El doble confinamiento de Marta Molés

Una paciente oncológica pasa un mes aislada para someterse a un trasplante de médula. Las visitas están prohibidas

Marta Moles, que sufre una leucemia mieloblástica aguda, en la habitación del hospital Vall d'Hebron donde ha estado aislada 30 días para someterse a un trasplante de médula ósea.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

Este año no hubo Navidad en casa de Marta Molés. Ni solo convivientes ni burbujas ampliadas. Simplemente, no hubo. “En casa decían que no había nada que celebrar”, explica ella. Su marido y sus tres hijas, de siete y tres años, pasaron las fiestas semiconfinados, como en un día cualquiera en tiempos de pandemia, mientras ella lidiaba, aislada en una habitación del hospital Vall d’Hebron de Barcelona, con una leucemia mieloide aguda recién diagnosticada....

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Este año no hubo Navidad en casa de Marta Molés. Ni solo convivientes ni burbujas ampliadas. Simplemente, no hubo. “En casa decían que no había nada que celebrar”, explica ella. Su marido y sus tres hijas, de siete y tres años, pasaron las fiestas semiconfinados, como en un día cualquiera en tiempos de pandemia, mientras ella lidiaba, aislada en una habitación del hospital Vall d’Hebron de Barcelona, con una leucemia mieloide aguda recién diagnosticada. Enfermar en época de covid-19 supone “más miedo, a la enfermedad y a contagiarse”, admite Molés, de 42 años. Y soledad. Mucha soledad. Los tratamientos para este cáncer hematológico obligan a los pacientes a permanecer varias semanas ingresados e incluso aislados para evitar infecciones oportunistas. Con la pandemia, las visitas se han reducido al mínimo y, durante algunas terapias, como el trasplante de médula ósea, incluso se han suspendido por seguridad del paciente. “La primera semana estaba muy fuerte, segura de mí misma, de que todo iba a ir bien. Pero luego empecé a encontrarme mal y empezaron a venir los sentimientos de soledad, de agobio, de angustia, de preocupación… Es duro”, relata la mujer tras 30 días aislada.

No hace ni seis meses que Molés, abogada de profesión, empezó a encontrarse mal mientras teletrabajaba desde su casa. Era mediados de julio y la pandemia, de bajada en casi toda España, sumía al país en la llamada nueva normalidad. “Empecé con afecciones en la boca y me lo trataron como unas anginas en un primer momento”, cuenta. Pero los síntomas no pasaban. Entró en Vall d’Hebron el 18 de agosto y ya no salió hasta 51 días después. “Fue un shock, un golpe, un susto, miedo. En el momento en el que me lo dijeron, además, estaba yo sola porque había restricciones de visitas. Luego, cuando llegó mi marido, se lo tuvieron que volver a explicar a él y, a partir de ahí, organizar toda nuestra vida”, relata.

La pandemia agrava el impacto del diagnóstico. El azote del virus durante la primera ola redujo un 50%, según la Organización Nacional de Trasplantes, los trasplantes de médula, una de las principales terapias para combatir muchos tumores hematológicos. Además, si uno de estos pacientes se infecta de coronavirus, el pronóstico se complica todavía más. Según un estudio liderado por el hospital de Salamanca tras analizar cerca de 500 enfermos hematológicos, la covid-19 “produce una enfermedad más grave y mortal en los pacientes con cáncer de la sangre, particularmente en casos de leucemia aguda mieloblástica o síndrome mielodisplásico, y en los que tienen su cáncer activo o en progresión”. “Hemos tenido que adaptarnos de forma abrupta y ha habido retrasos diagnósticos en muchos pacientes. Hay menos incidencia de covid en estos pacientes que en la población general porque se aíslan mucho, pero en los que lo han sufrido, la enfermedad ha sido muy grave”, valora Ramón García, presidente de la Sociedad Española de Hematología. Otra investigación cifró en un 27% la mortalidad por covid-19 en pacientes con cáncer hematológico.

“En mi caso, la pandemia no ha afectado a la detección de la enfermedad, pero sí ha supuesto más soledad y miedo. Miedo a contagiarme”, insiste Molés. En medio de un mundo de restricciones sociales y confinamientos perimetrales para sortear el envite del nuevo virus, la abogada tuvo que soportar un doble confinamiento dos veces. La primera, “la más dura”, dice, duró casi dos meses. Con un tratamiento de quimioterapia de alta toxicidad para controlar la enfermedad y una retahíla de complicaciones asociadas, Molés pasó el final del verano, la vuelta al cole y la entrada en el otoño, hasta el 8 de octubre. “Tras el diagnóstico hay que hacer una terapia de inducción para controlar la enfermedad. Está ingresada porque es un tratamiento que tiene una mortalidad elevada por la intensidad de la toxicidad”, señala el doctor David Valcárcel, director de la Unidad de Hematología Intensiva y Terapia Celular de Vall d’Hebron. En el momento del diagnóstico hay billones de células malignas que, aunque van a morir con la quimioterapia, pueden liberar sustancias que hagan que el sistema inmune hiperreaccione y provoque la llamada tormenta de citoquinas, que puede ser mortal. Además, tras la quimio, bajan las defensas al mínimo y el organismo se queda más expuesto a infecciones.

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En el primer encierro, Molés pudo recibir visitas. Pocas y muy puntuales, pero al menos, Jordi, su marido, podía verla. Incluso cuando la cosa se complicó y sufrió graves efectos secundarios que la llevaron a la UCI, lo dejaban pasar un par de veces por semana. “Me perdí muchas cosas. La vuelta al cole, por ejemplo: mis hijas pequeñas empezaban la educación infantil. Perdí la compañía de los míos, días con mis padres, que se hacen mayores y esto ha sido un golpe muy duro para ellos…”, rememora Molés. No hay estudios que midan el impacto emocional de la pandemia en los pacientes hematológicos, pero ha causado un daño elevado, coinciden García y Valcárcel. “La presencia del familiar es muy importante. Con la pandemia, los pacientes están solos y claramente lo han notado”, explica el hematólogo del Vall d’Hebron.

