Los entierros demorados por la covid-19
El estado de alarma obligó a muchas familias a retrasar el adiós a sus seres queridos fallecidos durante la pandemia. Tres de ellas los inhuman ahora, varios meses después
Por Noor Mahtani
Carmen Ávila podría pasear por el cementerio de Aravaca con los ojos cerrados. Perdió la cuenta de los otoños que ha pasado leyendo en uno de los banquitos del humilde camposanto del noroeste madrileño. “Me siento acompañada y les acompaño a ellos”, explica señalando las tumbas repletas de flores secas. Aquí descansan los restos de los vecinos del barrio “de toda la vida” y es aquí donde, 111 días después de su muerte, entierra las cenizas de su padre, Ginés Ávila Hernández, fallecido el 15 de abril con 88 años a causa de un paro cardíaco. Los Ávila...
“Al fin mi padre va a descansar junto a su mujer”
Por Noor Mahtani
Carmen Ávila podría pasear por el cementerio de Aravaca con los ojos cerrados. Perdió la cuenta de los otoños que ha pasado leyendo en uno de los banquitos del humilde camposanto del noroeste madrileño. “Me siento acompañada y les acompaño a ellos”, explica señalando las tumbas repletas de flores secas. Aquí descansan los restos de los vecinos del barrio “de toda la vida” y es aquí donde, 111 días después de su muerte, entierra las cenizas de su padre, Ginés Ávila Hernández, fallecido el 15 de abril con 88 años a causa de un paro cardíaco. Los Ávila son una familia grande: cinco hijos, 11 nietos y tres biznietos. Y nadie quería faltar. Sobre todo Miguel Ángel, el hijo que vive en Francia con su mujer y sus dos niñas, y que no pudo volver antes por las restricciones de movimiento entre países.
“Al fin mi padre va a descansar junto a su mujer”, cuenta aliviado. Mientras, los sepultureros abren el panteón familiar y hacen hueco para colocar las cenizas “lo más cerca posible” de ella. Como los Ávila, cientos de familias madrileñas han pospuesto el sepelio. Los velatorios estuvieron prohibidos desde el 30 de marzo. A mediados de mayo, las restricciones se flexibilizaron y se permitió dar el último adiós en persona aunque con aforos que aumentaban muy gradualmente.
“La cabeza le funcionaba mejor que a ti y a mí”, recalca Carmen. Ginés vivía solo y era un hombre muy independiente. A principios de abril se cayó en la cocina y se partió la cadera. Tres días después de su ingreso en el hospital falleció. “Ha sido todo tan rápido y tan frío...”, lamenta José Antonio, hermano de Carmen. La última vez que le vio fue en el coche, camino del hospital. “Nunca me imaginé que todo se fuera a complicar tanto”, dice.
A pocos minutos de mediodía aún no están todos. Los que van llegando buscan algo de sombra, hablan de trabajo o se encienden un cigarro. “Pasa dos veces que no te veo. ¡Pero qué flaco estás!”, bromea una de las nietas. Los últimos en llegar sacan automáticamente el codo para saludarse y a alguno se le escapan los —cada vez menos habituales— besos en la mejilla. Pero nadie se quita la mascarilla, a pesar de los 30 grados. José Antonio está algo más ausente que el resto. “Voy a ver a mis tíos”, dice para sí mismo con un hilo de voz. Pasea entre las tumbas con las manos cruzadas en la espalda y busca a sus familiares. “Yo aún no me hago a la idea de que se haya ido mi padre”, reconoce. Ni él ni sus ojos consiguen decir nada más.
Nadie logra separar los recuerdos de Ginés de los caballos. Fue caballista toda su vida y el hipódromo de la Zarzuela fue, repiten, su segunda casa. “Desde los nueve años ya jugaba allí. No había quien lo sacara. Siempre nos contaba la misma historia”, explica Miguel Ángel, quien llegó al día anterior desde Francia. “Nos costó mucho cuadrar las vacaciones escolares y los permisos de trabajo y hemos querido aprovechar esta tregua”, reconoce, “Y súmale el miedo a que nos confinen de nuevo”. Saben que nunca es un buen momento para perder a un ser querido pero la pandemia solo lo ha empeorado. “En estos momentos es cuando uno entiende los peros de vivir lejos. Pero ahora mismo siento alivio, gracias a Dios, ya se acabó”, zanja.
