La propuesta de menos cárcel en Colombia refleja los fracasos de sus políticas de justicia
El ministro de justicia, Néstor Osuna, ha desatado controversia al sugerir un cambio de modelo hacia la justicia restaurativa
Hacia el año 1750 antes de Cristo una de las primeras civilizaciones, la de Babilonia, produjo el código de Hammurabi, uno de los conjuntos de leyes más antiguos del mundo. Entre las 282 normas talladas en piedra estaba la Ley del talión, un principio de justicia retributiva, basada en la venganza. “Ojo por ojo, diente por diente”, también reza un refrán popular inspirado en un pasaje bíblico. Esta visión es opuesta a la de la justicia restaurativa, que se enfoca más en la reparación de la víctima y en la prevención del delito. La propuesta del ministro de justicia, ...
Hacia el año 1750 antes de Cristo una de las primeras civilizaciones, la de Babilonia, produjo el código de Hammurabi, uno de los conjuntos de leyes más antiguos del mundo. Entre las 282 normas talladas en piedra estaba la Ley del talión, un principio de justicia retributiva, basada en la venganza. “Ojo por ojo, diente por diente”, también reza un refrán popular inspirado en un pasaje bíblico. Esta visión es opuesta a la de la justicia restaurativa, que se enfoca más en la reparación de la víctima y en la prevención del delito. La propuesta del ministro de justicia, Néstor Osuna, de avanzar hacia este modelo implica un cambio de paradigma en un país como Colombia.
El mecanismo en el que “la víctima y el victimario pueden pactar una sanción reparadora con aprobación del juez” permitiría “disminuir y en algunos casos sustituir la pena de prisión”, en palabras del ministro. De forma más general le explicó a EL PAÍS que “el Gobierno está decidido a no seguir con la política del populismo punitivo que ha imperado”. Luego propuso, de forma más gráfica, que los ladrones de celulares deban devolverlo y pagar varios meses de servicio a su víctima, para así resarcir el delito. Aunque no es del todo novedoso, el planteamiento no solo despertó voces de respaldo, sino de escepticismo en una sociedad creyente en la cárcel como castigo. En Colombia ha existido una tendencia a aumentar la duración máxima de la privación de la libertad desde hace más de 80 años. La mayor pena permitida, que hasta 1980 era de 24 años, actualmente es de 60 años de prisión, una de las más altas de América Latina. Solo en este siglo ha subido 20 años.
Podría ser mayor, pero hace un año la Corte Constitucional tumbó la cadena perpetua para los violadores y asesinos de niños, niñas y adolescentes, impulsada por el gobierno de Iván Duque y aprobada en el Congreso de la República, por considerar que iba en contra del principio de la dignidad humana. “Existe una hiperinflación punitiva en los códigos penales. La respuesta del derecho penal contemporáneo no es un castigo de odio o venganza; hay que buscar mecanismos más eficaces”, asegura Enrique Gil Botero, secretario general de la Conferencia de Ministros de Justicia de Países Iberoamericanos. En 2018, como ministro de justicia de Juan Manuel Santos, Gil lideró un proyecto de ley con sanciones restaurativas para delitos como la inasistencia alimentaria o el microtráfico de drogas. El Congreso no lo aprobó.
El exceso de penas y delitos en Colombia ha conducido a una sobrepoblación carcelaria que ronda el 20%. La capacidad es para 81.000 presos y hay más de 97.000. La Corte Constitucional, el máximo tribunal de protección de los derechos fundamentales, lleva dos décadas advirtiendo la falta de garantía de los derechos humanos en los centros de reclusión.
En una sentencia de 2015, reseña un ejemplo documentado por la Procuraduría: un pabellón con capacidad para 240 internos tenía 903 reclusos, vigilados por un solo guardia. “No existen las condiciones mínimas para que realicen sus necesidades corporales (…) Se vive en condiciones que acarrean un trato cruel, inhumano y degradante para las personas privadas de la libertad”, decía el informe.
“Sí tienen que pagar, claro, pero no bajo las condiciones en las que se encuentran. Está bien que estén en una cárcel pero que les respeten sus derechos”, expresa María Piedrahita, la madre de un hombre de 39 años condenado por homicidio. “Algunos pasan hambre y sed. En algunas cárceles no hay servicio de agua”, denuncia.
“Hay que apostarle a que la cárcel se aplique para algunos delitos, pero que sea la última sanción a imponer. Disminuir el hacinamiento mejoraría las circunstancias de reclusión de quienes queden allí. Hoy no son centros de resocialización, sino bodegas humanas”, enfatiza Esmeralda Echeverry, directora de la fundación Cárceles al Desnudo que trabaja por las condiciones dignas de los presos y sus familiares. La muerte de 53 presos en un incendio en la cárcel de Tuluá (Valle), en julio, es un ejemplo de ello.
La propuesta del ministro Osuna recuerda otra realidad: las fallas estructurales en la política criminal, como ha alertado la misma Corte. Cerca de un cuarto de la población carcelaria, según el Instituto Nacional Penitenciario (INPEC), son reincidentes. “La cárcel no resuelve todos los problemas. La forma en que está operando la justicia penal nos da resultados más dañinos de aquellos a los que esperamos responder”, afirma el abogado y especialista en instituciones jurídico penales, Ricardo Cita.
“Tener a una persona en la cárcel es un castigo duro, fuerte, pero la víctima se queda sin aquello que le quitaron o sin reparación de la agresión”, agrega el ministro Osuna. Su propuesta surge en un momento histórico para Colombia, que aún busca sanar las heridas de un conflicto armado con más de 9 millones de víctimas. “La rabia es parte de las respuestas emocionales normales frente a las experiencias anormales sufridas”, dice el informe de la Comisión de la Verdad sobre los impactos sociales y colectivos de la guerra.
Un ejemplo de que Colombia apenas empieza a explorar los caminos de la reconciliación, han sido las audiencias cara a cara entre víctimas y victimarios ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la instancia creada para que los máximos responsables del conflicto reconozcan sus delitos. Los procesos se centran en la verdad, justicia, reparación y no repetición. Si los comparecientes niegan su participación en los crímenes pueden enfrentar hasta 20 años de cárcel.
En Bogotá, la capital colombiana, existe otro modelo de justicia restaurativa. “Un joven de 17 años tocó a su prima menor de edad sin su consentimiento. El proceso fue muy duro para la familia, pero hicimos todo el acompañamiento psicosocial. La mamá de la niña le pidió a su sobrino, como acto restaurativo, que reconociera ante sus padres el daño que había causado”, cuenta la trabajadora social Mónica Montenegro, quien forma parte del programa distrital para la Atención y Prevención de la Agresión Sexual, PASOS. En otro caso, un joven compuso una canción para pedirle perdón a un policía por haber cometido una agresión. La tasa de reincidencia del programa es apenas del 4%. También hay experiencias en otros países de la región, como Bolivia.
Cambiar la premisa de la Ley del talión tendrá que pasar por el Congreso de la República. La que por ahora es una propuesta lanzada al aire, pero por el Ministro del ramo, se incluirá el próximo año en un proyecto de reforma penal del Gobierno Petro. “En la medida que haya una apropiación de la gente, que encuentren esta propuesta responsable, sensata y no riesgosa para la seguridad ciudadana, la política podría ser acogida por el Congreso”, opina el abogado y senador Guido Echeverri, quien defiende los derechos humanos de los presos. “El perdón es más saludable que la venganza”, puntualiza el ministro Osuna, quien parece estar dispuesto a demostrar que el modelo actual no está escrito en piedra.
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