Molés volvió a casa el pasado octubre. “Volver a casa fue emocionante: mi hija mayor lloraba igual que reía. Y con las pequeñas fue más complicado porque su primera reacción es el rechazo y me costó un buen ratito que me abrazaran”, recuerda. Y la rutina volvió a imponerse hasta diciembre. Tocaba volver a ingresar para someterse a un trasplante de médula.

Tras la terapia de inducción, se hacen otras sesiones de quimioterapia para consolidar la respuesta y eliminar la enfermedad detectable que quede y, por último, se entra en la fase del trasplante. “Se hace un tratamiento de acondicionamiento con quimio y radioterapia a dosis muy altas [para vaciar la médula y eliminar lo que pueda quedar de enfermedad] y luego el trasplante alogénico para evitar que la leucemia vuelva a aparecer”, concluye Valcárcel. La mortalidad atribuible al trasplante es, sin embargo, muy alta por complicaciones derivadas, como las debidas a ese tratamiento tan intenso, las infecciones que puede contraer el paciente sin defensas o el fenómeno del injerto contra huésped, cuando la nueva médula (un sistema inmunitario nuevo) reconoce al hospedador (el paciente) como un extraño.

La amenaza de otra ola

La habitación de Molés mira a la montaña del Collserola. En lo alto de la ladera, el parque del Tibidabo ilumina de noche las ventanas del cuarto. “Al trasplante venía muy mentalizada, con mucha fuerza. Pero cuando le sumas que los días pasan, que ahora sale un problema de aquí, que sale otra circunstancia de allá, que de la lista de cosas que te explicaron que te podrían pasar, resulta que te están pasando todas, llamas a tus hijas y lo primero que te dicen es: “mamá tardas mucho, cuándo vienes?”… Pues claro, todo eso es duro”, relata.

En este mes, Molés se sometió a sesiones de quimio y radioterapia que dejaron a cero su sistema inmunitario. Luego, el 22 de diciembre, el trasplante de médula, que es infusión intravenosa de células madre hematopoyéticas de un donante compatible que circulan por torrente sanguíneo hasta el tuétano para repoblar la médula ósea. “A partir de ahí, empiezan a multiplicarse y progresar en células maduras, glóbulos rojos, blancos… Decimos que está implantada cuando tiene más de 500 neutrófilos durante tres días consecutivos. Es muy importante porque, aunque el paciente sigue sin tener inmunidad normal, tienen la primera defensa contra los patógenos habituales y pueden salir de este entorno”, señala Valcárcel.

Pero todo ese proceso lleva su tiempo. 30 días, en el caso de Molés. Y con las Navidades de por medio. El contacto con su familia era por teléfono y videollamadas los días buenos. Los malos, mejor no. “Algunos días no podía ni hablar”, explica. Molés mataba el tiempo con sudokus, el libro El pont del jueus de Martí Gironell o mirando al Tibidabo de noche. Y sacándole conversación a cualquier sanitario que entraba por la puerta. Ellos, de hecho, acaban siendo los compañeros de risas y llantos, confesores y terapeutas. “Ahora los pacientes necesitan más atención, reclaman más atención que antes asumían las familias. La pregunta más común es cómo ha ido la enfermedad en otras personas, pero yo siempre digo que las estadísticas están para romperlas”, sonríe José María Solórzano, enfermero del servicio.

Es jueves en un Vall d’Hebron inmerso en la tercera ola. El sol dispara a la falda de Collserola y Molés aguarda impaciente, vestida de calle, en el sofá de su habitación. Sobre la cama, una bolsa de deporte con todos sus bártulos. Se va de alta. Tendrá que hacer controles periódicos durante seis meses. Pero, por lo pronto, el trasplante ha sido un éxito y no hay rastro de la enfermedad. Termina su confinamiento en el hospital, pero continúa, sin embargo, con las restricciones en casa: tanto para la enfermedad como para la pandemia, tiene que evitar aglomeraciones, espacios concurridos y mucha interacción social. Pero le da igual. Vuelve a casa. “La pandemia no nos va a quitar la ilusión. Me da igual si no puedo salir de casa y si tengo que desinfectar el uniforme cuando mis hijas lleguen del colegio. Son males menores. Me puede más la felicidad”, zanja.

Una vuelta a casa atropellada

Después de visitar a Marta en el hospital, este diario se ha puesto en contacto con ella para saber cómo había ido la vuelta a casa. “Muy diferente de lo que me esperaba”, resuelve la abogada. Para empezar, porque no ha vuelto a su casa, sino a la de su suegra. “El día que me iba confinaron a mis hijas por un positivo en la clase, así que yo me vine con mi suegra y mi marido está en mi casa con las niñas y mis padres, que han ido a ayudarle”, señala. Al menos, la mayor ya la ha visto desde el balcón de casa. “La situación es un poco rara, pero estoy más tranquila”.

En otros tiempos, admite Marta, el imprevisto la hubiese alterado hasta las lágrimas. Pero la enfermedad ha cambiado su escala de prioridades. “Me he conocido a mí misma y he aprendido a escuchar a mi cuerpo y a parar. He ganado paciencia conmigo, con la enfermedad y con las niñas. Ya no le doy importancia a cosas que antes le hubiera dado. Un consejo: pasa tiempo con los tuyos”, agrega.

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