Las adolescentes que dejaron de compartir ‘stickers’ para proteger su mente de la barbarie
EL PAÍS participa en un experimento con alumnas de 17 años en un instituto de Madrid para analizar el impacto en su forma de relacionarse de las imágenes violentas, sexualizadas, nazis y homófobas que comparten con el móvil
Se puede estar expuesto a una imagen que uno no quiere ver, o lo que es peor, mirarla sin ser consciente de si se quiere o no. Es lo que les pasó a Sophia y Eva cuando tenían 14 años (ahora tienen 16 y 17). Tenían un grupo de amigos por Discord —un chat que se utiliza para mantener conversaciones mientras se juega a videojuegos—, y de ahí pasaron a crear un chat grupal en WhatsApp. “Eran casi todos chicos más mayores, iban a pasar a primero de bachillerato... mandaban stickers súper pornográficos, machistas y racistas”, cuenta Sophia. Eva va un paso más allá en su descripción: “Recuerdo que pasaron uno de una niña como de un año, era una bebé, que estaba en la cama y básicamente la estaban violando... se veía a la niña desde arriba y del chico no se veía la cara”. También les mandaban stickers de gente suicidándose o matando a otras personas.
Es un lunes de abril, quedan un par de meses para que termine el curso, y las alumnas (el 90% son chicas) del grupo de primero de bachillerato de artes del instituto público Ramiro de Maeztu —en uno de los barrios con mayor poder adquisitivo de Madrid y al que acuden por cercanía muchos de los hijos de investigadores del CSIC, en el edificio contiguo—, van a vivir una experiencia durante varias semanas que no se ha hecho en ningún otro centro. Van a participar en un experimento conducido por una profesora universitaria para proyectar en la pared a gran tamaño los stickers (pegatinas, en inglés, o imágenes recortadas) que circulan por sus diferentes grupos de WhatsApp con el fin de analizarlos. “¿Os atrevéis? No es lo mismo verlos en pequeño, en un espacio íntimo y compartidos de forma anónima, que en gigante”, les lanza María Acaso, docente de la Universidad Complutense y coautora del libro Soberanía visual (Paidós), donde teoriza sobre el impacto de las imágenes en el estado de ánimo, expectativas o renuncias personales, y sobre el poder de decidir cuáles se consumen y cuáles no.
Empieza el pase. Se ve una imagen de una chica con un pene impactando en su boca y la frase: “Cállate ya”. En otra, un hombre joven de espaldas penetra a una mujer a cuatro patas sobre una cama, con una esvástica colgando de la pared. En una tercera, se ve la cara de Messi en un cuerpo falso, vistiendo solo un tanga y sacando culo. Las alumnas se echan a reír. Luego aparece una niña oriental con el pelo despeinado. También se cuelan algunos stickers de algunas de las alumnas cuando eran bebés. Interviene Acaso: “¿Os habéis parado a analizar el contenido? En la primera se está normalizando una agresión sexual; en la segunda se está cosificando el cuerpo de la mujer y se está ensalzando el nazismo; en la tercera se está ridiculizando a la par lo femenino y la homosexualidad, y en la cuarta se presupone que el progenitor de una niña ha subido una imagen de ella recién despertada. ¿Veis la violación del derecho a la intimidad de esa niña? ¿Os dais cuenta de cómo perdemos el control sobre nuestra imagen cuando creamos stickers de nuestra infancia? No sabemos en qué móvil van a acabar”.
Los gestos empiezan a cambiar. Una alumna levanta la mano. Cuenta que cuando tenía 12 años —todavía no tenía móvil—, unos compañeros de clase recortaron su cara de una foto, le pusieron el cuerpo de una lombriz y crearon un sticker. “Dos años después, una compañera me lo enseñó, me sentí fatal porque llevaban tiempo riéndose de mí y yo no sabía por qué”, lamenta la chica. Otra de las estudiantes, que el curso anterior estaba matriculada en otro instituto, recuerda un caso que fue muy sonado y acabó con la expulsión de varios alumnos: crearon un sticker con la cara de una de las profesoras del centro y de sus dos hijos (alumnos del mismo) haciendo un trío.
No se trata de una práctica aislada. Hace unos meses, el Instituto Nacional de Ciberseguridad (INCIBE) alertó en un comunicado de que una docente de un instituto les contactó a través de su Línea de Ayuda de Ciberseguridad para reportar que se estaban compartiendo stickers con su rostro y el de otros alumnos para burlarse de ellos. “Cada vez nos llegan más denuncias de este tipo, sobre todo en el entorno escolar”, señala Ángela María García, técnica del INCIBE, que dispone de una guía para actuar ante estos casos. “Los autores podrían estar incurriendo en una intromisión ilegítima en el derecho de los afectados a la propia imagen, en una infracción del derecho a la protección de datos y, si el sticker se acompaña de comentarios vejatorios, podría tratarse de un delito de injurias, contra la integridad moral o acoso”, explica el abogado especializado en derecho digital Borja Adsuara.
