Las víctimas de pederastia en la Iglesia sufren rechazo y violencia tras contar sus traumáticas experiencias
Los afectados por los abusos sexuales a menores a menudo se enfrentan a la incomprensión e incluso la hostilidad. “El odio que he recibido es brutal”, dice un afectado
Cuando alguien paraba a Alejandro Palomas (55 años) por la calle, el encuentro siempre había sido amistoso. “A veces hay gente que me reconoce porque soy escritor [es autor de Una madre, Un perro y Un amor; la última novela le valió el premio Nadal en 2018] y es agradable”, dice. A finales de enero contó públicamente que sufrió abusos sexuales en el Colegio de La ...
Cuando alguien paraba a Alejandro Palomas (55 años) por la calle, el encuentro siempre había sido amistoso. “A veces hay gente que me reconoce porque soy escritor [es autor de Una madre, Un perro y Un amor; la última novela le valió el premio Nadal en 2018] y es agradable”, dice. A finales de enero contó públicamente que sufrió abusos sexuales en el Colegio de La Salle de Premià de Mar (Barcelona) en 1975, cuando tenía ocho años. Desde entonces, Palomas se ha convertido en uno de los principales rostros de las víctimas de pederastia en la Iglesia en España, con múltiples apariciones en medios. El 20 de febrero, en Valencia, una mujer le reconoció por la calle. “Se acercó, se bajó la mascarilla y me preguntó con una sonrisa si era Alejandro Palomas. Asentí. Entonces ella torció el gesto y me escupió a la cara: “Sois unos mentirosos hijos de p.”, relata Palomas en Twitter.
“Me quedé allí parado sin saber qué hacer ni qué decir”, continúa. “Sentí una vergüenza inmensa. Y pena. Y volví a ser el niño de ocho años al que castigan por algo que no entiende. Sin pensarlo, cogí el teléfono y llamé a mi madre. Enseguida entendí que no habría respuesta. Mi madre murió hace un año. Ya no está. Me limpié la cara con un pañuelo de papel y entré en la estación convertido de nuevo en ese Alejandro pequeño y huérfano que a veces no sabe como mirar al futuro”.
“Yo viví lo más desagradable de mi vida cuando era pequeño. Esto no fue traumático, pero sí un shock”, indica el escritor. No ha sufrido ningún otro episodio de estas características en la calle, pero sí los ha sufrido en redes sociales. “Me han escrito mensajes muy vejatorios en Facebook. En todos estos años nunca había tenido una mala experiencia y, de repente, aparecen estas movidas”, dice. Asegura que la mayoría de los mensajes que ha recibido son “muy positivos”, pero los negativos “también están ahí”.
Estas vivencias de Palomas, inmediatamente después de contar que sufrió pederastia en la Iglesia, responden a un patrón. Es muy habitual que las víctimas sufran rechazo de personas que minusvaloran la trascendencia de los abusos sexuales de religiosos o, simplemente, niegan su existencia. “Es muy común”, explica la psicóloga Araceli Medrano, una de las profesionales que atendió a una víctima del colegio Gaztelueta de Leioa [el colegio del Opus Dei sigue defendiendo al abusador]. “La reacción instintiva, el paso estructural de los abusadores cuando se les acusa, es la negación”. Según explica Medrano, ese mecanismo causa un daño inmediato en las víctimas: “Se ven obligados a revivir los abusos, ya que les obliga a demostrar a su entorno que de verdad los han sufrido”. El relato de la pederastia en la Iglesia, comenta Medrano, “desestructura esa jerarquía, amenaza su poder y la ascendencia que tiene sobre muchas personas”. “Puede llevar a que muchos incluso pierdan la fe. Por ello, a mayor poder de la institución dentro de la sociedad, se produce más negación de esa institución y su entorno”, añade la psicóloga especialista en abusos sexuales.
En el periodo en el que se produjeron la mayoría de los delitos que documenta EL PAÍS [al menos 611 casos y 1.246 víctimas, según la contabilidad que lleva este diario, la única existente ante la ausencia de datos oficiales], durante el franquismo y las primeras décadas posteriores, el poder de la Iglesia y su ascendencia en la sociedad eran infinitos. Tanto que muchas víctimas han sufrido el rechazo de sus propios familiares. “Me costó mucho que mi entorno me creyese”, relata Fernando García Salmones (61 años), víctima de abusos en el colegio Claret de Madrid y una de las voces de la asociación Infancia Robada. “Cuando lo conté, años después de que pasara, nadie le daba importancia. Me decían que sería una cosilla de nada. Me trataron como a un quejica”.
El poder del abusador de García Salmones en su comunidad era inmenso: era José María Pita da Veiga, misionero fallecido en 2009 sin asumir culpabilidad alguna, un sacerdote hermano de un ministro de Marina de Franco, Gabriel Pita da Veiga. “Me produjo especial dolor que uno de mis hermanos y su pareja acudiesen a un homenaje a este cura hijo de puta, cuando ya había revelado los abusos. Luego me pidieron disculpas, pero aquello me abrió la herida”, recuerda esta víctima. “Hay momentos”, continúa, “en los que el entorno elige no ser solidario contigo, está con el otro. El mensaje que te mandan es que a ti te habrá hecho mucho daño, pero a ellos esa persona o esa institución les ha hecho mucho bien”. Todavía hay personas de su entorno que no le creen o que piensan que relata que abusaron de él “para ganar popularidad”.
