El arte de hacerse el encontradizo
Se organizan citas secretas, aparentes encuentros fortuitos, amigos que se cruzan en lugares convenidos. Hasta el día 11 no vale quedar, pero nadie puede negar que las casualidades existen
Una regla básica de guion es recurrir lo menos posible al azar y, si debe hacerse, que sea en los primeros 10 minutos de película. Ahí cuela, pero según avanza el relato cada vez es menos creíble. No creemos mucho en el azar en el cine, pero en la vida sí, es curioso. Es la realidad la que al final resulta verdaderamente sorprendente, si no miren como estamos. Hablo de esto porque voy a aplicar esa regla en el primer párrafo, al contar una casualidad que le pasó a una conocida. El otro día salió de casa y se encontró delante del portal con una amiga. ¿Increíble, no? Dieron un paseo, a la debid...
Una regla básica de guion es recurrir lo menos posible al azar y, si debe hacerse, que sea en los primeros 10 minutos de película. Ahí cuela, pero según avanza el relato cada vez es menos creíble. No creemos mucho en el azar en el cine, pero en la vida sí, es curioso. Es la realidad la que al final resulta verdaderamente sorprendente, si no miren como estamos. Hablo de esto porque voy a aplicar esa regla en el primer párrafo, al contar una casualidad que le pasó a una conocida. El otro día salió de casa y se encontró delante del portal con una amiga. ¿Increíble, no? Dieron un paseo, a la debida distancia, y fueron a tomar un café para llevar en un establecimiento autorizado. Les hizo mucha ilusión, después de tanto tiempo, hacer algo distinto que fuera lo de siempre.
En fin, el truco tal vez ni siquiera funcione en el primer párrafo: no, no se encontraron, hicieron como que se encontraban. En realidad la amiga fue a buscarla, llamó al timbre y le dio una sorpresa, eso sí es verdad. Pero ya está ocurriendo, se organizan citas secretas, aparentes encuentros fortuitos, amigos que se cruzan en lugares convenidos. Incluso hacen como que no se conocen, y sin forzarlo mucho, porque ya nos cuesta reconocernos. Hasta el día 11, creo, no vale quedar, pero no hay ley que regule el azar, salvo la de juegos y apuestas. Si aparece un policía nadie puede negar que las casualidades existen, aunque a estas alturas de la película resulte inverosímil. Es más, no hay diferencia, ni más riesgo de contagio, entre dos personas que se encuentran y dos que han quedado, basta que mantengan la distancia. Para tener la conciencia tranquila queda la opción de rezar para encontrarse con alguien, dejarlo en manos de Dios, que no se sabe si juega a los dados, pero ya pasará el rato con lo que sea, con todo el mundo parado.
Lo que es una sutil creación humana es el arte de hacerse el encontradizo. Quién no ha dicho “pasaba por aquí”. Quién no ha espiado a la persona amada para dar la vuelta a la manzana y propiciar un encuentro. Porque en el amor se cree en las casualidades, se escrutan señales en el universo y se mata por una coincidencia. Al final de Doctor Zhivago (Lean, 1965), el azar deja a Yuri volver a encontrar a Lara, pero desde un tranvía, y ella no se gira y no se da cuenta, y él se desespera en la ventanilla y, aunque la hayas visto cien veces, cada vez esperas que se dé la vuelta. Cómo lo estarán pasando los adolescentes enamorados y encerrados, edades en las que no ver al otro es un infierno.
En el fondo, el azar, aunque sea simulado, nos devuelve lo que nos ha quitado. La mutación letal del virus sucedió un día en una combinación que bien podía no haber salido y, un suponer, saltó de un murciélago a un pangolín que pudo pasar por ese rincón de la selva segundos más tarde y, a su vez, fue cazado por un tipo que al cogerlo pensó que era su día de suerte, y resulta que era el peor para la humanidad, pero seguramente se murió sin saberlo, y nunca sabremos quién fue. Y eso es solo el inicio. Para llegar a un pobre señor que ahora está en la UCI ha sido necesaria una cadena de contactos fortuitos en medio planeta y, en última instancia, podría haberse salvado si no se hubiera agarrado a una barra infectada de un autobús que, en realidad, pilló por los pelos.
La pandemia ha impuesto lo científico y metódico, como debe ser, aunque haya gente abonada a bulos y se inyecte lejía. Pero lo que ha hecho en realidad es volvernos a asomar al caos y el misterio que rodea nuestras vidas, algo tan olvidado por pensar que teníamos todo controlado, que para eso pagamos impuestos. Pero hasta Napoléon habría ganado en Waterloo si no hubiera llovido esa noche de junio de 1815 y la batalla hubiera empezado antes. Y cada día nos topamos con lo inexplicable: no es normal que según sales por la puerta de casa te empiece a picar la punta de la nariz. Nadas por el pasillo sin agua, moviendo los brazos. De repente todo el mundo se ha puesto a hacer guacamole. El panadero me cuenta que lo de la levadura es una locura, le piden todos los días. Podría montar un laboratorio de cocaína y no lo pillarían, es la tapadera perfecta: sale la gente con el pan y bolsitas de polvo blanco.
Este confinamiento forzoso no deja en casa mucho espacio para el azar, y anhelamos el soplo de lo inesperado. Como dijo Borges, “el mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones”. En su relato La lotería en Babilonia describe un Estado donde la lotería se va complicando con multas, premios negativos mezclados con los buenos, hasta un nivel demencial de alegrías y condenas aleatorias, que moldea la sociedad. “Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad”, arranca el relato. Ese es nuestro país ahora. La nueva normalidad es, de momento, rígida y ordenada, y en sus resquicios comenzamos a despertar y a hacernos los encontradizos. Esperando el día en que sea el azar el que otra vez nos una y nos separe, sin que nosotros hagamos nada más que dejarnos llevar, sin pensar, como en los viejos tiempos.
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