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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Clan del Golfo y las dos Colombias

En Colombia el “paro armado” es una estrategia recurrente de grupos ilegales para generar terror, obligar al cierre de establecimientos y confinar a la población

Un bus quemado por miembros del Clan del Golfo, cerca de San Pedro de los Milagros, en el departamento de Antioquía, Colombia, el 6 de mayo.
Un bus quemado por miembros del Clan del Golfo, cerca de San Pedro de los Milagros, en el departamento de Antioquía, Colombia, el 6 de mayo.JOAQUIN SARMIENTO (AFP)

Hay imágenes que muestran con claridad esa realidad paralela que vive un país dividido en donde según la Constitución todos somos iguales y en la realidad hay unos más iguales que otros. Primera escena: una inmensa región afectada por la amenaza terrorista del grupo paramilitar conocido como el Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Cientos de personas confinadas, colegios cerrados, medios de comunicación silenciados, vehículos quemados, estaciones de policía atacadas, problemas para conseguir mercado. En otra escena, en la misma zona, un matrimonio de lujo reúne en Montería a la élite de la región en una fiesta con seguridad garantizada, licor y abundante comida. El llamado “paro armado” ordenado por los criminales no fue para ellos.

Montería, la ciudad de la fiesta, es la capital de Córdoba, uno de los varios departamentos afectados por los atentados del Clan del Golfo que respondió con violencia, como era de esperarse, a la extradición de su jefe Otoniel a Estados Unidos. En Colombia el “paro armado” es una estrategia recurrente de grupos ilegales para generar terror, obligar al cierre de establecimientos y confinar a la población. Se usa con frecuencia, pero pocas veces tiene un impacto tan amplio y simultáneo como el que se ha vivido en los últimos días y que puso en evidencia un peligroso poder en casi una cuarta parte del país, de manera directa o tipo “franquicia delincuencial” operando con otros grupos.

Según Cerac, ONG experta en análisis del conflicto, una actividad tan intensa de este grupo no se reportaba desde el mes de marzo del año 2016. El Gobierno respondió tarde. En medio del ataque de varios días, treinta alcaldes de Antioquia y Chocó le escribieron al presidente una carta en la cual clamaban por ayuda: “Seguimos acorralados por estos grupos delincuenciales y estamos solos para atender a las comunidades, quienes se sienten desprotegidos e intimidados ante la irregularidad de la situación” (sic).

Y es que si de dos Colombias se trata, siempre es muy distinto ver los problemas desde Bogotá a vivirlos en las regiones. El presidente Iván Duque primero desestimó la amenaza hablando de “actos aislados” y varios días después, ante la contundencia de los ataques, fue a la zona para anunciar un despliegue de fuerza pública y un bloque de búsqueda que tiene como misión capturar a los nuevos cabecillas.

Imposible no pensar en el bloque de búsqueda contra Pablo Escobar. Han pasado más de 30 años y aquí seguimos en las mismas. Tal vez porque es difícil tener resultados distintos cuando se aplica una y otra vez la misma fórmula. La guerra contra las drogas está perdida y aun así insistimos en poner más muertos y más dolor en las comunidades en donde las mafias sientan sus bases. Debe ser porque quienes toman decisiones pueden ir a las fiestas de matrimonio sin nada que temer mientras los policías y las comunidades se enfrentan en una guerra desigual a los delincuentes. Al tiempo que se anunciaba el bloque de búsqueda varios alcaldes de la zona denunciaban que el control en sus municipios lo tienen los delincuentes. El gobernador de Antioquia Anibal Gaviria habló de “falencias del Estado en el control territorial”.

En ese escenario de las dos Colombias también es dual lo que pasa con los encargados de batallar contra los criminales: mientras la Policía y el Ejército ponen muertos y heridos en esta guerra perdida, la corrupción que permea a estas instituciones ha permitido el fortalecimiento de estos grupos criminales. La estrategia de solidaridad de cuerpo que considera como una afrenta a los héroes señalar la corrupción y pedir castigo, impide ver que ahí se tiene un problema que amerita también toda la fuerza del Estado.

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Desde Carepa, uno de los municipios más golpeados por el Clan del Golfo, el presidente Iván Duque habló de la amenaza: “Ellos han estado interesados en generar zozobra mediática, para tratar de buscar algún tipo de aproximación, de negociación, aprovechando el certamen electoral”. Es cierto que en tiempos electorales en Colombia se dispara la violencia, pero no era una zozobra mediática. Desde las regiones golpeadas muchos testimonios confirman que el miedo y la violencia son muy reales. El sistema de monitoreo de riesgo de la Jurisdicción Especial para la Paz reportó más de 300 acciones violentas.

Si algo ha mostrado este “paro armado” es que estamos lejos de lo que sentenció el presidente Duque cuando fue capturado alias Otoniel en octubre del 2021 cuando dijo que ese golpe “marca el final del Clan del Golfo”. Fue un punto importante para el Gobierno, sin duda, pero en una amplia región el Clan sigue muy vivo, muy fuerte. Son dos Colombias, dos miradas, dos realidades, en una larga historia que repetimos siempre como tragedia.

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