Cuando el deporte me dio una vida
¿Se puede comprender, disfrutar e incluso pertenecer a un país a través del deporte? El inglés Jonathan, los argentinos Julián, Esteban, Juan y Felipe y la italiana Federica construyeron su vida en torno a una pelota
Cuando el deporte me dio una vida
¿Se puede comprender, disfrutar e incluso pertenecer a un país a través del deporte? El inglés Jonathan, los argentinos Julián, Esteban, Juan y Felipe y la italiana Federica construyeron su vida en torno a una pelota
Lo primero que hicieron al llegar a España fue buscarle un hueco a su pasión deportiva. La italiana Federica y su novio Javier rastrearon Vigo para encontrar un club de voleibol. El inglés Jonathan puso un anuncio en el periódico para convocar en Madrid a locos del críquet. Según aterrizaron en la capital, los argentinos Julián, Felipe, Juan y Esteban se dieron de alta en una app de pachangas de fútbol. Con feliz premeditación armaron su vida alrededor de tres balones diferentes. Y el deporte les devolvió amistades afortunadas y les ayudó a echar raíces en su nueva ciudad. Estas son sus historias.
Phoebe es una perra que corretea por el salón. Y Monica, un robot aspirador. En su adosado de Rivas Vaciamadrid, Jonathan Woodward, inglés de 43 años, afincado en la Comunidad de Madrid desde 1998, muestra una mesa de billar con bolas de snooker, una diana de dardos y una parrilla en la que planea asar un pavo, junto a sus dos hijas, esta Navidad. No le falta detalle. “Lo único que suelo pedir a Inglaterra es gravy [una espesa salsa para aderezar platos de carne y bañar el puré de patata]. No podría vivir sin ella. ¡Ni sin críquet, claro!”, explica el inglés.
Con el paso del tiempo, la asociación concitó a expatriados de todo el mundo. En la actualidad son 47 los socios oficiales y otros 100 informales. Hay ingleses, australianos, franceses, neozelandeses... y también españoles. “Gente de todas las edades y condiciones”, detalla Jonathan. “Vienen por el críquet y para hablar un rato en inglés, su lengua natal, o practicar distintos idiomas entre ellos. Y se quedan por la piña que hacen”.
Jonathan se casó con una española con la que tiene dos hijas en España. Gracias a las clases que da, los padres de una de sus alumnas le ofrecieron en alquiler el chalé donde vive. Estas navidades cenará con un amigo de esas primeras partidas. “Cualquiera se divierte haciendo deporte independientemente de dónde haya nacido y de su profesión y nivel cultural”, contextualiza la Subdirección de Mujer y Deporte del Consejo Superior de Deportes. La pura diversión, el segundo motivo mayoritario para calzarse las botas y moverse, según el Anuario de Estadísticas Deportivas, es “el gran secreto”.
El inglés Jonathan Woodward y su perra Phoebe en su casa de Rivas Vaciamadrid. FOTO: JACOBO MEDRANO
“A veces jugamos en campos de risa. Pedimos un campo oficial en Madrid para un deporte que crece", reivindica Jonathan
El trabajo de Jonathan por este deporte le ha reportado alegrías inesperadas: en 2019 fue el Director de Operaciones de la Champions League del críquet, un evento con los campeones de varios países europeos retransmitido en 140 millones de pantallas. “Fue increíble. Había un despliegue como si fuera el Mundial”, explica. Antes de que comenzara la pandemia, el inglés daba a conocer este deporte en varios colegios madrileños en los que ya hay varios equipos. “Entre los niños cala”, dice.
En países como India, Pakistán o Inglaterra el críquet atrae a millones de aficionados y acumula anunciantes y patrocinios. “El potencial es tremendo”, asegura Jonathan, “pero las autoridades tienen que darse cuenta”. En la capital carecen de campo oficial y se juntan donde pueden. Una vez jugaron en un terruño por el que pasó un carro de caballos y varias ovejas. “Nos reímos mucho, pero es triste no tener un sitio para practicar”, denuncia. Su estadio local, por así decir, es La Manga Club Resort, un hotel en Cartagena al que viajan de viernes a domingo, 900 kilómetros ida y vuelta, para disputar una jornada (“o incluso dos, para aprovechar”). A Woodward le vale la pena. Sigue en la brecha para que reconozcan el valor de un deporte antiguo, de larga tradición y valores “superiores a los del rugby”. “He hecho mi vida aquí por el críquet. Era lo que más echaba de menos junto a vivir en el campo. ¡La ciudad no es para mí!”, termina.
Felipe Campos es Chaco, Julián Bermúdez es Juli, Juan Taboada es Pollo y Esteban Franzi es Pela. “Lo de los apodos es una cosa… ¡Nadie se escapa!”, ríe Juan Taboada, Pollo, argentino de 34 años. Los cuatro amigos charlan en torno a unas brasas de las que salen jugosos cortes. Coinciden en una cosa: ya venían desde Argentina enfermos de fútbol, y nada más pisar Madrid se las arreglaron para saciar esa sed. No sabían que el fútbol les daría nuevos amigos, un conjunto de queridos locos, excursiones, asados, conexiones laborales. Vidilla.
