Enrique Moreno: “Tengo ‘mono’ de trasplantar”
El legendario cirujano, al que llaman ‘Dios’ por su maestría en trasplantes, como el de Raphael en 2003, ya no realiza implantes de órganos, pero sigue operando a sus 82 años. En su novela ‘El cirujano’ aborda la realidad de una profesión alejada del estereotipo de las series de televisión
Son las doce del mediodía de un martes. Un silencio absoluto reina en la señorial consulta del doctor Moreno en la zona noble de Madrid. Hasta la tarde no acudirán los enfermos en busca de una solución a sus males. Una figurita de alpaca de Nuestra Señora del Camino de León, regalo de un paciente agradecido, y una foto de tres niños pequeños, fruto del matrimonio de Moreno con su segunda esposa, María, a la que cita profusamente en la charla, presiden la mesa del abigarrado despacho. Multitud de diplomas, premio...
Son las doce del mediodía de un martes. Un silencio absoluto reina en la señorial consulta del doctor Moreno en la zona noble de Madrid. Hasta la tarde no acudirán los enfermos en busca de una solución a sus males. Una figurita de alpaca de Nuestra Señora del Camino de León, regalo de un paciente agradecido, y una foto de tres niños pequeños, fruto del matrimonio de Moreno con su segunda esposa, María, a la que cita profusamente en la charla, presiden la mesa del abigarrado despacho. Multitud de diplomas, premios —del Príncipe de Asturias para abajo— y fotos con célebres pacientes nos observan desde anaqueles y vitrinas. Moreno, imponente e impecable con su traje y su corbata de señor de toda la vida, se presta al careo. Ni le falta sorna ni le sobra falsa modestia. ¿Para qué? Se le ve casi todo en los ojos.
¿Cuándo operó por última vez?
La semana pasada. Fue bien.
¿Cuándo será la próxima?
El viernes: una operación muy compleja de un enfermo operado ya cinco veces. Y puede que también mañana, si se produce una urgencia en otro paciente al que tengo bajo vigilancia en espera.
¿Y su último trasplante?
Hace seis años. Los trasplantes solo se hacen en la sanidad pública. Y es justo que así sea. Ahora opero cánceres complicados, reoperaciones de pacientes multioperados. El trasplante es muy gratificante porque cambias un órgano enfermo por otro nuevo y el resultado es espectacular. Pero las reinas de las intervenciones son las de viabilidad, la de aquellos enfermos que han sido operados cinco, seis, ocho veces, las que sabes cómo empiezan pero no cómo acaban y están llenas de piedras en el camino. Ahí es donde más se aprende y más se avanza.
¿No añora trasplantar?
Tengo mono de trasplantar, sí, pero no como de una droga, sino de un servicio. No soy muy distinto de un guardia civil que se jubila, y se jubiló, aunque eche de menos su etapa de servicio. Esa etapa se acabó. Yo, además, tengo la suerte de seguir operando casi todas las semanas de cosas muy complejas y de tener contacto con pacientes a los que trasplanté hace 20 años y con sus familiares.
¿Elige usted a sus pacientes?
No, me eligen ellos a mí. Vienen a mi consulta. No tengo otros cirujanos en nómina. Hago lo que puedo.
¿En la pública ya no opera de otras patologías?
No, sería una maldad que, teniendo tantos y tan excelentes colaboradores, apareciera por allí, aunque tengo mi despacho y mi cargo de director del instituto de cirugía oncológica, hepatobiliar, páncreas y trasplante de órganos abdominales —hay que coger aire para decirlo entero— es vitalicio, según figura en el nombramiento que tengo por ahí en algún despacho. Aun así, estoy en un periodo de la vida en el que uno debe dejar trabajar a los otros y que estén en los lugares que deben.
En su novela ‘El cirujano’ hay sangre, sudor y lágrimas, pero no hay tanto sexo ni adrenalina como en las series de médicos.
Es que no la hay. En un quirófano, la obligación del cirujano es que no haya tensiones, porque las paga el enfermo. En realidad es todo mucho más sencillo y más trascendente también.
¿Es creyente?
Absoluto. Practicante solo en la medida que puedo. Un día, un cura a quien fui a confesar mi terrible saco de pecados me preguntó mi profesión, y cuando le dije que cirujano, salió del confesionario, maldijo a alguien que le había desgraciado un hombro en un quirófano y me dijo que me dejara de confesiones y de ir a la iglesia, que una operación valía más que una misa.
Bueno, sus colegas le llaman ‘Dios’. ¿Le halaga o le ofende?
No me ofende. Me hace darme cuenta de la tremenda diferencia que hay entre Dios y yo, y me obliga a ser mejor. Jamás he intentado ser Dios.
¿Acredita usted algún milagro?
[Cómplice] Bueno, en mi novela cuento el caso de una paciente, a la que fui a ver después de trasplantarla, estaba agradecidísima, me cogió las manos y me dijo: ‘fíjese, doctor, he ido con la estelada a todas las manifestaciones por la independencia de Cataluña y ahora me doy cuenta de que, porque soy española y no solo catalana, he podido trasplantarme aquí, e igual el donante es andaluz. Ahora me doy cuenta de lo ridícula que era”. No sé si eso vale.
¿’Convertir’ independentistas?
Bueno, igual esa señora ha vuelto a salir con la estelada. En serio: nunca pregunto de dónde es quien está debajo de la sábana.
