El confinamiento que robó el agosto de Aranda de Duero
En esta localidad burgalesa de 32.000 habitantes viven con resignación el primer día de encierro por los rebrotes
Solo un policía de Aranda de Duero (Burgos) incumple la tarea de impedir que nadie salga o entre de la ciudad sin justificación. El sonriente agente rebelde pintado en la pared del restaurante Casa Silvano extiende la mano y dice “Alto y a beber”, como si no hubiera pandemia. Y quizá sea la mejor forma de sobrellevarla en tierras de buen vino. La gente pasea con mascarilla, toma algo en las terrazas y comenta la noticia que, no por esperada, tiene menos impacto.
Este viernes, ...
Solo un policía de Aranda de Duero (Burgos) incumple la tarea de impedir que nadie salga o entre de la ciudad sin justificación. El sonriente agente rebelde pintado en la pared del restaurante Casa Silvano extiende la mano y dice “Alto y a beber”, como si no hubiera pandemia. Y quizá sea la mejor forma de sobrellevarla en tierras de buen vino. La gente pasea con mascarilla, toma algo en las terrazas y comenta la noticia que, no por esperada, tiene menos impacto.
Este viernes, primer día de confinamiento, los vecinos hablaban de la alta incidencia del coronavirus, con más de 220 positivos, que ha provocado que la Junta de Castilla y León confine a sus 32.000 habitantes, que sí podrán moverse por Aranda. El juzgado de lo contencioso administrativo de Burgos ha ratificado este viernes el confinamiento forzoso sobre el municipio, pero ha ordenado que la cuarentena dure solo una semana y no los 14 días que pedía la comunidad. En Íscar y Pedrajas se decretaron dos semanas de aislamiento.
La pandemia que ya robó la primavera a medio mundo ha hurtado el agosto de esta zona del sur de Burgos: los asadores, las bodegas y las tiendas apenas tienen clientela. El mundo al revés respecto al año pasado: el jueves, cuando se decretó el cierre, el pueblo debería haber estado abarrotado por el festival Sonorama. Pero la crisis sanitaria y los 16 focos activos con transmisión comunitaria impiden soñarlo.
Apenas 11 personas, más el cura, rezan en la misa que alberga la iglesia de Santa María la Real, con una majestuosa fachada sur gótica encargada por los Reyes Católicos. Los feligreses cantan un Ángelus cuyas notas emanan junto al frescor por las puertas del templo y alivian el calor de la primera mañana de confinamiento. Begoña Sagrario, que circula en bicicleta con su hija, entiende que el contexto sanitario haya provocado esta drástica solución, que sería más severa si de ella dependiese: ante el elevado número de asintomáticos, más de la mitad según la dirección de Salud Pública autonómica, cree que lo más prudente sería un encierro completo, como el vivido durante las primeras semanas del estado de alarma: “Así los que se han movido no trasladan el virus a otros lugares”. Un runrún que circula por el pueblo lo protagonizan aquellos que lo abandonaron en la tarde del jueves, horas antes de aplicarse la prohibición. La alcaldesa, Raquel González (PP), ha criticado la imposición de la Junta (PP-Ciudadanos) porque”no hay ingresados” en los hospitales, aunque la Junta sí registra uno en la localidad.
“Ayer por la tarde solo vi maletas”, dice Sandy Greco, rumana con 12 años de vida en tierras de la Ribera. Poca gente compra bañadores en su negocio de ropa y zapatos. Esta madre de dos hijos ha anulado sus vacaciones de septiembre. Su establecimiento es uno de tantos que perderá los jugosos ingresos veraniegos y encarará un invierno difícil. Un camarero se resigna porque sin Sonorama se vacía una taberna que sirve tanto cachis [vasos grandes] de calimocho como cachis de croquetas, una diversificación que agradecían los estómagos fiesteros. “Es lo que toca si se quiere acabar con el virus”, sostiene, sin querer dar su nombre. Sus parroquianos hablan de todo un poco y comentan sus circunstancias familiares. “¡La Venancia va a vivir 100 años”, exclama uno.
Impacto en los jóvenes
El virus ha impactado en los jóvenes, con una media de 35 años entre los afectados, y ha dado tregua a la abundante gente mayor que camina despacito y con bastón. Como Efigenio Cano, que exhibe resignación: “A mí ya me da igual”. El quiosquero Jorge Fernández, que atiende una vez cruzado el río Duero, ironiza con que con la covid-19 “no hay tutía” y que hay que aplicar los mecanismos que, mal que bien, detienen su invisible avance. Así llevan casi una semana Íscar y Pedrajas de San Esteban (Valladolid); Fernández cree que estas intervenciones se tornarán habituales en toda España. Al menos en Aranda el impacto no se ha dejado notar, todavía, en el hospital. La sanitaria Gloria Molina, que almuerza sin bata —”hace mucho calor”— junto al cauce relata que las medidas de seguridad se han respetado y espera que este confinamiento permita a propios y extraños entender que “el virus no se ha ido”.
Los estragos económicos han precipitado el próximo cierre de la mercería Senger, que vendió de todo durante décadas. José, su afable propietario, de 82 años, se jubilará porque “ya no entra dinero en la caja”. Las láminas de trajes regionales del escaparate se apergaminaron con el tiempo. “Se me amontonan los clientes”, afirma con fino humor, sin nadie a la vista. “Los jóvenes lo vais a tener mal”, vaticina con ojos brillantes tras unas finas gafas. Su receta: “Agachar el riñón”. Pero los tiempos no ayudan, como recuerdan múltiples carteles con fina caligrafía: “Liquidación”.
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