% en la población cartagenera, muchos de los jóvenes descubrieron en el redoble del tambor que podían tener otro destino que vender dulces, bailar en las playas o entrar en el mercado sexual que devoraba a la ciudad. “La escuela, además, se convirtió en una manera de vincularlos con el territorio, hacerles valorar sus tradiciones y la riqueza de esas tierras que lentamente han sido capitalizadas por proyectos hoteleros y que, en un proceso de gentrificación, han ido borrando los rasgos característicos de la población que allí ha habitado. Enseñar el espíritu del tambor fue una manera para que los estudiantes reconocieran la autonomía de su territorio”, cuenta Rafael.
Al ser gratuita, llegaron jóvenes de muchos lugares, entre ellos dos de La Boquilla, un barrio de pescadores con duros indicadores de pobreza extrema. Waidis Ortega y Yoel Londoño pronto aprendieron y se apropiaron del tambor. Entonces Rafael los invitó a que se volvieran maestros y empezaran a enseñar a los niños de su comunidad para que así tuvieran sus primeros ingresos. “Ahí fue cuando me di cuenta de que la escuela no solo tenía como propósito mantener la tradición musical, sino que podía ser un espacio de estudio, de formación, de construcción de comunidad que ayudara a los más jóvenes a transformar su presente”, cuenta Rafael.
La escuela pronto terminó moviéndose del todo al barrio La Boquilla y se convirtió en Tambores de Cabildo de la Boquilla. Con una convocatoria que le llevaba a tener más de 50 alumnos por promoción, el gran reto era encontrar un modelo productivo que le permitiera seguir subsistiendo de forma gratuita y empleando a los jóvenes que ella misma formaba en la música. Para eso Rafael creó dos unidades productivas: por un lado, crearon una experiencia de clase de tambor para que los turistas que visitaban Cartagena conocieran la escuela, tuvieran la oportunidad de tocar y aprender algo de este instrumento que había llegado de África y a la vez pudieran recibir un concierto de los estudiantes de los diferentes cursos de la escuela. En medio de sesiones de mucho baile, gozo y diversión, este modelo posibilitaba que todo ocurriera en un espacio seguro y de contención haciendo que fueran los turistas y no los jóvenes los que se movilizaran para tener una inmersión cultural.
Estas presentaciones trajeron tanto reconocimiento entre la comunidad que Tambores de Cabildo fue convocada para tocar en el estadio El Campín, en Bogotá, en la inauguración del Mundial Sub 20 de 2011. “Cuando la gente de La Boquilla vio que sus jóvenes los estaban representando con la música se sintieron muy orgullosos y fue un aliciente para que más personas de la comunidad se involucraran, incluso logramos que la comunidad nos donara un lote en donde pudimos empezar a construir la escuela”, cuenta Rafael, quien recuerda que algo parecido ocurrió cuando los maestros de la escuela fueron invitados a entonar el himno nacional durante la firma de los acuerdos de paz del Gobierno con las Farc, en La Habana, Cuba.
La otra forma de lograr que la escuela pudiera mantener sus puertas abiertas fue convocar a otra de las grandes riquezas culturales de la zona: la comida. Las mamás de los estudiantes empezaron a cocinar dulces típicos, enyucados y cocadas para ofrecer durante las presentaciones y luego para poder proveer a otros eventos culturales de la ciudad. “La escuela se convirtió en una manera efectiva para que los niños y jóvenes de esas zonas fortalecieran las prácticas culturales vivas de su comunidad ancestral, pero además que se apropiaran de sus derechos culturales, del derecho a la educación, a una educación étnica, a ser autónomos en su territorio y además que hubiera una inclusión productiva: un empleo cultural a partir de los activos de la comunidad para involucrar a más miembros”, cuenta Rafael, que ha buscado a otros líderes de territorios en Colombia para que el modelo de la escuela se replique.
En los Montes de María, Bolívar, población muy azotada por el conflicto armado colombiano, en la Guajira, en donde hay serios problemas de abastecimiento de comida y sequías, y en el archipiélago de San Andrés, que quedó muy lastimado por el paso del Huracán Iota en 2020, Rafael ha buscado líderes y lideresas comunitarias para que se replique este modelo.
En torno a la riqueza cultural de cada lugar, el tambor, los tejidos wayúu y el calipso, se ha buscado hacer nuevas escuelas y que más que músicos, tejedores o cantadores posibiliten que los jóvenes tengan un espacio de encuentro, se formen en liderazgo, en ejercicios comunitarios, reconozcan la grandeza de las tradiciones, de su territorio y, sobre todo, vean la posibilidad de que el futuro tenga otros matices más inclusivos, esperanzadores y gozosos.