El largo destierro de los abortos de los hospitales públicos
El 84,5% de las interrupciones voluntarias del embarazo se realiza en centros privados. La ideología, la falta de voluntad política y de recursos explican esta anomalía que solo afecta a las mujeres
Cuando Helena (nombre ficticio) comenzó a trabajar hace casi una década como ginecóloga en un hospital público de la Comunidad de Madrid, preguntó por las interrupciones voluntarias del embarazo.
—No las hacemos, el servicio es objetor —le respondieron.
—¿Cómo va a ser un servicio objetor? Solo pueden objetar los médicos, yo no soy objetora.
Por más que ella y algunas compañeras insistieron, su centro no realiza abortos, ni siquiera por cuestiones médicas como malformaciones del feto o peligro para la salud de la madre. “La Comunidad de Madrid estableció un sistema ...
Cuando Helena (nombre ficticio) comenzó a trabajar hace casi una década como ginecóloga en un hospital público de la Comunidad de Madrid, preguntó por las interrupciones voluntarias del embarazo.
—No las hacemos, el servicio es objetor —le respondieron.
—¿Cómo va a ser un servicio objetor? Solo pueden objetar los médicos, yo no soy objetora.
Por más que ella y algunas compañeras insistieron, su centro no realiza abortos, ni siquiera por cuestiones médicas como malformaciones del feto o peligro para la salud de la madre. “La Comunidad de Madrid estableció un sistema por el cual las interrupciones voluntarias del embarazo se derivan a clínicas privadas y a casi nadie le conviene cambiarlo. Ya no se trata de que haya muchos objetores, que cada vez son menos, sino de que está así montado y a nadie le interesa cambiarlo”, resume.
El diseño del sistema, que varía según la comunidad autónoma y el tipo de aborto, provoca que el 84,5% de las interrupciones voluntarias del embarazo que se realizan en España se hagan en centros privados, generalmente con concierto con la sanidad pública. EL PAÍS ha hablado con una docena de ginecólogos, además de juristas y responsables políticos de la época en la que se aprobó la Ley de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo de 2010, para analizar las razones de esta situación anómala si se compara con cualquier otra prestación médica garantizada por la sanidad pública. El resultado es una mezcla de motivos ideológicos ―es una intervención todavía estigmatizada en la que hay objetores de conciencia―, una inercia en la gestión heredada de la regulación anterior ―en la que las clínicas privadas asumían la mayoría de las interrupciones voluntarias del embarazo cuando había más restricciones― y falta de recursos en los hospitales públicos. Detrás de estas razones hay, además, una “falta de voluntad política para concretar esta prestación pública”, explica la doctora Carme Valls, experta en medicina con perspectiva de género. “El aborto forma parte de los temas conflictivos que no quieres plantear abiertamente y lo haces por la puerta de atrás. Es una hipocresía. Si existe y vamos a asumir este servicio público, hemos de dar recursos a los centros que los hacen. Ha habido una falta de previsión de la complejidad del problema”, afirma.
La situación actual de esta prestación es excepcional desde varios ángulos: según el anuario de Sanidad, hay ocho provincias españolas que no reportan ni un solo aborto, ni en centros públicos ni privados, lo que obliga a las mujeres a desplazarse para sus interrupciones voluntarias del embarazo. Son Ávila, Palencia, Segovia, Zamora (Castilla y León); Cuenca, Toledo (Castilla-La Mancha), Cáceres (Extremadura) y Teruel (Aragón). Este periódico no ha encontrado otra prestación asistencial en el que la derivación a clínicas concertadas sea tan abrumadoramente mayoritaria, aunque también es frecuente en algunas casos de cataratas y de hemodiálisis. Pero tampoco hay ningún otro servicio —a excepción de la eutanasia, desde marzo— en el que los médicos se puedan negar a realizarlo por cuestiones de conciencia.
El destierro de los abortos de los hospitales públicos perjudica a las mujeres que han de peregrinar por el sistema y, en algunos casos, desplazarse fuera de su zona territorial para someterse a una interrupción voluntaria del embarazo, las que se sienten maltratadas en uno privado o aquellas que, aun en un embarazo deseado, tienen una complicación en el proceso y no pueden ponerle término con su médico y centro habituales. Enfrente, el sistema tal y como está articulado beneficia a todos los demás actores implicados: a los ginecólogos que no quieren hacerlo, a los que prefieren no dedicarse en exclusiva a eso, a las clínicas privadas que se dedican a ello y las administraciones, que no tienen que cambiar un sistema que —al menos, en términos de resultados— funciona y les ahorra invertir más recursos en los ya mermados hospitales públicos. Valls insiste en que es “una cuestión de género”: “El aborto forma parte de la vida de la mujer, una parte de la que no nos hacemos cargo como sociedad. Es como si fuese un capricho de ella y se mira para otro lado”.
