Tras el infierno en las residencias: “Con su permiso, ¡estamos vivos!”

Ocho mayores cuentan cómo sufrieron la enfermedad, el aislamiento y la pérdida de amigos y compañeros en geriátricos que tuvieron brotes en marzo y abril

Luis Collado y Soledad Menéndez sobrevivieron la covid en la residencia Casaverde, de Navalcarnero (Madrid).Samuel Sánchez

“Lo comentaban las más entendidas en el patio”. La primera vez que Soledad Menéndez (89 años) escuchó hablar del coronavirus fue en boca de unas compañeras de la residencia del grupo Casaverde en Navalcarnero (Madrid) a la que había llegado hacía apenas unos meses. No sabía si era muy contagioso. Pero resulta que sí lo era. Una madrugada de marzo, cuando se levantó para ir al baño, se cayó, se golpeó en la cabeza y acabó en el hospital. Estaba contagiada. Ha llevado oxígeno hasta hace poco. Dice que no pasó miedo, que ella se resigna enseguida. “Algún día tienes que morir, qué más da de una cosa que de otra. Si es muy grave, sí me daría apuro”, precisa.

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El país temblaba ante el avance de la pandemia, pero Soledad ya había pasado mucho en la vida como para asustarse “así como así”. Perdió a un marido y a una hija. De niña supo lo que es el hambre, vio una trinchera, estuvo dos años sin saber si su padre, en el frente, estaba vivo o muerto. Sus ojos solo se empañan cuando cuenta lo “dolorosísimo” que es ver a sus hijos sin poder abrazarles. La suya es una generación dura, acostumbrada a tirar adelante. Ella sobrevivió al virus y a tantas otras cosas.

Un año después de esa primera oleada que se cebó con las residencias, ocho mayores recuerdan cómo vivieron aquellos días, el confinamiento, la pérdida. El peor momento llegó cuando los aislamientos se hacían a dedo porque no había pruebas, ni material de protección, y muchos ancianos eran rechazados en los hospitales.

A la entrada de la residencia de Casaverde, una caja de mascarillas sobre el mostrador manda una señal que confirman las mesas alargadas de los dos salones donde un anciano se sienta en cada extremo: los días más terribles pasaron, pero hay que seguir alerta. Las medidas de seguridad llegaron para quedarse, al menos de momento. Hace un año esta misma planta estaba convertida en zona roja. Aquí aislaban, a ojo, a los que tenían síntomas.

Martín Quiles y Antonia Sánchez, el lunes en la residencia de Casaverde en Navalcarnero (Madrid). Samuel Sánchez

Antonia Sánchez guarda nítido en la mente el olor a desinfectante, tanto movimiento, tanto nerviosismo. “Nos dijeron que había casos y teníamos que quedarnos en las habitaciones. Yo estaba muerta de miedo porque tengo los bronquios mal. En casi tres meses no salí ni al pasillo”, afirma esta madrileña de 88 años, que en su día fue barnizadora de muebles y limpiadora. Cuenta que estuvo siempre atendida y se entretuvo haciendo dibujos y hablando por teléfono. Lo que más le pesa es no haber podido ir al entierro de su hermana y de su cuñado. “Al final cogí el virus sin enterarme. Cuando me lo dijeron [que tenía anticuerpos], me puse contentísima, llamé a mi sobrina inmediatamente. Había estado mala uno o dos días, con dolor de cuerpo, pero creía que era otra cosa”, explica. En el centro viven ahora 126 mayores. Una decena murieron, solo tres con un diagnóstico confirmado. Entre ellos, Luisa. “Éramos íntimas amigas. La pobre estaba mal, se caía muchas veces”.

Pilar Gil, quien vive en la residencia Sant Miquel, en Viladecavalls (Barcelona), recuerda a “la Adela y a la Juana”. Estaban siempre juntas las tres. “Estaban más flaquitas y pasó lo que pasó. Las cogió de golpe la tristeza y se marcharon”. A su manera describe lo que tantos profesionales advirtieron durante meses: que las duras restricciones estaban apagando a los mayores. No es lo mismo que la vida se pause a los 30 que a los 90. No es lo mismo que uno crea que aún tiene toda la vida por delante. Pilar trabajó en el sector textil durante décadas. El encuentro es por videollamada. “Todo iba bien”, repite a lo largo de la conversación con una sonrisa, “pero con tristeza de sentimiento”. “Siempre pensamos: a ver qué pasa. Vimos cómo venían a limpiar la residencia unos señores con esas caretas y vestidos así”, dice abriendo unos ojos que casi ya no ven. Por entonces se enteraba de cómo estaba la situación en el país cuando llegaban las auxiliares. “Venían las chicas, les preguntaba cómo estaba el mundo y me lo explicaban”.

Ella tiene 97 años y supo que había dado positivo a mediados de abril, cuando fueron a hacer un cribado en el centro. De los 77 residentes, solo 15 fueron negativos. La mayoría, asintomáticos. Diez murieron.

