Los datos biométricos, la nueva arma de represión que amenaza a los afganos
El Gobierno de Kabul recopiló con ayuda tecnológica de EE UU información sensible que, en manos de los talibanes, podría poner en riesgo a cientos de miles de funcionarios, militares y policías
La retirada estadounidense de Afganistán tras 20 años dejó un jugoso botín de guerra para los talibanes. Las imágenes de combatientes barbudos, vestidos y armados como marines muestran solo una parte. También se hicieron con dispositivos de reconocimiento biométrico usados por el ejército estadounidense (sistemas HIIDE), una especie de cámara de fotos capaz de escanear el ir...
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La retirada estadounidense de Afganistán tras 20 años dejó un jugoso botín de guerra para los talibanes. Las imágenes de combatientes barbudos, vestidos y armados como marines muestran solo una parte. También se hicieron con dispositivos de reconocimiento biométrico usados por el ejército estadounidense (sistemas HIIDE), una especie de cámara de fotos capaz de escanear el iris, las huellas dactilares o los patrones faciales, según adelantó la revista digital The Intercept citando fuentes militares. Pero lo más inquietante es la posibilidad real de que también hayan accedido a amplias bases de datos elaboradas a partir de esta misma tecnología. Una información que permitiría identificar de forma inequívoca, rápida y sencilla a cientos de miles de personas vinculadas al anterior Gobierno afgano, tal y como explica una investigación del MIT Technology Review.
El ejército estadounidense llevaba años usando los sistemas HIIDE en Afganistán, primero para confeccionar una gran base de datos (ABIS) de terroristas e insurgentes y más tarde para ayudar al Gobierno afgano a combatir el fraude, como el de los soldados fantasma, así como para pagarles el sueldo de forma segura. Su base de datos, teóricamente en territorio de EE UU, está segura. Más incierto es el destino de la que decidieron elaborar las autoridades locales con la ayuda estadounidense, y que contiene información biométrica de los funcionarios afganos ―entre ellos policías y militares―, así como de quienes se postularan a ocupar cargos de responsabilidad en la Administración. Todos ellos quedaron registrados para comprobar que no tuvieran relación con los insurgentes.
No sería la primera vez que los talibanes recurren a esta tecnología para seleccionar sus víctimas. Según un informe de Privacy International (PI), una ONG británica que vigila las invasiones de la privacidad de los gobiernos, eso ya sucedió en 2016. Tras realizar una emboscada a un convoy de autobuses en Kunduz, al norte del país, tomaron 200 rehenes entre los pasajeros. Varios testigos indicaron a la policía que se les escaneó las huellas a todos y que posteriormente se ejecutó al menos a 12, muchos de ellos miembros de las Fuerzas Armadas que estaban de permiso. No se sabe cómo accedieron entonces a esa herramienta (probablemente se la facilitó algún funcionario). Hoy pueden tenerla a su disposición.
“Pese al aspecto que puedan proyectar sus combatientes, los talibanes tienen capacidad tecnológica al más alto nivel”, asegura un oficial español con amplia experiencia en Afganistán y familiarizado con los sistemas de reconocimiento biométrico. Aunque le cuesta creer que los estadounidenses no deshabilitaran antes de irse las bases de datos afganas que contribuyeron a desarrollar, reconoce que la duplicidad de lealtades de la región (además del Gobierno, la gente también responde ante su clan o ante el señor de la guerra de su zona) le puede haber dado las llaves del sistema a los talibanes.
¿Es capaz el nuevo régimen afgano de elaborar nuevas bases de datos con estos perfiles biométricos? ¿Siguen operativos los sistemas HIIDE tras la retirada estadounidense? “Si hay electricidad para cargar las baterías, por supuesto”, afirma por teléfono Annie Jacobsen, periodista de investigación y escritora especializada en tecnología militar. Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del ejército estadounidense contó además a The Intercept que los talibanes tienen el apoyo de los servicios secretos de Pakistán (ISI), bien preparados en el aspecto tecnológico, al que se podrían sumar los chinos o rusos en caso de que les convenga apoyar al nuevo régimen talibán.
Un recurso militar más
Las primeras historias que le llegaron a Jacobsen sobre el uso de datos biométricos en contexto bélico tenían como escenario Irak. Una de sus fuentes le contó que una unidad especial de la CIA fue a una base aérea estadounidense en Mosul a recoger datos biométricos de seis combatientes del ISIS que habían muerto tratando de tomarlo. Esa era la forma habitual de confirmar la muerte de miembros destacados de Al Qaeda e ISIS para luego hacerla pública. “Pero recoger diez huellas dactilares de cada uno de los seis cadáveres en una zona de guerra lleva mucho tiempo y es peligroso. Escanear sus iris, según me contaron, era más sencillo”, explica la finalista al premio Pulitzer, que en su libro First Platoon describe el ambicioso proyecto del Departamento de Defensa de desarrollar una base de datos biométricos de alcance global.
