Trump y el destierro de las redes: ¿un peligroso mal necesario?
Expertos, políticos e incluso responsables de las plataformas reconocen la pertinencia de las medidas para frenar los discursos que instigan la violencia, pero exigen un marco que las regule
El pasado 6 de enero, en pleno ataque de cientos de partidarios de Donald Trump al Capitolio, Twitter eliminó tres mensajes del presidente de EE UU y bloqueó temporalmente su cuenta al considerar que había instigado el asalto. No era la primera advertencia. En los últimos meses, para prevenir la desinformación en asuntos tan delicados como las elecciones presidenciales y la pandemia, las redes habían endurecido sus políticas de moderación de contenidos. Y aunque Trump estaba más protegido que el ciudadano corriente, porque su discurso se consideraba de interés público, algunos de sus tuits ya ...
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El pasado 6 de enero, en pleno ataque de cientos de partidarios de Donald Trump al Capitolio, Twitter eliminó tres mensajes del presidente de EE UU y bloqueó temporalmente su cuenta al considerar que había instigado el asalto. No era la primera advertencia. En los últimos meses, para prevenir la desinformación en asuntos tan delicados como las elecciones presidenciales y la pandemia, las redes habían endurecido sus políticas de moderación de contenidos. Y aunque Trump estaba más protegido que el ciudadano corriente, porque su discurso se consideraba de interés público, algunos de sus tuits ya habían etiquetados como engañosos. Unos días después del asalto, Twitter adoptó una decisión aún más drástica: cerrar su cuenta. El tuitero más famoso perdía su altavoz favorito. Y estallaba en toda su crudeza un extraordinario debate: ¿hasta qué punto deben ser las grandes tecnológicas las guardianas de la conversación en Internet?
Con las medidas adoptadas por Twitter cayeron las primeras fichas de un dominó que ha seguido derrumbándose después. El asalto, y el modo en que este se cocinó en distintas redes sociales, provocó una oleada de contenido bloqueado y cierre de cuentas del presidente. Hay consenso en que el discurso que incita a la violencia debe erradicarse de las redes. Pero no tanto en cómo o quién debe hacerlo. “Esto es un poderoso recordatorio de que compañías privadas y con ánimo de lucro están manejando mucha de la infraestructura en la que se apoyan el debate político y la libertad de expresión”, razona Rasmus Kleis Nielsen, director del Instituto Reuters y profesor de Comunicación Política en la Universidad de Oxford.
El maremoto ha ido más allá de Trump: Twitter confirmaba esta semana la retirada desde el 9 de enero de más de 70.000 cuentas afiliadas al movimiento QAnon, que sostiene que una trama de políticos demócratas y estrellas de Hollywood pedófilas controla el mundo. Y las sacudidas se han sentido también en otras plataformas digitales, como el sistema de pagos PayPal, que bloqueó la cuenta de un grupo dedicado a la recaudación de fondos para financiar los viajes de los seguidores de Trump a Washington DC; o el servicio de Mailchimp, que este mismo martes detuvo diferentes intentos de “promover violencia relacionada con las elecciones y difundir desinformación dañina”.
Con todas las grandes plataformas subidas al carro de limitar la actividad del mandatario, justo cuando va a dejar de ser presidente, hay quien ve también en estas maniobras una cierta operación de marketing. “Como usuaria, no me sirve de nada. El cambio de esta situación tiene que empezar por los gobiernos, y si no se ponen las pilas lo antes posible y no regulan estas plataformas, no solo está en peligro nuestra democracia, sino también nuestra convivencia pacífica. Simplemente protestar es como un fósforo que se enciende y se apaga al instante: no tiene ningún efecto”, señala Manuela Battaglini, directora de Transparent Internet.
