El significado democrático de la paz

La lección del acuerdo con las FARC es que la paz es posible en medio de las más difíciles circunstancias, y que como dice la canción de Lennon hay que darle siempre una oportunidad

Juan Manuel Santos y Rodrigo Londono luego de firmar la paz en el Teatro Colón, el 24 de noviembre de 2016.Fernando Vergara (AP)

La lucha por llegar al cierre definitivo de la prolongada época de la violencia es el centro de la vida social colombiana contemporánea. Sin duda, la construcción de la paz ha sido el factor democrático que ha propiciado los mayores cambios en el régimen y el sistema político. No es casual que quien gobierna hoy haya sido precisamente protagonista del proceso de paz que cerró exitosamente no solo uno de los múltiples conflic...

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La lucha por llegar al cierre definitivo de la prolongada época de la violencia es el centro de la vida social colombiana contemporánea. Sin duda, la construcción de la paz ha sido el factor democrático que ha propiciado los mayores cambios en el régimen y el sistema político. No es casual que quien gobierna hoy haya sido precisamente protagonista del proceso de paz que cerró exitosamente no solo uno de los múltiples conflictos armados, sino que además desembocó en la adopción de la actual Constitución.

Se cumplen siete años de la firma del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. El día de su posesión, el presidente Gustavo Petro afirmó que este sería un compromiso central de su gestión, y que tanto los puntos del Acuerdo como las recomendaciones de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad deberían cumplirse “a rajatabla”. El balance de ese compromiso es contrastado. Mientras en algunos aspectos se han producido desarrollos innegables, como por ejemplo en el impulso a la realización de la reforma rural integral y en la inclusión del presupuesto de la implementación en el Plan Nacional de Desarrollo del próximo cuatrienio, en otros aspectos aún son pálidos los resultados. No se ha podido garantizar plenamente la protección de la vida de los firmantes de paz y sus familiares, que siguen siendo objeto de acciones sistemáticas de asesinato y persecución en sus nuevos espacios de vida. Si bien se ha fortalecido presupuestalmente, la implementación, la institucionalidad y la gerencia para ejecutarla son deficientes.

No obstante, en estas líneas quiero referirme a otro aspecto de esta evaluación. Quiero subrayar que los efectos transformadores de un proceso de paz no solo se miden por la implementación de sus acuerdos. De ese mismo balance debe hacer parte lo que llamo su valor democrático, su impacto sobre el régimen y sus fuerzas predominantes, sobre la conciencia moral, la memoria de la violencia y la cultura política en general. Estos cambios que tocan niveles más profundos del sistema pasan habitualmente desapercibidos, pero a mi juicio son los que otorgan el mayor significado a la construcción de la paz.

En el caso del Acuerdo Final suscrito en 2016, ese valor democrático tiene múltiples expresiones. En primer lugar, y visto de una manera global, sin exageraciones puede decirse que este proceso se constituyó en un referente para la construcción de la paz en el mundo. En especial, su modelo de justicia restaurativa y su noción de centralidad de las víctimas se estudian en prestigiosas instituciones académicas como solución a la falsa contraposición entre paz y justicia, y se asumen como estándares internacionales.

Esos efectos de la justicia restaurativa también se han sentido en la vida nacional. La intensa labor de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en el contexto de los macrocasos, las investigaciones adelantadas en corto tiempo sobre miles de hechos de violencia y el meticuloso informe final de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad se han constituido en revelaciones y reconocimientos que han sacudido a la opinión pública y comienzan a tener un efecto demoledor sobre la tradicional indolencia social, que ha naturalizado la impunidad sobre los crímenes contra la humanidad perpetrados por décadas en Colombia.

El significado democrático del Acuerdo también se plasma en que se pudo lograr en un contexto de amplio escepticismo hacia la paz y enorme popularidad de la guerra. Estos diálogos realizados en medio de la adversidad mostraron que sí era posible alcanzar el final de uno de los capítulos más cruentos del conflicto armado colombiano. Bien recuerdo que, cuando se estaba en desarrollo de las negociaciones, a cada nueva crisis u obstáculo surgían las voces de los pregoneros del desastre: “Con las FARC es imposible”, “Es la repetición de otros fracasos”, “Se siguen burlando de la sociedad colombiana”. Pero sí se pudo. Se demostró que era posible construir la paz con una organización armada con la que se habían realizado numerosos intentos anteriores que habían sido infructuosos, y cuyo fin había conducido al recrudecimiento de la violencia. La lección es que la paz es posible en medio de las más difíciles circunstancias, y que como dice la canción de Lennon hay que darle siempre una oportunidad.

El Acuerdo generó una movilización política en diversas dimensiones. Fue en sí mismo un proceso altamente participativo en el que opositores y defensores pudimos exponer nuestros argumentos sobre los contenidos del pacto y dirimir nuestras contradicciones por vías plebiscitarias, refrendatarias y normativas. Y a pesar de la victoria del No al Acuerdo en el plebiscito, visto en forma retrospectiva, el tratamiento público de esas contradicciones, que al cabo del tiempo se han ido superando, fue saludable para la sociedad colombiana, pues permitió la deliberación en forma amplia e intensa. De igual modo, como se sabe, el logro de la paz con las FARC-EP contribuyó a que la izquierda política pudiera ejercer en mejores condiciones la oposición y en unos cuantos años alcanzar el triunfo electoral para convertirse en Gobierno.

Como parte de ese valor democrático, cabe destacar igualmente la conformación de una fuerza social que lo hizo posible: los firmantes de paz, las víctimas, las lideresas y los líderes sociales. Ese triunfo, que por momentos parecía imposible, se ha ido consolidando gracias a una generación de héroes y heroínas, en su gran mayoría anónimos, que han ofrendado su vida para llegar a este séptimo aniversario: quienes dejaron las armas y, a pesar de las dificultades, cumplieron su palabra; las mujeres y los hombres que han liderado a sus comunidades territoriales para construir los proyectos de la implementación en escenarios en que otros grupos armados llegaron de nuevo a sembrar la guerra; o las víctimas y sus asociaciones, quienes con generosidad tendieron la mano a la reconciliación.

El futuro de la sociedad colombiana está indisolublemente atado a la superación histórica de la época de la violencia prolongada y a la construcción de la paz definitiva e integral. Cada uno de los procesos de paz adelantados en nuestra historia contemporánea hacen parte del acumulado democrático de nuestra sociedad. Debemos seguir avanzando en ese camino: necesitamos llegar a un Acuerdo Nacional, crear la política de paz de Estado, conquistar el acuerdo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), encontrar por la vía del consenso la solución a las otras formas de violencia, alcanzar la reconciliación como sociedad y crear una cultura que se funde en la concertación política como forma habitual de tratamiento de los problemas nacionales.

De ese legado democrático es una pieza esencial el Acuerdo de 2016.

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