Objeción de conciencia
El sistema sanitario reacciona de dos maneras distintas según el tipo de interrupción voluntaria del embarazo que se practique. Las que son a petición de la mujer por su libre voluntad dentro de los plazos establecidos por la ley (antes de las 14 semanas de gestación) suponen más del 90% del total. Para estos casos, el procedimiento en la mayoría ocasiones y de comunidades es automático: las mujeres acuden a su centro de salud a pedir la interrupción y directamente las derivan a una de estas clínicas con concierto. No hay objeciones ni rechazos por parte de ningún médico en concreto y sigue siendo un servicio público, según los expertos consultados, ya que se considera como cualquier prestación facilitada por el Sistema Nacional de Salud, aunque lo ejecute un centro de propiedad privada: la supervisión, la derivación y la financiación es pública.
El 9% restante son abortos que se podrían llamar terapéuticos. También son voluntarios, pero generalmente se trata de embarazos deseados o que se deciden llevar a término, pero encuentran en el camino problemas para la salud de la madre o el feto. También se realizan mayoritariamente en clínicas privadas: el 84% en 2020, según la última memoria del Ministerio de Sanidad, aunque esta cifra subestima los que se hacen en la pública.
La gran diferencia es que en los abortos terapéuticos no se trata de un automatismo del sistema. Aquí entra en juego la objeción de conciencia. En este caso, normalmente hay un ginecólogo que ha seguido la gestación, detectado un problema y decide derivarlo a una clínica privada. Hay tres razones por las que esto puede ocurrir: por objeción de conciencia, por sentirse presionado por lo que hace la mayoría de sus compañeros (o el jefe) o porque hay servicios de obstetricia donde llevan años sin practicarlo y no tienen articulada esa posibilidad. Es lo que le sucedió a Marta Vigara, una médica del hospital Clínico San Carlos de Madrid, donde ningún facultativo realiza esta práctica y cuyo caso trascendió después de contarlo en la Cadena SER. Embarazada y con problemas para la viabilidad de su feto, tuvo que acudir a una clínica privada a abortar.
María Casado, fundadora del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona, recuerda que “la objeción de conciencia no puede ser absoluta ni impedir el servicio”: “Hay quien usa la objeción de conciencia como desobediencia civil para que la ley no se cumpla. Pero no puede ser que la objeción impida la prestación del servicio. Y eso se solventa teniendo listas de objetores para organizar los servicios de ginecología”, apunta.
Pero no hay un registro público que permita saber cuántos médicos rechazan realizar una interrupción voluntaria del embarazo, algo que quiere cambiar el Ministerio de Igualdad. De hecho, algunos ginecólogos hacen los terapéuticos, pero no los demás. Al no saberse exactamente cuántos objetores hay, es complicado poner soluciones a este problema y se producen situaciones como la del hospital de Helena, donde ni siquiera los facultativos dispuestos a realizar abortos terapéuticos pueden practicarlos. Una situación “aberrante”, en opinión de esta ginecóloga. “¿Para qué hacemos diagnóstico prenatal si luego no le vamos a dar solución? Que un médico que está llevando un embarazo le diagnostique algún problema a la mujer y lo derive a otra clínica, con el duelo que supone perder un hijo deseado, es intolerable”, afirma. Aunque quiera, en su hospital no pueden llevarlo a cabo: “No es algo que hagas por tu cuenta, necesitas un quirófano, enfermería, celadores, anestesista”.
Casado critica ese doble rasero de los médicos que objetan al aborto solo en algunos supuestos: “Antes de 2010, en las clínicas se objetaba al aborto sin más. A partir de entonces, algunos dijeron que al aborto clínico no objetaban, sino solo al de plazos, que son aquellos en los que la mujer toma la decisión libremente, sin muletas”, sostiene la bioeticista. Coincide en su postura Valls, que alerta de una especie de categorización entre abortos buenos o malos: “Entramos en una valoración que no tiene en cuenta la voluntad de la mujer como ser adulto. Es un desprecio, como si hubiese dos categorías de aborto, dos categorías de mujer”.
Dos colegas de Helena del Gregorio Marañón de Madrid, que también prefieren mantenerse en el anonimato, cuentan esa otra cara de la historia. “Nosotros sí lo hacemos cuando hay problemas de salud para la madre o el hijo, no hay ningún obstáculo organizativo”, dice uno. “En mi servicio son objetores alrededor del 50% de los médicos adjuntos, así que se intenta planear la interrupción en días en los que haya por lo menos una persona en cada guardia que pueda asumir el caso”, apostilla el otro.