El interés de los estadounidenses iba más allá de identificar a los caídos: también querían tratar de evitar los atentados contra las tropas de la coalición. “Se dieron cuenta de que entre los curiosos que se acercaban al lugar donde explotaba un artefacto improvisado solía haber miembros de la insurgencia, así que empezaron a acordonar esas zonas y tomarles los datos, incluyendo fotos y huellas dactilares”, explica el militar español, que prefiere guardar el anonimato. “Luego cruzaban esos datos con las huellas encontradas en los restos de los explosivos. Empezaron a saltar coincidencias. Con el tiempo, abrieron el abanico y empezaron a recoger datos en las zonas que consideraban de interés”, añade.
Tras probarlo en Irak, se empezó a usar el mismo sistema en Afganistán. “Para 2015, el Departamento de Defensa ya tenía datos biométricos de casi una cuarta parte de todos los hombres en edad militar de Irak y Afganistán. El objetivo era llegar hasta el 80% de la población de este último país”, cuenta Jacobsen desde Los Ángeles.
El uso militar de estas herramientas no se circunscribe a Asia Central. “Donde quiera que operen las Fuerzas Especiales de EE UU o la CIA, que actualmente están presentes en unos 100 países, se recogen datos biométricos de los prisioneros, de los combatientes abatidos y de civiles sospechosos”, asegura Jacobsen.
Jugar con fuego
Una contraseña o un número de la seguridad social se pueden cambiar; el patrón que describe el iris, único en cada persona, no. Los datos biométricos son inalterables: de ahí su gran valía como elemento de identificación, pero también su devastadora eficiencia si se usa con malas intenciones. “El caso de Afganistán es una muy buena ilustración de por qué no hay que guardar ciertos datos para siempre. Tarde o temprano se usarán para algo que no quieres”, opina la filósofa Carissa Véliz, autora de Privacidad es poder (Debate). En un fragmento de su libro avanzado la semana pasada por EL PAÍS, la profesora del Instituto de Ética e Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford recuerda que lo primero que hacían los nazis al invadir un país era ir a por los registros locales para encontrar a los judíos. Mejor no pensar de qué hubieran sido capaces en caso de disponer de bases de datos biométricos.
Véliz aboga por ponerse en lo peor cada vez que se quiera evaluar si una tecnología es o no potencialmente peligrosa para la sociedad. “En Europa somos muy complacientes. Es muy presuntuoso pensar que siempre vamos a tener una democracia robusta. Ya hemos tenido dictaduras, ¿quién nos asegura que no las volverá a haber?”.
Pese a los evidentes peligros que entrañan las tecnologías de reconocimiento biométrico, su uso está proliferando. Y no solo en democracias occidentales: también en países con situaciones más convulsas, donde es más probable que las garantías y salvaguardas que habitualmente se aplican a estos datos salten por los aires de un día para otro. “Sabemos que se han usado sistemas de reconocimiento biométrico en contextos humanitarios en Irak, Afganistán, Somalia y Palestina”, asegura Alexandrine Pirlot de Corbion, directora de estrategia de Privacy International. En el caso de Somalia, considerado un Estado fallido, el ejército estadounidense colaboró con la ONU en el desarrollo de un sistema de recogida de datos biométricos que pretendía ayudar a distinguir a pescadores de piratas, controlar a los funcionarios y monitorizar los flujos de inmigración, según un informe de PI.
En los campos de refugiados de Jordania, los sirios allí alojados reciben una tarjeta de crédito para hacer la compra y se les identifica antes de pagar con un lector de iris. El proyecto lo puso en marcha Naciones Unidas, cuya alta comisionada para los Derechos Humanos, Michele Bachelet, solicitó esta misma semana una moratoria urgente a los sistemas de reconocimiento facial.
Algo similar sucedió en Bangladés. “Un reciente estudio de Human Rights Watch ha demostrado que datos muy sensibles de los rohingya recogidos por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) fueron compartidos con el Gobierno de Bangladés, que luego se los pasó al de Myanmar”, explica por correo electrónico la consultora Zara Rahman, que ha estudiado ampliamente el uso de estas tecnologías en zonas de crisis humanitaria.
“Es muy interesante analizar desde un punto de vista histórico el interés por recopilar datos biométricos. Empezó en el siglo XIX analizando las propiedades de nuestras caras o huellas dactilares para identificar a criminales”, apunta Ana Valdivia, investigadora en el Departamento de Estudios de Guerra del King’s College London. “Ese es el punto de partida: criminalizar a las personas. ¿Para qué si no quieres identificar a alguien?”.
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