Ve mucho sufrimiento. ¿Nunca se derrumba?
Sí, cuando se te muere un paciente. Eso sucede muy excepcionalmente en el acto quirúrgico, pero cuando sucede en el postoperatorio inmediato, o no tan inmediato, a uno se le derrumba todo. No nuestras convicciones, pero sí nuestra ilusión, nuestra servidumbre, la fuerza que hemos usado al 100% para sacar a esa persona adelante. Entonces, te encierras a llorar en el despacho. Lo cuento en el libro.
¿Cuánto tarda en reponerse?
En cuanto suena el busca para otra intervención urgente.
¿La muerte de Enrique Morente, a quien operó, y la denuncia contra usted de su familia, que el juez archivó, fue su trago profesional más amargo?
No quisiera entrar en ese episodio, que tuvo consecuencias mediáticas muy graves para mí y que no quiero recordar. No lo hice en su día. Las personas eligen al cirujano, y hay personas que no se dan cuenta de la gravedad de un enfermo, de la magnitud que puede tener su proceso y del riesgo. Se puede morir de un infarto, de una hemorragia, de un infarto cerebral, de la misma gravedad de la enfermedad, aun haciendo todo lo posible por que no suceda. Unas personas lo entienden. Otras no tanto. Vuelvo al símil de la Guardia Civil: asumo el riesgo.
¿Son sus hijos estos niños de la foto?
Sí, tres piezas. Se van a esquiar la semana que viene, qué envidia.
¿Cómo es ser padre de preadolescentes a los 83 años?
Bueno, son 82, pero a estas alturas, no voy a protestar porque me pongan o me quiten un año. Podría decir que es difícil, pero no. Lo único que, cuando cogen sus móviles, es una cosa tremenda y te das cuenta de que nos separan muchísimos años. Les escondo los cables entre semana para que estudien, pero siempre los encuentran. Es una lucha, y siempre ganan.
Todavía opera, gasta pintaza, ¿ha pactado usted con el diablo?
Quite, quite, no se me ocurre andar con bromas con eso. De tener un pacto lo tendría con San Enrique o San Pedro, que así se llamaba mi padre. El único mensaje que puedo dar es llevar una vida sana, ilusionante. Se es joven según las ilusiones que uno tenga. Una persona de 20 sin ilusiones es vieja. Otras, con 100, están llenas de ilusión. El otro día, un paciente muy conocido de 91 años al que operé de algo grave me dijo: ‘cuándo puedo jugar al golf’, le dije que mañana. ¿Y cuándo puedo ir a Arabia Saudí a unos recados?, siguió. Le contesté: pasado mañana. Eso es ser joven.
Y rico. ¿Usted se ha hecho rico operando en la privada?
No me quejo. Soy un privilegiado. He tenido una vida fantástica. En el hospital, donde me he pasado la vida, vas con un pijama áspero, porque está esterilizado y sale muy arrugado. Malcomes, no duermes. Cuando me dijeron qué quería para mi despacho en el hospital 12 de Octubre, pedí una ducha y una fila más de sillones para estirarme, porque mido 1,90 y me colgaban los pies. Habrá quien gaste en un Ferrari, que es un cochazo estupendo. No me llama la atención. Me considero, sobre todo, un servidor de los demás.
Algún capricho tendrá.
Esquiar. Esquío desde los 10 años, y soy muy bueno. Lo que pasa es que tuve fractura de los dos cuádriceps hace cuatro años y no me conviene. Mire, de eso sí que tengo mono, no: monísimo.
¿Tiene miedo a la muerte?
Muchísimo. Cada noche me despido diciendo hasta mañana, si Dios quiere. Yo creo en la eternidad, pero dejar de ver a mi mujer, María, dejar de ver crecer a mis hijos es lo malo de la muerte. Para algunos es un descanso. Para el que sufre, para el que tiene dolores. Yo veo pacientes muy graves, pero no apoyo la eutanasia. Tenemos una ley de cuidados paliativos muy desarrollada en nuestro país: le quitamos la ansiedad, el dolor, lo dormimos y no se despierta. Yo creo que vamos a vivir eternamente.
¿Tiene testamento vital?
Tengo testamento. Todo eso de que te pongan tales florecitas o te esparzan por no sé dónde me parecen cursiladas, con todo respeto. Podría decirse que después de muerto quisiera que me respetaran, pero, qué tontería, después de muerto lo único que hay es lo que uno crea. Y yo creo. El mismo Severo Ochoa, que decía que era agnóstico, decía que le gustaría creer y haber creído, y tener la convicción de que no iba a morir, y que su espíritu se iba a encontrar por fin con Carmen, su mujer, que era lo que más ha querido en la vida. Son posturas.
CIRUJANO VITALICIO
Al doctor Enrique Moreno (Madrid, 82 años), premio Príncipe de Asturias, le llaman 'Dios' sus propios colegas. Sus 'milagros' son trasplantes y operaciones que salvan vidas como la de Raphael, a quien implantó un hígado in extremis en 2003. Intervenciones complejísimas, y larguísimas, en las que, cuenta la leyenda hospitalaria, se sondaba a sí mismo para evitar ausentarse para ir al baño. Preguntado al respecto, él, enigmático, ni confirma ni desmiente. En su libro 'El cirujano', Moreno se revela más humano que divino. Ya no trasplanta, pero aún sigue operando y salvando vidas. Él, confiesa, tampoco se libra del miedo a la muerte.