‘The Newsreader’: modesto y fidedigno retrato del oficio que consiste en pisarle los talones al mundo

La serie, ambientada en la redacción de un informativo australiano en la década de los ochenta, huye de la espectacularización del género periodístico para centrarse en aquello que hace única (y adictiva) a la profesión

Un momento de la serie australiana 'The Newsreader'.

El año es 1986, y el lugar es Australia. En concreto, la redacción de un informativo de televisión nacional en la que nada nunca se detiene. Porque eso es lo que ocurre con el periodismo. Que existe como sombra del mundo. Como algo que llega siempre tarde pero que no puede no hacerlo porque las cosas deben ocurrir para que puedan convertirse en noticia. Lo es que estalle una bomba en el centro de la ciudad, pero también que el éxito de Cocodrilo Dundee —no olviden que estamos en Australi...

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El año es 1986, y el lugar es Australia. En concreto, la redacción de un informativo de televisión nacional en la que nada nunca se detiene. Porque eso es lo que ocurre con el periodismo. Que existe como sombra del mundo. Como algo que llega siempre tarde pero que no puede no hacerlo porque las cosas deben ocurrir para que puedan convertirse en noticia. Lo es que estalle una bomba en el centro de la ciudad, pero también que el éxito de Cocodrilo Dundee —no olviden que estamos en Australia, en 1986— esté llenando el país de turistas. Y en ese sentido, por su honestidad y su antiépica, The Newsreader (Filmin y COSMO) no solo funciona como el reverso de la hipervitaminada The Newsroom del siempre espectacularmente intelectual Aaron Sorkin, sino como el retrato más modestamente fidedigno del oficio que consiste en pisarle los talones al mundo.

El arranque de la serie da una idea de en lo que consiste la perpetua improvisación de la noticia. El iluso y apasionado Dale Jennings (un Sam Reid temeroso de no tener el talento suficiente), fastidia parte de una cinta con declaraciones de Paul Hogan y tiene que grabar un falso stand up —nombre técnico de las piezas que introduce un reportero desde el lugar de la noticia— ante un puñado de plantas en la puerta de la cadena, con el informativo ya en marcha. Lo adrenalínico del momento, lo frenético —los presentadores, los newsreaders, de ahí el título de la serie, están dando pie a la noticia y Jennings aún está insertando el vídeo— contiene aquello que hace del periodismo una especie de droga, aquello que lo convierte en el centro mismo de la vida de los protagonistas, y a la vez, una poderosa razón para olvidarse de ella.

Porque en esa carrera, Helen Norville, interpretada por la siempre brillante y magnética Anna Torv, puede permitirse ser el medio y no el fin. La presentadora estrella de Noticias 6 puede esconderse tras la pantalla y usar su poder, su enorme capacidad como comunicadora —el talento del personaje es, dentro de lo humilde del formato, de otro planeta—, para fingir que no existe nada más allá. Y lo más valioso de su personaje no es tanto la pasión —que comparte con Jennings, en quien ve a un sucesor posible, pese a no tener, como ella, un talento innato para el asunto— que convierte en motor de su existencia como el retrato de la fragilidad de la salud mental cuando se la somete a un todo o nada constante. Pero en su caso es además un todo o nada necesario, porque Norville tiene un único bote salvavidas: ella misma en la mesa, ante la cámara, leyendo las noticias.

Anna Torv y Sam Reid durante una escena de 'The Newsroom'.

La intención de plasmar de qué forma se convive con la ansiedad y la neurosis es evidente, pero la trama de esta primera, y bien ejecutada temporada, por momentos en exceso previsible, no la expande sino que se limita a contar con ella, y a relacionarla con la frustración ante el machismo que limita su espacio, la arrincona —en tanto mente creadora de contenido— y la juzga sin escrúpulos, minando una confianza que no puede minarse porque de ella depende su vida. Y, sin embargo, ahí está, y su situación, por más que también menguada en la historia frente a la del protagonista masculino —y su deseo reprimido, y su relación prohibida con un pasado que se ha convertido en noticia: la epidemia de VIH en la década de los ochenta— es en realidad lo único que importa.

En tanto que, como dice uno de los personajes, “zona de guerra ambulante”, cada auge y caída de Norville sacude a la redacción. Ya sea porque su compañero en la mesa, sintiéndose eclipsado y fuera de juego, la derriba, o porque la situación se vuelve insoportable. Y no tanto porque ella les represente, sino porque es la principal víctima del verdadero verdugo de la historia: la incompetencia. Si la redacción es una suerte de barco en una tempestuosa alta mar es porque está a cargo del volcánico e inepto Lindsay Cunningham (un soberbio William McInnes), un jefe que, frustrado, trata de pisar a sus redactores en vez de colocarlos en el lugar en el que cada uno de ellos merece y quiere estar, donde más brillaría y aportaría.

La incapacidad de Lindsay para dirigir con generosidad y empatía la redacción es el verdadero centro de una serie que no solo muestra de qué forma el talento —asfixiado— puede ser una condena. Sobre todo, enseña de qué manera la incompetencia de una única persona puede acabar destruyendo un equipo entero, y con él, a cada uno de sus integrantes, sin que nada, afortunadamente, se resienta. Porque en eso consiste el periodismo también, en que el periodista no sea nunca la noticia, en que el periodista, y sus problemas, desaparezcan bajo los titulares de portada, que no van a dejar de ser titulares de portada, pase lo que pase.

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