Un decreto que regula el amor
Italia lleva inmersa una semana en un endiablado debate sobre el verdadero sentido del amor. O si prefieren, del “afecto estable”, como lo define el primer ministro, Giuseppe Conte
Italia lleva inmersa una semana en un endiablado debate sobre el verdadero sentido del amor. O si prefieren, del “afecto estable”, como lo define el primer ministro, Giuseppe Conte. La bomba filosófica está programada para estallar en el artículo 1 del decreto que publicó el Gobierno para regular las visitas a nuestros allegados a partir del lunes, cuando comienza la llamada fase 2. Pero nadie en el Consejo de Ministros cayó en la cuenta de que lanzarle un hueso retórico com...
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Italia lleva inmersa una semana en un endiablado debate sobre el verdadero sentido del amor. O si prefieren, del “afecto estable”, como lo define el primer ministro, Giuseppe Conte. La bomba filosófica está programada para estallar en el artículo 1 del decreto que publicó el Gobierno para regular las visitas a nuestros allegados a partir del lunes, cuando comienza la llamada fase 2. Pero nadie en el Consejo de Ministros cayó en la cuenta de que lanzarle un hueso retórico como ese a la nación que más puede retorcer un concepto después de 50 días de encierro era una mala idea.
En Italia las cosas no suelen ser blancas o negras. La famosa sfumatura, los matices, están también en los decretos. El término escogido para nombrar a los agraciados que podrían recibir nuestra visita a partir de mañana es congiunti, pero nadie entiende todavía qué demonios significa. El diccionario no aclara nada. Y el artículo 307 del Código Penal dice que son un pariente, un allegado... algo tuyo: ascendentes o descendientes, cónyuges, las partes de una unión civil entre personas del mismo sexo, hermanos, tíos y sobrinos. Quedarían excluidos los primos, amigos o novios. En teoría. Porque Conte tuvo que rectificar y aceptó que las parejas entrasen en la vaporosa categoría de congiunti y el debate se trasladó a una cuestión sobre la solidez de la relación. En síntesis: si es duradera y puede demostrarse la estabilidad, mascarilla y a la calle.
Uno de los países con un mayor problema de crimen organizado convertirá así a sus agentes en policías del afecto para controlar posibles vulneraciones en lo que el Estado cree que deberían ser nuestras relaciones. En mi casa saldremos mañana aterrorizados por si nos paran. Vivimos aquí desde hace tres años. Tuvimos una hija que nació en la isla Tiberina y que es más romana que Francesco Totti. Pero el reflejo que nos devuelve el espejo de la república italiana es cruel. Nos acabamos de dar cuenta de que no seríamos capaces de demostrar ningún afecto estable fuera de nuestras cuatro paredes. La fase 2, que ha diseñado un exconsejero delegado de Vodafone, será exactamente igual a la 1 para nosotros. Y la única ilusión para que llegue la 3 será que abra el peluquero.
La discusión tiene una esfera pública, pero también entraña una naturaleza íntima asombrosa. Los familiares de uno y otro lado se preguntan en qué grado lo son —los primos segundos ya valen menos que la deuda italiana esta semana—, los amigos dudan de la profundidad de una relación de décadas incapaz de acreditar nada ante la ley y los amantes meditan en silencio si sus lazos secretos no constituyen, en realidad, un universo afectivo mucho más sólido que los que mantienen públicamente con sus parejas oficiales (si casi una cuarta parte de la economía italiana es sumergida, no digamos ya las relaciones).
Conte, un hombre divorciado con una hija natural y otra de la pareja con la que convive, transformó a Italia el pasado domingo en un estado ético, o más bien moral, que nos ahoga a todos en un mar de dudas sobre los límites de nuestras propias relaciones. Se presentó en el Parlamento y habló nada menos que de la doxa y la episteme, de Platón y Aristóteles, para justificar sus medidas. El único consuelo que tenemos es que él mismo pruebe de su propia medicina estos días.
Italia es un país donde muere más gente de la que nace. Una nación encanecida —la media de edad son 44,4 años, solo por debajo de Alemania— de gente mayor que vive sola. En mi edificio, entre el Campo dei Fiori y el barrio judío, se celebra como una final del Mundial cada vez que alguien tiene un hijo. Mi vecina del cuarto es la última de su familia. No tiene a nadie a quien visitar (aunque tampoco está para muchas florituras). De modo que sus únicos congiunti están criando malvas en el cementerio de Prima Porta. El otro día cuando subíamos a la azotea a que nos diera el sol —llevábamos en cuarentena dos semanas por haber vuelto de España— me la crucé y me contó que pensaba ir a verles. “Con un poco de suerte ni vuelvo”, soltó antes de largarse.
Fabrizio De André cantaba con su ironía aquello de que “cuando se muere, se muere solo”. Pero la canción pierde parte de la gracia cuando uno piensa en tanta gente que se ha comido esto sin ver a nadie porque su congiunto, la persona a quien quería, murió en un hospital y ya no queda nadie más a quien visitar hoy. Qué difícil será regular el afecto, estable o no, para poder desahogarse en casa con alguien esta semana.
Aquí las noticias son relativamente buenas, cada día estamos mejor.
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