Principales acciones de las plataformas digitales
Sobre el papel, estas compañías pueden actuar así porque el escenario es suyo. Su naturaleza privada, explica Nielsen, les permite decidir qué están dispuestas a permitir en sus productos y servicios: “La interpretación dominante de la primera enmienda mantiene que el derecho fundamental a la libertad de expresión debe protegerse únicamente de la interferencia del Gobierno”. Mientras tanto, en el patio de butacas, la sociedad civil y los políticos han asistido a la escena con una algarabía en la que las voces de alarma de quienes ven un peligroso precedente de censura se mezclan con el regocijo que los que celebran que se ponga freno a la actividad del presidente y sus seguidores. Ambas afirmaciones no siempre proceden de bandos enfrentados y lo ocurrido queda entonces retratado como un mal que no por necesario es menos peligroso. “Incluso aquellos que creen que las compañías hicieron bien en echar a Trump de sus plataformas deberían estar preocupados por el inmenso poder que un pequeño número de plataformas han adquirido como guardianas del discurso público”, razona Jameel Jaffer, director del Knight First Amendment Institute de la Universidad de Columbia.
El propio Jack Dorsey, director ejecutivo y fundador de Twitter, parece compartir esta postura: según defendió en un hilo publicado en su propia red social, la suspensión de la cuenta de Trump fue “decisión correcta”, pero sienta un precedente que considera “peligroso”. Y los ecos de peligro se oyen también entre representantes políticos. Un portavoz de Angela Merkel afirmó que la canciller alemana encuentra “problemática” la decisión de bloquear las cuentas de Trump, mientras que en Francia, el ministro de Finanzas Bruno Le Maire afirmó que el Estado y no “la oligarquía digital”, debería ser responsable de regular este asunto.
Precisamente Alemania y Francia pueden presumir, al menos, de haber intentado hacer algo al respecto. “La aproximación alemana y la francesa da a los legisladores, reguladores independientes e instancias judiciales un papel mucho más activo en el control del discurso político aceptable en Internet. No creo que podamos decir que hayan hecho el problema menos complicado. Aplaudo su voluntad de actuar en lugar de limitarse a pedir que alguien haga algo, pero también hay que reconocer que esto no significa que Alemania o Francia no tengan problemas en este sentido”, explica Nielsen.
La no tan delgada línea roja
¿Cuándo se vuelven preocupantes los esfuerzos de moderación de una red social? “Nos preocupa cuando las empresas que actúan como guardianas -gatekeepers- toman decisiones para patrullar la libertad de expresión de sus usuarios o arbitrar el acceso de los contenidos sin tener en cuenta lo que más importa: dar voz a los usuarios afectados por la remoción de contenido”, asegura Katitza Rodríguez, directora de Políticas Públicas y Privacidad Global de la Electronic Frontier Foundation. Desde esta entidad, que lleva 30 años defendiendo la libertad de expresión en la era digital, ven aún más preocupantes actuaciones como la de Amazon, que el lunes retiró a la red social Parler, donde se refugian muchos seguidores de Trump, de sus servidores. “Cuando la medida la toma una plataforma de infraestructura, es más difícil encontrar alternativas. Y tienen solo una relación tangencial con los usuarios finales, pues el discurso no pasa a través de ellos”.
En lo que a contenidos se refiere, el abogado experto en derecho digital Borja Adsuara considera que la responsabilidad para eliminar publicaciones o usuarios y la legitimidad para hacerlo deben existir solo cuando la información que se retira es “claramente ilegal”. “¿Pornografía infantil? Claramente ilegal. ¿Amenazas de muerte? Claramente ilegal. ¿Desear el mal a alguien? Eso no es ilegal. En derecho, esta interpretación se hace de la forma menos restrictiva para los derechos fundamentales. La libertad de expresión está para que podamos decir cosas que podrían molestar a otros. Si todos fuéramos políticamente correctos, no necesitaríamos libertad de expresión”, explica.