Como parte del proyecto, los 35 alumnos de la clase enviaron encuestas anónimas a algunos de sus amigos de fuera del centro. Consiguieron 103 respuestas, de las que se extrae que el 90% colecciona stickers en sus conversaciones de WhatsApp o Telegram; el 85% crea sus propios stickers, y el 44,3% los crea con imágenes de otras personas. A la pregunta ¿tienes en tu colección stickers con contenido racista, machista, homófobo, de ideología radical o violentos?, la mayoría de los chavales contestaron que sí, con anotaciones como “los tengo de todos los tamaños y colores”, “sí, de Hitler y Franco, también de abusos a niñas pequeñas, o porno de gais”, “sí, gente descuartizada” o “sí, humor normalmente racista”. A la pregunta ¿por qué guardas y usas ese tipo de sticker?, casi el 70% dijo porque “me hace gracia”, y preguntados por alguna experiencia negativa con el uso de estas pegatinas, dieron contestaciones como “sí, una vez me hicieron uno por mi peso”.
Gil Gijón, profesor de Dibujo de las chicas y conductor del experimento, explica que la mayoría de stickers que comparten sus alumnos contienen imágenes muy violentas, de alto contenido sexual y con abusos, con lo que “están totalmente familiarizados”. “Ya no sienten absolutamente nada cuando se enfrentan a ellos, cuando los ven”, lamenta. Junto a él, María Acaso —de la Complutense— critica que la escuela no ofrece herramientas para poder defenderse de esas imágenes y que, antes de este proyecto (las alumnas diseñaron camisetas reivindicativas, juegos de cartas o murales para visibilizar el problema), no se habían parado a ver la gravedad y el impacto que tiene en su vida.
En otra de las sesiones, las alumnas seleccionaron algunos de los stickers más inapropiados y los clasificaron. “Los stickers no tienen autoría, y por eso los usáis impunemente, el poder de la repetición lleva a la normalización... al final podéis acabar teniendo actitudes machistas o violentas y no sabéis por qué”, les explica Acaso, que expone unos protocolos de análisis para decidir qué se quiere ver. “Se trata de tener una dieta sana de imágenes, asignar sentido a las imágenes es un acto político”, añade.
El proyector lanza contra la pared una imagen en la que se ve un chimpancé sonriendo y debajo la frase “Sábado de irse de putas”. Aitana, de 17 años, explica el análisis que ha hecho su grupo: “Categorizada como machista, normaliza ser un putero, entre los más jóvenes da esa idea de que es un plan guay, y se ríe de la explotación del cuerpo de las mujeres”. Bajo esta misma etiqueta, Sofía (17) expone lo que les sugiere un sticker con la frase “Hoy ya es viernes” sobre la zona genital desnuda de una mujer, donde la O coincide con el ano y la V es la vagina. “Es bastante explícita y la hemos catalogado como porno, patriarcado y sexualización de la mujer. Aparte del machismo, lanza unos estereotipos hacia los genitales femeninos: depilado, limpio, y del color de la muñeca Barbie”. Otra de las chicas de su grupo interviene: “¿Cómo nos puede afectar en nuestra relación con la vulva? Va directo a lo que creemos que se espera de nosotras”.
Las risas de la primera sesión se han transformado en una actitud combativa y un silencio por escuchar y aportar visiones críticas. Marco Madrigal (18) habla sobre otro sticker donde se ve a una mujer obesa, desnuda, sujetando un arma. “Es gordofobia y exaltación de las armas, asocia el ser gordo con un terror, une la gordura con maldad, y la desnudan para ridiculizarla”. En otro, los personajes de Snoopy le cierran la puerta al único niño negro, Franklin. “Meten temas tan duros como apartar al diferente, esto mete a los niños en la cabeza ideas de adultos que no deberían saber que existen”, expone una estudiante.
El informe de la Unesco Technology on her terms, de 2023, señala que de media en los países de la OCDE el 12% de las chicas de 15 años declaran haber sufrido ciberacoso, frente al 8% de los chicos. Esta situación se ve agravada por el aumento de contenidos sexuales basados en imágenes, deepfakes generados por inteligencia artificial e imágenes sexuales autogeneradas que circulan en línea y en las aulas. Las alumnas de varios países afirmaron haber estado expuestas a imágenes o vídeos que no querían ver.
Sophia y Eva, las dos chicas que hablaban al comienzo de este artículo, tienen claro que cuando consumieron esos contenidos extremadamente violentos con 14 años no tenían el “conocimiento” para abandonar ese grupo de WhatsApp. “No nos hacía gracia ver decapitaciones, pero no éramos conscientes... nos daba igual, por así decirlo. Si pudiera volver atrás me habría salido, pero eres pequeña y no entiendes lo que te está aportando... desearía no haber visto ciertas cosas”, dice Eva.