Javier Paz, de 50 años, víctima de pederastia a manos del cura Isidro López Santos, no encontró esa resistencia en su familia, pero sí en buena parte de su entorno cuando lo contó públicamente en el diario Público y en una entrevista en La Sexta, en 2014. “El odio y el rechazo que he recibido son brutales. El peor fue el de muchos de mis vecinos, de la parroquia. Han llegado a escupir a mi madre en la puerta de la Iglesia. Imagínate el dolor que me produjo aquello, sentía que era mi culpa. Y ella estaba aún peor, pensando que no me había protegido suficiente cuando era niño. A mi hermano le preguntaban: ¿Cómo le puede estar haciendo esto tu hermano a la Iglesia?”. Asegura que pasear por Salamanca, su ciudad natal y donde sufrió los abusos, le sigue costando. “Hay muchas personas sanas que trabajan para ayudarnos, pero otros siguen erre que erre. Te hacen sufrir con sus miradas y sus llamadas anónimas amenazantes. Por todo esto miles de personas nunca van a hablar, por miedo al rechazo y a que te crucifiquen”.
También en Salamanca, Teresa Conde (56 años), no tuvo problemas para que su familia creyese su denuncia: que el fraile trinitario Domingo Ciordia Azcona abusó de ella durante dos años desde que ella tenía 14. “No se ha puesto en duda mi palabra, pero en mi entorno se me ha pedido que deje de quejarme”, dice Conde. Recientemente, un compañero de trabajo utilizó los abusos que sufrió cuando era adolescente para agredirla verbalmente. “La mayor parte de las víctimas se comen esta mierda solas. Cuando lo cuentas, tienes la espada de Damocles, con la autoridad que tiene la Iglesia, sobre ti. Conozco a víctimas que no han podido evitar caer en las drogas porque no encuentran otra manera de calmarse. Yo he tenido etapas en las que me quería suicidar, simplemente para tener algo de alivio”. Conde destaca la importancia de “hablar” del trauma que vivió: “Callados sufrimos mucho más”.
La importancia de contarlo
Los reproches que más reciben las víctimas, “por qué lo cuentas, no remuevas el pasado, por qué no lo dijiste antes”, son “una trampa”, opina la psicóloga especialista en abusos. Es inconcebible desde un punto de vista social y de justicia, pero aún menos desde una “perspectiva personal”. “La falta de apoyo en el entorno puede llegar a ser más traumática que el abuso en sí. La reparación de las víctimas exige que cuenten lo que les ha pasado y que no se ponga en duda su testimonio. Tardan en contarlo porque es muy difícil salir del shock de sufrir algo así siendo un niño. Comprender lo que te ha pasado es un proceso muy lento, que vas relatando poco a poco”, dice Medrano. Cuando una víctima de abusos no recibe ese apoyo sufre una “victimización secundaria”, es decir, “se vuelven a posicionar como víctimas”. “La incomprensión de los demás se refleja en ellos: les genera ansiedad, depresión, vergüenza, problemas de autoestima, culpabilidad...”, añade Medrano. Este proceso, explica la psicóloga, se da en otros tipos de violencia ejercida sobre las víctimas desde posiciones de poder con respaldo social: “En la violencia de género pasa exactamente lo mismo. Como vivimos en una sociedad machista, las mujeres saben que pueden ser señaladas por denunciar, que se dudará de su relato”.
Uno de los mayores temores de Fernando Aguado, de 59 años, víctima de abusos en el colegio de los jesuitas de Tudela (Navarra) a manos de Pedro Ulacia, era la reacción que tendría su entorno cuando lo contase. “Lo que más me bloqueaba era el miedo a qué dirían. Mentalmente, estaba preparado para que no me creyesen”, relata. Sin embargo, su entorno ha acogido su testimonio sin dudas ni ataques. “Me ha ayudado muchísimo. El apoyo que he recibido ha sido abrumador. Para las víctimas esto es importantísimo”.
Esa reacción tan positiva, indica Medrano, es terapéutica: “La cultura de apoyo a las víctimas es clave. Si esta mentalidad se asienta, las víctimas pueden cambiar a otra condición. El refuerzo de la sociedad, la terapia personal o grupal, es muy importante para que puedan instalarse como no víctimas. Siempre va a haber consecuencias, el trauma psicológico siempre va a estar ahí, pero se puede estar mejor”. La psicóloga cree que la ola de testimonios de las últimas semanas, a partir de la entrega de un dosier con 251 casos inéditos de EL PAÍS al Vaticano y la Conferencia Episcopal, es “un momento social esperanzador”. “Si las víctimas se ven acompañadas, si sienten que pueden dar el paso públicamente, habremos avanzado muchísimo”, finaliza.