“Me apunté a una app para buscar partidos”, inicia Pollo, consultor que llegó hace dos años junto a su mujer. “Y a los dos días estaba en la cancha. Jugar en la otra parte del mundo ya era espectacular”. Algo similar le pasó a Juli, de 30 años, 15 en España, cuando se mudó a la capital desde Oropesa del Mar (Castellón) tras una breve carrera futbolística en Tercera y Segunda B. En uno de estos primeros encuentros conoció a Pollo. “Me cagó a patadas. Le dije: ‘¿Qué te pasa? Esto no es la final de la Champions”, rememora ante el aludido, que le pone chimichurri al choripán sin inmutarse. Al poco estaban de tragos y compartían vestuario.
En esas primeras pachangas y por amigos de amigos se fueron cruzando los cuatro. Y junto a varios compañeros argentinos formaron Porco Rex -título importado de un álbum del músico argentino Indio Solari y su banda, los Fundamentalistas del Aire Acondicionado-, un equipo de fútbol once que actúa de base social y centro neurálgico de su vida como expatriados. “Es clave tener un grupo de amigos. Disfrutas y conoces más la ciudad. Haces planes que, si no, no harías. Y la recepción a un argentino aquí es muy natural”, interviene Chaco, músico de 34 años.
De izquierda a derecha, los argentinos Juan Taboada, Felipe Campos, Esteban Franzi y Julián Bermúdez posan un domingo de partido en Madrid. FOTO: JACOBO MEDRANO
“Tener un grupo de amigos te deja conocer la ciudad más. Haces planes que no harías", expresa Felipe
Porco Rex disputa un partido a la semana en una liga municipal. Dentro del conjunto existen grupúsculos y subequipos. De fútbol siete tienen un par más. Y varios miembros entrenan con el Profe Rubina, un preparador argentino “de mano de hierro y corazón de oro”, bromean, que hace de anfitrión y pegamento social para los recién llegados. “Un genio”, sentencian cerveza en alto.
Una de las claves de la fuerza de estos lazos, explica la Subdirección de Mujer y Deporte del Consejo Superior de Deportes, reside en la función socializadora del deporte. “Las personas que lo practican comparten intereses, crean vínculos y se sienten parte de una comunidad”. Una ilusión compartida que está por encima de “cualquier etiqueta social”. A los argentinos el fútbol les ha unido a compatriotas, pero también a jugadores de otras nacionalidades con los que se han enfrentado o compartido vestuario. Conexiones que perduran a base de quedadas gastronómicas, salidas nocturas y bromas en chats dedicados a juegos de fútbol virtual, una de las grandes vías contemporáneas de avivar la amistad.
Pela, de 43 años, ha sido uno de los últimos en fichar. Aterrizó en Madrid para virar su carrera hacia el mundo deportivo. Arrastra una lesión de tobillo, pero acude a todos los partidos para ejercer de técnico y padre espiritual. Se le puede ver en el banquillo pegado al mate. “Me encanta estar en el grupo, son bárbaros. Hago los cambios, voy a sumar desde fuera. Soy el hincha número uno”, afirma. También se encarga del instagram interno que han creado. “Por iniciativa popular hicimos un minuto de silencio por la muerte de Maradona”, añade, y los cuatro se miran brevemente. “Es fútbol. Pero primero van los amigos”, termina Pollo.
Federica Farabegoli, de 34 años, aterrizó en Vigo (Pontevedra) para completar su doctorado en el campo de la alimentación. En la ciudad gallega conocería a su actual marido, Javier, y tendría a Iago, su hijo de escasos meses. Pero antes de que el futuro se desenrrollara ante sus ojos tuvo que atender una necesidad natural: jugar al voleibol.
“En Italia yo era semiprofesional. Cuando llegué a Vigo busqué equipo desesperadamente, pero nadie sabía nada. Conocí a Javi, el que ahora es mi marido, y luego regresé a Italia para acabar el doctorado, donde volví al voleibol. Después decidimos casarnos, volví a mudarme a Vigo… y estábamos en las mismas”, resume su periplo.
Aquí entra en escena Javier Díaz, de 34 años, biólogo evolutivo, deportista diletante y marido preocupado por ayudar a Federica a encontrar un hueco en el voleibol nacional. “Un día me crucé a una chica con una camiseta con un balón de voleibol. Me dijo el nombre de su equipo: el CV Xuvenil Teis”, relata. Resultó que el club, “pequeño y humilde”, militaba en la Superliga 2, la segunda división nacional.
