Opinión

El ‘hombre’ del Renacimiento somos nosotros

Hoy sabemos tanto que ya no nos cabe en un cráneo de litro y medio, y por tanto hay que especializarse

Albert Einstein en una imagen cedida.Bettmann (Bettmann Archive)

La especialización científica, dijo alguien que no recuerdo, consiste en saber cada vez más sobre cada vez menos hasta llegar a saberlo todo sobre nada. Todo el mundo admite que es necesaria, porque la vastedad del conocimiento científico y técnico es inabarcable para un modesto ejemplar de ‘Homo sapiens’ que anteayer andaba pintando bisontes en las cavernas. Y muy bien, por cierto. Los pensadores envidian al “hombre del Renacimiento” ―el lenguaje inclusivo no se había inventado—, que aún se podía permitir el lujo de dominar un amplio espectro del saber, del arte a las matemáticas, de l...

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La especialización científica, dijo alguien que no recuerdo, consiste en saber cada vez más sobre cada vez menos hasta llegar a saberlo todo sobre nada. Todo el mundo admite que es necesaria, porque la vastedad del conocimiento científico y técnico es inabarcable para un modesto ejemplar de ‘Homo sapiens’ que anteayer andaba pintando bisontes en las cavernas. Y muy bien, por cierto. Los pensadores envidian al “hombre del Renacimiento” ―el lenguaje inclusivo no se había inventado—, que aún se podía permitir el lujo de dominar un amplio espectro del saber, del arte a las matemáticas, de la ingeniería a la literatura. Si lo miras bien, se trata de un elogio envenenado, porque equivale a reírse de lo poco que se sabía entonces. Hoy sabemos tanto que ya no nos cabe en un cráneo de litro y medio, y por tanto hay que especializarse.

El argumento no solo es cierto, sino también obvio, pero se deja fuera la mitad de la historia. Si quieres ser un buen pianista, no queda otra que dejarte ocho años de tu vida apretando teclas. Pero si aspiras a ser un ‘gran’ pianista, eso no basta. Para eso, tienes que convertir todos esos datos en conocimiento. Y el conocimiento no es una mera suma de todas las informaciones. Es un paso de abstracción, como mirar a la calle llena de gente desde el primer piso. La no muy larga historia de la ciencia revela la validez de ese principio con una claridad deslumbrante.

El propio disparador de la revolución científica fue una unificación, que es como llaman los físicos a ese paso de abstracción, o de subir un piso. Newton logró sintetizar en una simple ecuación todos los datos que se conocían entonces, revelando así un nuevo concepto, la gravedad, que explicaba la caída de una manzana al suelo, el giro de la Luna sobre la Tierra y las órbitas de todos los planetas alrededor del Sol. Alza la vista al cielo nocturno y comprobarás que nada de eso es evidente en absoluto. Es una consecuencia de los datos, sí, pero también de convertirlos en conocimiento, en un concepto abstracto que solo puedes ver desde el primer piso.

Se puede interpretar el resto de la física como un ascenso escalonado al cuarto o al quinto piso, y cada uno de esos saltos conceptuales ha consistido en una unificación: entre la electricidad y el magnetismo para descubrir el concepto de la fuerza electromagnética y la naturaleza de la luz, aparte de disparar la revolución de la energía eléctrica. Que, por cierto, no es obra de Tesla, como parecen creer ciertas religiones laicas, sino de los genios científicos que le precedieron, con especial énfasis en Faraday y Maxwell.

Einstein subió varios pisos de una tacada y unificó el espacio con el tiempo, la masa con la energía y la gravedad con la geometría. Sus ecuaciones de la relatividad general se pueden escribir en media cuartilla, y pese a ello abarcan el cosmos entero. Einstein formuló la teoría en una arquitectura matemática precisa que predice la realidad con un montón de decimales, pero lo que le condujo ahí fueron su enorme creatividad y su intuición física. La imaginación alcanza más allá que el conocimiento, dijo en un comprensible ataque de autoestima tras lograr la proeza.

La genética, que arrancó en 1900 con el redescubrimiento de los trabajos de Mendel, produjo en el siguiente medio siglo tal pila de datos que ni siquiera la mejor especialista podía asimilarlos. Eso cambió de un plumazo en 1953 con el descubrimiento de la doble hélice del ADN, que de pronto explicó todo lo que sabía en una simple y elegante estructura molecular, la versión biológica de una ecuación. Desde entonces el fundamento de la genética se le puede explicar a un niño (y no, no voy a hacer el chiste de Groucho en ‘Sopa de Ganso’).

Estos saltos a un piso más arriba rara vez provienen de los especialistas que aspiran a saberlo todo sobre nada. Más bien son producto de las mentes más creativas y audaces de cada época. Eso no quiere decir que la acumulación de datos crudos sea irrelevante, pues la ciencia no es discípula del genio, sino esclava del mundo. Recordemos que el diablo mora en los detalles. Pero eso no basta para subir por la escalera. Como decía Sydney Brenner sobre los estratos de información genómica que sepultan en nuestros días a los biólogos, la información debe convertirse ahora en conocimiento, en principios generales, en abstracciones y nuevos conceptos. De lo contrario acabaremos sabiéndolo todo sobre nada.

¿Debemos envidiar a Leonardo porque él podía saberlo todo y nosotros no? De ninguna manera, pues el ‘todo’ de Leonardo no servía ni para volar dos metros, no hablemos ya de aterrizar. Los verdaderos ‘hombres del Renacimiento’ somos nosotros.

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