Frente al panteón ya nadie habla. Impera el silencio y el dolor contenido todos estos meses y que, al fin hoy, encuentra un cierre. “Con vuestro permiso”, dice uno de los sepultureros sujetando la urna verde en la que descansan los restos de Ginés. “Mira, así está pegadito a su mujer”, concluye apoyado en la tumba de granito negro. Junto a él descansan otros 10 Ávila más. “Y los siguientes que ocupemos la ‘casa del futuro’ seremos nosotros”, añade Carmen con los ojos llorosos, “A mí que me entierren con mi padre. Y con la gente de mi barrio”.
Rafael volvió a reunirlos a todos
Por Pedro Zuazua
Rafael Ramírez Calvo nació en Oviedo en 1942. Pocos años después, sus padres se trasladaron a Madrid, donde abrieron la cafetería Enol, en la que comenzó a trabajar ya de joven. Allí conoció a Marisol, su mujer, que paraba en el local antes de ir a clase de francés. Estudió Hostelería y Turismo. Se fue hasta Australia para ganarse la vida. Regresó. Fundó una empresa de representación de muebles en la que tuvo como socio al luchador Jesús Chausson. Tuvo cuatro hijos —Paloma, Pilar, Rafael y Luis—. Le encantaba el cine —podía entrar a tres sesiones consecutivas y no perdonaba una película del oeste—; la música —cantaba canciones asturianas—; bailar —de pequeño había ido a clases a escondidas—; y cocinar —le ponía muchas ganas—. Pero, por encima de todo, lo que más le gustaba era reunir a la familia.
En los primeros días del confinamiento, Rafael comenzó a tener fiebre. Dejó de coger el teléfono —su mujer es dependiente—. “Papá no está bien”, les dijo Luis a sus hermanos. Su hijo Rafael fue a buscarlo y lo llevo hasta el hospital Puerta de Hierro. Allí falleció de covid-19 el 29 de marzo, después de ocho días ingresado. Tenía 75 años.
Algo más de cuatro meses después y a 336 kilómetros de allí, en Campo de Caso, en el asturiano Parque Natural de Redes, de donde era originaria su madre, tuvo lugar el funeral de Rafael. “He sentido que se cerraba un capítulo, una sensación de calma”, dice su hija Paloma. “Cuando muere alguien cercano, hay un proceso de tanatorio, funeral, familiares y amigos que te acompañan en el duelo… Todo sucede en dos o tres días. Pero con la pandemia fue diferente. El proceso fue extraño y caótico. De repente nos vimos en el hospital con una bolsa con las cosas de mi padre, no podíamos ni abrazarnos ni ir a tomar algo para hablar, no nos dejaron ir a la incineración, no pudimos recoger las cenizas hasta que acabó el estado de alarma…”.
La organización del funeral también fue diferente. Dio lugar a un debate en el seno de la familia. “Avisamos a los familiares más cercanos, pero a poco que avises ya es un número importante de personas. Es una responsabilidad y no puedes estar pendiente de que todo el mundo cumpla las normas. Hay gente mayor y tienes que protegerlos, porque tienes miedo de que vuelva a suceder lo mismo”, explica Luis.
El padre Roberto, ofició la ceremonia. En la homilía apeló a la sensibilidad y a la generosidad del ser humano, habló del coronavirus, de los ERTE y de los ERE. “Me da mucha pena esta situación, es tristísima. Intento ponerme en el lugar de la familia. El no poder dar una caricia o un beso al enfermo... La situación psicológica que afrontas cuando no puedes despedirte de un ser querido impresiona mucho. He dicho lo que me ha salido del corazón”, dice en conversación telefónica. “Ninguno somos los mismos antes y después de la pandemia”, añade.