Pilar Gil, residente en el centro de mayores Sant Miquel, en Viladecavalls (Barcelona). MASSIMILIANO MINOCRI

Tomás Fordieles, de 90 años, fue el segundo en aislarse en esa residencia. “Fue el 30 de marzo. Era un día nublo. Yo me nublé más todavía, me mareé”, dice este almeriense que trabajó en una empresa de tintes, aprestos y acabados, afincado desde hace ya 67 años en Cataluña. Fue el último en dar negativo. “Siempre he dicho que no soy pájaro, a mí encerrado no me gusta estar”. Quisieron llevarlo a un centro sociosanitario y él dijo que de la residencia no se movía. “Si me tenía que morir, que fuera aquí, en mi casa”. Cuando por fin rompió el aislamiento, “después de por lo menos 40 días”, bajó de su habitación y lo llevaron al patio. Allí, de lejos, estaba su familia. “Fue una sorpresa. Ellos no esperaban verme más”.

La separación de los hijos, de los nietos, pesa en un colectivo que ha vivido aislado como ningún otro. Cuando llegó la desescalada para el resto del país, los mayores que residían en geriátricos, alrededor de 300.000, seguían sin poder salir. Casi 30.000 han muerto desde el inicio de la pandemia. Cerca de 90.000 han pasado el virus.

Martín Quiles no se ha infectado. Este extremeño de 87 años que toda su vida se dedicó “al campo y a los animales” llegó a la residencia de Navalcarnero con su mujer. “La hija, que vive aquí, nos trajo por tenernos más cerca”. Pasó los meses de confinamiento junto a su esposa en su habitación. Ella ya no puede oír ni ver. Tuvo síntomas y hubo que aislarla, aunque fue una falsa alarma. “Lo llevé mal. No nos habíamos separado nunca”, se encoge de hombros. Con ella llegó de “Talarrubias, provincia de Badajoz”, hace ya tres años. Allí dejó su casa, amigos, un hijo, nietos y dos bisnietos a los que hace cerca de dos años que no ve. Volver a su pueblo “una semanilla” es lo que quiere hacer en cuanto pueda.

Su moral permanece intacta tras un camino cargado de adversidades. María Ruiz, una “andaluza de pura cepa” de 84 años, atendió a este periódico en marzo, en la residencia Gravi, en Polinyà (Barcelona). Allí se había recompuesto tras la muerte de dos hijos, había vuelto a ser ella. Hace un año pedía a Dios que no entrara “el bicho”. Pero entró. Los 33 mayores contagiados, ella incluida. “Yo estaba acostada, me levantaron y me llevaron al hospital. Sabía que estaba muy mal. Lo digo en una palabra: estaba muy diferente. En el hospital, cuando resucité un poco, decía que quería venirme a mi residencia”, cuenta ahora, también por videollamada. Allí tiene su pequeño huerto, sus actividades. La vida sigue, aunque cuatro compañeros murieran.

Tomás Fordieles, residente en el centro de mayores Sant Miquel, en Viladecavalls (Barcelona).MASSIMILIANO MINOCRI

Fueron varias decenas en la residencia en la que vive Beatriz en Galicia, del grupo DomusVi. Ella, que se enteró de que en su centro había casos por televisión, sigue confinada incluso tras ponerse la vacuna. No es su nombre real, porque teme represalias. A sus 76 años, vive en un centro “donde es costumbre tapar lo que pasa”, la comida “es espantosa” y las auxiliares están “de trabajo hasta las cejas”. “Un día me dijeron que recogiera mis cosas, que me sacaban de aquí porque, si no, acabaría contagiada”. Partió de allí en ambulancia, “muerta de miedo, sin saber a dónde iba”. Aquello fue para bien. Pasó unos meses “maravillosamente” en uno de los centros de drenaje habilitados para aliviar la presión de las residencias con más casos. “Tenía vistas al mar”, recuerda. No se contagió. “Cuando volví, me dijeron: ‘Tú no sabes lo que era ver desfilar por aquí muertos y muertos. Fue horroroso”, se lamenta. Por ello no puede comprender cómo es posible que haya quien esté pensando en la Semana Santa, con lo que han aguantado ellos en las residencias. “Yo sigo viviendo como si tuviéramos el virus en el centro. ¿Quién te dice que tras una comilona con la familia de algún residente no vuelve a entrar?”. Su refugio son los libros.

Luis Collado, a sus 95 años, no sabe leer ni escribir, así que pasa “los días y los meses” escuchando Radio Olé y viendo la televisión. “Buenos días, con su permiso, ¡estamos vivos!”, se presenta con una declaración de intenciones al entrar en la sala, ayudado de su andador. Este ha sido su lema durante el último año en la residencia de Navalcarnero. Sus manos temblorosas gesticulan al explicar que en esos días tenía el corazón un poco limitado por ver lo que estaba pasando. “Daba hasta miedo poner la televisión”, asegura. Pero él cada día sigue la cifra “de los que se han contagiado y de los que se han marchado”. Para su sorpresa, pasó el virus sin darse ni cuenta. Dice que tras la muerte de su esposa tendría que haber vuelto a casa, aunque vivían en un cuarto sin ascensor y ya al final, antes de mudarse, las escaleras costaban mucho. “Aquí no tenemos otra cosa más que cumplir con las obligaciones”, se resigna. En estos centros, muchos mayores tienen deterioro cognitivo, explica. “En las residencias, los que estamos un poquito mejor sufrimos más que el resto porque lo ves todo y te enteras de todo”, afirma. Incluso después de vacunarse, la cautela les acompaña, que bastante han pasado este año. Pero la vida sigue. Y sus familias les esperan. Sí, están vivos.


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