No es la única comunidad donde sucede. Este periódico ha comprobado que existen otras que no reportan ninguno o un número ínfimo, aunque realmente sí hay hospitales públicos que lo realizan de forma rutinaria, como sucede, al menos, en Andalucía, Castilla y León y Murcia, además de Madrid. Solo la última ha aclarado dónde está el fallo en su caso. Una portavoz explica que se hicieron en una situación de excepcionalidad debido al riesgo para la madre: “Al realizarse fuera del circuito asistencial ordinario que existía en ese momento, no constan en la estadística de 2020″.
En un hospital de Andalucía, una ginecóloga asegura que en su servicio la interrupción voluntaria del embarazo es una práctica semanal. Y no es el único. “Tiene mucho que ver con las inercias. Aquí la jefa de servicio llegó y dijo que se harían; solo hay una persona objetora. Cambió de centro a otro de la misma provincia, donde sucedió lo mismo. En otros, nunca se ha hecho y nadie tiene interés por instaurarlo”, asegura esta médica, que tampoco quiere desvelar su nombre ni que se haga público el hospital donde trabaja.
En otras comunidades está más normalizado el aborto por causas médicas en centros públicos. En Asturias, Baleares, Canarias, Cantabria, País Vasco y Navarra, menos de la mitad de los terapéuticos se realizan en la privada. En España se llevaron a cabo en 2020 unas 8.000 interrupciones voluntarias del embarazo por causas médicas. De promedio, a cada hospital público le corresponden 17 en todo el año.
Derivación automática: herencia de un ecosistema del pasado
Otra cosa es lo que sucede con las interrupciones voluntarias del embarazo a petición de la mujer: 80.209 el año pasado. Son las que se derivan en casi todas las comunidades de forma automática a la privada. Aquí sí que hay una incapacidad de los hospitales públicos para asumir este trabajo con los medios con los que cuentan, aunque no es la única causa, y se remonta a la primera ley de aborto en España, la de supuestos de 1985. Entonces comenzaron a proliferar clínicas privadas legales para realizarlos y con el cambio de regulación continuó así. Silvia Arévalo, jefa de Medicina Neonatal del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, apunta a que el circuito de interrupciones voluntarias del embarazo puede estar influenciado por la “memoria histórica”: “Hasta 2010, los abortos se hacían en clínicas privadas que lo tenían muy bien implantado”. Si no fuera por estos centros, las mujeres tendrían que haber acudido al extranjero, como sucedía durante la dictadura.
David Larios, presidente de la Asociación Juristas de la Salud, que fue testigo de cómo se implementó la ley de 2010 en Castilla-La Mancha, explica que por entonces se hizo un sondeo a los servicios de ginecología para ver cómo la aplicaban: “Vimos que la mayoría no querían, ya fuera por objeciones de conciencia o porque temían convertirse en servicios abortivos, así que se decidió que se derivase todo a clínicas concertadas. Esto no incumple la ley, porque sigue siendo un servicio público independientemente de quien lo preste”. Otra cosa es que pongan trabas burocráticas que demoren la intervención y obliguen a la mujer a acudir fuera del sistema público [que incluye el concertado] para poder hacer la interrupción voluntaria del embarazo en plazo”. La ley contempla que en estos casos también lo sufraguen las arcas públicas, aunque deben ser “excepcionales”.
José Martínez Olmos, que en 2010 era secretario general de Sanidad, explica que se comprobó que con las objeciones de conciencia y las trabas de los servicios de ginecología, enviar a las mujeres que querían abortar a los hospitales públicos solo habría conducido a entorpecer el proceso: “Es una intervención no urgente, pero no demorable, así que para evitar el peregrinaje por centros públicos, la mayoría de las comunidades decidieron crear este sistema de derivación, que ha funcionado bien”. Francisca García, presidenta de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo, conviene, no obstante, en que el punto de partida del despliegue de la norma fue el estigma: “Es una prestación estigmatizada y los profesionales no estaban formados ni tenían interés”.
La docena de ginecólogos consultados —que prefieren no dar su nombre por lo delicado del asunto— coinciden en que sería inviable realizar todas las intervenciones en la pública y muchos reconocen que es un procedimiento que no gusta en el gremio. “No supone ninguna satisfacción ni reto quirúrgico, no es agradable, así que nadie va a luchar por hacerlo de forma sistemática”, dice una de estas médicas. También reconocen el estigma y los problemas morales que lleva asociado. “Yo no soy objetora, pero me puedo negar a realizar un aborto por una malformación menor porque no lo considero ético”, asegura otra.