Los expertos coinciden en que los acontecimientos que han tenido lugar desde el asalto al Capitolio son la guinda de un pastel que lleva años cocinándose. “Antes de la semana pasada, las compañías doblaban y ajustaban sus normas para permitir que el discurso de Trump permaneciese en sus plataformas”, señala Jaffer. Para el investigador, que opina que Twitter y las demás plataformas no han tenido más remedio que bloquear a al presidente en funciones, este constante ajuste de lo que se permite y lo que no, era necesario. “El público necesitaba saber lo que estaba diciendo Trump, incluso y especialmente cuando se trataba de cosas erróneas o indignantes”, razona. El límite de este principio, aduce el director del Knight First Amendment Institute, se presentó con las incitaciones a la violencia: “Las redes sociales decidieron que dejar su discurso en la plataforma les convertía en cómplices de daños en el mundo real que no podían abordarse desde el mercado de las ideas”. ¿Una actuación necesaria? Para Jaffer, sí. ¿Aceptable? No. “Ese poder es un verdadero reto para la democracia, aunque haya sido usado apropiadamente la semana pasada”, concluye.
Entonces, ¿quién?
Si Twitter, Facebook y las demás van demasiado lejos al tomar estas decisiones de un modo que Nielsen califica como “unilateral y en extremo inconsecuente”, ¿quién tiene que hacerlo en su lugar? “Es el Gobierno el que le tiene que decir a la red social lo que tiene que hacer y no al contrario. Y en el caso de la suspensión de la cuenta del presidente, esto tuvo que haber venido dentro de una decisión judicial, de un marco regulatorio que ha quedado en evidencia que no tenemos”, sentencia Battaglini. “La restricción de contenidos debe realizarse mediante una orden emitida por una autoridad judicial imparcial e independiente y en cumplimiento de estándares de derechos humanos, incluidos los principios de necesidad y proporcionalidad”, coincide la portavoz de la Electronic Frontier Foundation.
¿Y todo esto para cuándo? Dar forma a la estructura legal que dote a todos los actores de las herramientas necesarias para afrontar la situación no se presenta como una tarea fácil, sobre todo porque aunque la clase política parece ahora compartir el desasosiego ante la larga lista de muestras de poder a la que hemos asistido desde la semana pasada, el acuerdo se agota en el momento de definir una estrategia. “¿Cuánto consenso necesitamos para esto?”, se pregunta Nielsen. El investigador advierte que politizar demasiado la cuestión puede crear una situación en la que cada cambio de gobierno traiga nuevas reglas. “Es importante que pensemos qué queremos como sociedad”, concluye, inseguro de cuál es la respuesta correcta o hasta qué punto lograremos resolver el problema. “Al menos tendremos leyes contemporáneas y no reliquias de la era industrial”.
En contra de la aparente distancia entre las condiciones en que se han retirado los perfiles del mandatario y sus seguidores de las redes sociales y las de un usuario promedio, Adsuara advierte que decisiones así pueden afectar a cualquiera: “A mí me importa poco lo que le pase a Trump, que tiene suficientes millones para crearse su propia empresa de redes sociales. Si Twitter me quita mi cuenta, ¿cómo no va a limitar eso mi libertad de expresión?”.
Las herramientas de la sociedad civil frente a esto son escasas, admite Katitza Rodríguez, pero no inexistentes. “Los ciudadanos pueden y deben seguir presionando para tener voz. Algunos de los cambios de política más importantes en estas empresas ocurrieron después de extensas campañas de activismo en su contra”, asegura.
El problema original
Para Manuela Battaglini, los últimos acontecimientos tienen sus raíces en un problema mayor y más antiguo que las plataformas que los han protagonizado. "Es la enorme desigualdad que no para de crecer. Las redes sociales no han creado este problema, pero sí lo han aprovechado", explica. En su opinión, Trump es "un síntoma" y también lo es la necesidad de regulación de las redes sociales. "En España tenemos una situación distinta porque el estado es mucho más protector, pero hay que tener cuidado porque la desigualdad está subiendo. Y puede poner de manifiesto situaciones muy peligrosas".
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