Durante el oficio, Roberto se aplicó gel hidroalcohólico en las manos al consagrar la forma y el vino y antes de dar la comunión a los feligreses que lo solicitaron. Cuando llegó el momento de dar la paz, invitó a los asistentes a hacerlo con una pequeña inclinación.
A la salida, no hubo abrazos ni besos, pero sí esos ya no tan extraños ademanes de darlos. “Era necesario. Creo que le hemos dado la despedida que se merecía tener”, comentaba Luis a la puerta de la iglesia. “No sé si mi padre lo ve o no, pero estaría muy orgulloso de vernos aquí a todos juntos, porque era lo que a él más le gustaba”.
El frío funeral aplazado de la abuela Pili
Por Juan Navarro
El sábado 1 de agosto San Esteban de Gormaz (Soria) alcanzó los 38 grados, pero Sonia del Amo insiste en que no sintió calor. No sintió calor porque nadie podía acercarse y abrazarla, ni siquiera sentarse junto a ella. Solo los familiares convivientes podían intentar reconfortarla en aquella iglesia donde tuvo lugar el tardío funeral de su madre, Pilar Cerrada, fallecida el 14 de abril por coronavirus a los 77 años. Aún no habían podido despedirse de ella. Sonia, de 41, explica que aguardaron todo lo posible para organizar la misa, todavía marcada por la distancia social y las mascarillas, y darle a su madre el mejor último adiós posible en tiempos de pandemia.
Los restos de Pili, como la conocían en su San Esteban de Gormaz natal (3.000 habitantes), ya descansan en el panteón familiar junto a su marido, que murió hace tres años. Su hija describe con tristeza a través del teléfono cómo, por ser víctima de la covid-19, les recomendaron incinerarla, y no enterrarla, tan pronto como se produjese el deceso; ahora sus cenizas, que conservaron en custodia, han recibido sepultura. “Es todo muy raro, muy extraño”, relata Sonia. Ella y su familia, que sí pudieron juntarse en el templo, solo veían a dos personas por cada banco, escrupulosamente distanciadas, cuando volvían la cabeza. Los que no cupieron esperaron fuera, separados y en silencio.
Lo ocurrido estos meses sigue reconcomiendo a esta soriana asentada en Barcelona: “Se te queda algo dentro que no sé explicar”. Y su mente vuelve a aquellas horribles semanas de primavera en las que su mundo se desmoronó: el médico local activó en marzo el protocolo del virus y Pilar, que tenía fiebre, ingresó, sola, en el hospital de Soria. Allí permaneció cuatro días en planta hasta que se despejaron las incógnitas sobre su estado y comenzaron a agravarse los síntomas. La derivaron a la UCI, donde permaneció cuatro semanas.
El lunes 13 de abril recibieron la llamada: la mujer estaba mal, muy débil, con el hígado y los riñones muy debilitados. Era cuestión de días, o incluso horas. Y los sanitarios ofrecieron a los familiares hacerle una última visita, protegidos al máximo.
Sus hijos dudaron. ¿Qué recuerdo querían tener de su madre? ¿Qué imagen se encontrarían en aquel hospital? El virus decidió por ellos: los médicos telefonearon esa misma madrugada para darles la triste noticia. La principal amargura que se le queda a Sonia es la “sensación de sobresaturación” que percibió desde el hospital: “Los médicos iban a tope, no les culpo a ellos, pero los familiares sufríamos la angustia de no saber nada”. Los doctores, describe, apenas podían atender sus llamadas y actualizarles el estado de los ingresados.
La nieta más pequeña de Pilar es la hija de Sonia, de apenas cuatro años. “Los niños se dan cuenta de todo, te ven llorar y lo entienden”, sostiene la madre. La pequeña ha sido plenamente consciente al llegar al pueblo y no encontrarse a la abuela, que visitaba Barcelona como mucho dos o tres veces al año. “En ocasiones esquiva el tema e intenta nombrarla lo menos posible”. “Todo esto”, suspira su madre, “la ha pillado muy pequeña”.
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