Toni Payà, jefe del Servicio de Obstetricia y Ginecología del Hospital del Mar, defiende que “la capacidad del sistema es finita” y, si bien en su centro sí se realizan abortos terapéuticos, los hospitales públicos no pueden asumir el volumen de actividad que suponen todas las interrupciones voluntarias del embarazo: “Si tienes que hacer todas interrupciones voluntarias del embarazo, no hay espacio para nada más”. A ello se suma la existencia de todo un circuito asistencial ya estructurado. “A las clínicas privadas que han hecho interrupciones voluntarias del embarazo toda la vida les sigue interesando también porque es un ingreso económico casi fijo”, agrega.
Cantabria, la única comunidad junto con Baleares donde incluso los abortos a solicitud de la madre se realizan mayoritariamente en centros públicos, tiene la peculiaridad de que casi todos estos son farmacológicos, mediante una pastilla. Mercedes Boix, ginecóloga jubilada y miembro de la Asociación en Defensa de la Sanidad Pública de esta comunidad, explica que, de otra forma es poco viable realizar estas intervenciones en hospitales públicos. “No es tanto un problema de objeción, que cada vez es menor, como de capacidad”, resume.
La experta en medicina con perspectiva de género Carme Valls, por su parte, asume la presión asistencial de los centros sanitarios y la falta de tiempo de los profesionales, incluso que “puede haber médicos que se hayan acogido a la objeción porque así ahorran trabajo”, pero la solución pasa por destinar los recursos suficientes para prestar el servicio: “Falta concretar los recursos adecuados para que esta prestación se lleve a cabo. Es necesario que los recursos entren al mismo tiempo que la prestación, pero siempre que pagas a la privada, desmantelas la pública”. Con todo, avisa, un traspaso ahora de la prestación hacia la pública también tendría consecuencias para la privada: “Seguro que afectaría a las clínicas privadas. Por eso este proceso cuesta más, porque hay unos intereses creados y estos intereses mantienen el status quo. Nunca podrías hacerlo todo de golpe, tendría que haber un proceso de cambio y estas clínicas ginecológicas podrían dedicarse a servicios de atención a la mujer, no solo al aborto”.
Una transición que llegó para quedarse
La puesta en marcha de la ley de 2010 fue compleja, rememora Marina Geli, consejera de Salud en Cataluña en ese año. Todavía recuerda la queja de algunas clínicas privadas, relata, contra el traslado de las interrupciones voluntarias del embarazo a centros públicos: “Forzamos que las interrupciones voluntarias del embarazo farmacológicos se hiciesen desde atención primaria, a través de las unidades de atención sexual y reproductiva”, señala. De hecho, más del 70% de los abortos farmacológicos en Cataluña se hacen en estos centros de la red pública.
En el aterrizaje de la ley del aborto, reitera el exconsejero de Salud catalán Boi Ruiz, pesó también la coyuntura económica de entonces. Hace poco más de una década, España se sumergía en una grave crisis económica y la tijera llegó a servicios públicos como la sanidad o la educación. Ruiz, que asumió el cargo a finales de 2010, critica que la prestación echó a andar sin una dotación económica que la acompañase y eso complicaba la operativa. “Había que poner en marcha la ley y no había habido movimientos. Con las interrupciones del embarazo por razones médicas, teníamos claro que se tenían que hacer en hospitales terciarios públicos [los más grandes y con mayor nivel de especialización], pero no podíamos hacer todas las interrupciones voluntarias del embarazo en estos centros. Estos procedimientos había que hacerlos en hospitales de media y baja complejidad, pero estos eran los más afectados por los recortes”, explica. Así que optaron por “una decisión transitoria, de choque”, que consistió en concertar esa actividad con clínicas privadas: “En un momento que recortamos actividad, ¿cómo íbamos a añadir otro procedimiento que, además, no es aplazable? Eso obligaría a retrasar otra actividad y aumentaría aún más la lista de espera”, justifica el exconsejero. Otras comunidades también acabaron concertando buena parte de las interrupciones voluntarias del embarazo en centros privados: “El factor determinante fue que no había presupuesto para cubrir el coste de hacerlo en el sistema público”, zanja Ruiz.
La disparidad territorial en el ejercicio de un derecho como el aborto es otra de las principales consecuencias de este esquema. Barcelona es una especie de oasis donde “la paciente puede estar muy arropada”, asegura Payà, y no tendrá problemas para abortar. “Hace muchos años, recibíamos pacientes de toda España, el Mar era como un centro recolector de interrupciones voluntarias del embarazo. Ahora esto no pasa y ya no recibimos pacientes de fuera de nuestra área de referencia, pero el tema territorial no está solucionado. Barcelona es el mundo ideal, pero fuera de aquí es otra historia”, resuelve. Todavía hoy, 11 años después de la ley de plazos, hay tantas historias como hospitales.