“Lo divertido de todo esto es que encontré una isla feliz. Yo era una jugadora con mucho voleibol encima. Y formamos un equipo competitivo, serio. Estuve jugando cuatro maravillosos años”, recuerda Federica. Javier es menos modesto: “Su llegada fue una revolución, la estrella italiana que viene para cambiar el equipo”, ríe. “Era la jugadora que necesitaban para competir con los buenos”.
Federica Farabegoli y Javier Díaz en el pabellón vigués donde entrena el CV Xuvenil Teis. FOTO: ÓSCAR CORRAL
"Jugar con mi marido fue divertido y también complicado. Decíamos 'este es el último partido", ríe Federica
A Javier, en su búsqueda para que Federica recabase en un equipo, se le metió el gusanillo del voleibol. “Fui descubriendo un deporte que me encantó. Más aún en verano porque las jugadoras de Superliga 2 se pasaban a vóley playa. Y aprendí lo suficiente para jugar con ella algún torneo amateur”, explica. Se federaron, él en la categoría iniciación y ella en la más alta, y se apuntaron a algunos eventos mixto. A los dos años ganaron una competición en Boiro (A Coruña). “Jugar con mi marido fue una manera de hacer amigos y divertirme”, interviene Federica. “Aunque a veces acabábamos los partidos diciendo: ‘¡Este es el último!”.
Federica se siente afortunada. “Aquí en Vigo el deporte me dio la vida. Mis mejores amigas son del mundo del vóley”, señala. Ahora está lesionada, pero se ha pasado al “lado oscuro”, dice, el de los banquillos y la pizarra, y está haciendo el curso de entrenadora. “El grupo que formas con tu equipo es una red de amistades única. Te das cuenta realmente después, cuando tienes que organizar una boda”, bromea.
El fútbol que integra a todos
"¿Por qué el deporte une tanto y tan fuerte? Es una buena pregunta”, reflexiona Rubén García, futbolista aficionado y presidente de la Asociación Alacrán 1997, nacida como club para aficionados en el madrileño barrio de Hortaleza, y hoy una plataforma para la integración de jóvenes en riesgo de exclusión. “Como personas sociales que somos, sentirnos parte de algo nos hace interiorizar y aceptar las conductas y códigos positivos del deporte”.
Las historias de Jonathan, Federica y los cuatro argentinos de Porco Rex tienen puntos en común con los adolescentes que juegan en Alacrán, un club nacido para transmitir “las vivencias del fútbol entre amigos”. De distintas maneras, el deporte les ha ayudado a desarrollarse y crecer. “Hemos tenido chavales con historias tremendas. Un día están en un país y, al siguiente, en España”, dice García. “Pero el fútbol les conectaba. Y se encontraban en un país que no era el suyo”.
Si quieres colaborar con Asociación Alacrán 1997 y ayudar a esta causa para cambiar el mundo
ACTÚAAlacrán tiene acuerdos con varios centros de acogida de los que vienen adolescentes para jugar. Hoy cuentan con equipos de varias categorías y unos 170 jugadores. Aquí entra el que quiere. “No hacemos pruebas de aptitud. Y si no puedes pagar, no pagas”, remata Rubén García. El dicho aquí sí se cumple y lo importante es participar. “Desterramos la palabra ganar, pero sí competimos, claro. Además de las ligas municipales en las que el club participa, la asociación organiza torneos solidarios e impulsa desde hace un año un equipo femenino para luchar contra la exclusión.
Fútbol social de la primera piloto de la Armada Española
Patricia Campos fue la primera mujer en pilotar un reactor en la Armada Española y también la primera española en convertirse en entrenadora de fútbol en EE UU. Su espíritu pionero le llevó a Uganda, un país en el que el 25% de las adolescentes están embarazadas o han tenido hijos. Decidió entonces mejorar la situación de las mujeres de esta población con su herramienta predilecta: el balón. “Yo sé lo que el deporte me ha dado toda mi vida: amistades, situaciones súper bonitas, y veo que a ellas también les da eso”, afirma. “Les aporta valores que luego transmiten a sus familias y comunidades”. Campos fundó Goals for Freedom, una asociación que fomenta la integración y el empoderamiento de estas niñas por medio del fútbol, y que enseña idiomas, da clases de primeros auxilios y dona material escolar y deportivo. El proyecto tiene su réplica en Valencia, donde mujeres víctimas de violencia machista, personas con enfermedad mental y personas migrantes, entre otros, ya participan en las pachangas de la fundación.
Su historia forma parte de Pienso, Luego Actúo, la plataforma de Yoigo que da voz a personas que están cambiando el mundo a mejor y que ha colaborado en la divulgación de su tarea.
CRÉDITOS
Redacción y guion: Jaime Ripa
Fotografías: Jacobo Medrano y Óscar Corral
Coordinación editorial: Francis Pachá
Coordinación diseño: Adolfo Domenech
Diseño: Juan Sánchez
Desarrollo: Eduardo Ferrer