La decisión más comprometida
Solo en Madrid y Cataluña, los familiares han recogido de las residencias a más de mil personas
Sus padres compartían habitación desde noviembre en la residencia Ensanche de Vallecas. Él tenía 87, ella, 85. Él era muy dependiente, ella no, pero era su decisión estar juntos. A partir del 25 de marzo todo empezó a cambiar; un jueves, su hija, Charo Rodríguez, notaba que su padre se ahogaba mientras hablaba por teléfono. El sábado llamaron para comunicarle que había muerto. Así que no dudó, se dirigió al centro acompañada de su hermana, recogió las cosas de su madre en una bolsa, firmó unos papeles, y se la llevó a casa: una decisión de la que nunca se arrepentirá. Y que, al menos entre Mad...
Sus padres compartían habitación desde noviembre en la residencia Ensanche de Vallecas. Él tenía 87, ella, 85. Él era muy dependiente, ella no, pero era su decisión estar juntos. A partir del 25 de marzo todo empezó a cambiar; un jueves, su hija, Charo Rodríguez, notaba que su padre se ahogaba mientras hablaba por teléfono. El sábado llamaron para comunicarle que había muerto. Así que no dudó, se dirigió al centro acompañada de su hermana, recogió las cosas de su madre en una bolsa, firmó unos papeles, y se la llevó a casa: una decisión de la que nunca se arrepentirá. Y que, al menos entre Madrid y Cataluña, han tomado también más de mil familiares de residencias de servicios sociales. Aunque no deja de tener su riesgo.
“A mis padres los aislaron en su habitación. A él no lo levantaban de la cama. Mi madre me decía que les tomaban la temperatura. Él no tuvo fiebre, pero no había test, no pudieron comprobar si estaba contagiado”, relata. “Cuando el jueves llamé a la médica para decirle que se ahogaba, fueron a verle y le pusieron oxígeno. El viernes me dijeron que estaba mal, que podíamos ir a recogerlo y llevarlo al hospital, porque si ellos pedían una ambulancia no iban a mandarla, yo les dije que sola no podía moverlo, que era imposible que pudiera llevarlo”, afirma. La empresa que gestiona la residencia, Aralia, niega que alguna dirección de sus centros haya hecho tal recomendación. Charo explica que insistió al equipo médico, sin éxito. Al día siguiente le informaron de su muerte.
Las noticias por entonces comenzaban a ser alarmantes sobre fallecimientos de ancianos en residencias, donde viven personas de avanzada edad con patologías y la pandemia se ceba especialmente. Ni siquiera días después de su decisión, ahora mismo, se conoce la magnitud de la tragedia; aun cuando las comunidades envían información al Gobierno, todavía no hay datos oficiales y concretos sobre el número total de fallecidos, que se cuentan por millares.
Las comunidades han dado indicaciones sobre la salida de las residencias. En Cataluña sobrepasan el medio millar de ancianos, en Madrid hay más de 700 residentes menos —no solo en centros de mayores, también de discapacidad o salud mental— en tan solo 14 días en los datos oficiales. De ellos, 90 ancianos en plazas de financiación pública. En Cantabria fueron más de 140. Otras comunidades no ofrecen datos o aseguran que son marginales. Ocho en la Comunidad Valenciana, por ejemplo. Y Extremadura prohíbe las salidas. Al margen queda el hecho de que el coste varía según la comunidad de que se trate porque, aun en casa, en Andalucía o Galicia se debe seguir pagando la plaza con normalidad. En Murcia, en las públicas y concertadas, la mitad. En Cataluña no pagarán nada, independientemente de la titularidad. En Madrid tampoco en las públicas o concertadas, pero las privadas deciden qué hacer.
Las comunidades exigen un test previo para que el residente pueda salir, o que esté en residencias sin brote, o que sea asintomático y el aval de un médico. “Yo me llevé a mi madre sin test. No había. Nadie me explicó si reservaban la plaza, que es pública, si tenía o no que seguir pagándola”, cuenta Charo Rodríguez.
Su padre murió el 28 de marzo. “Cuando apareció el primer caso en la residencia, pensé en lo peor. Si ya en el centro había deficiencias antes, imagínate cuando empezaron las cuarentenas y a caer el personal de baja”, continúa Rodríguez. Es una residencia pública con 160 plazas gestionada por Aralia, expedientada por la Comunidad de Madrid a principios de febrero. Aunque eso fue antes de que apareciera el virus. La empresa asegura que tiene prohibido informar del número de muertes, pero que pasa el dato diariamente a la comunidad. Los familiares estiman al menos 36 fallecidos.
Ya en casa, los problemas continuaron: “A los pocos días mi madre empezó a tener 39 de fiebre”. Charo llamó al teléfono del coronavirus, le recetaron paracetamol, la temperatura empezó a bajar. “A los días empecé yo con mucho dolor de cuerpo y cansancio. Sin fiebre. Quizás no fue el coronavirus. No lo sabremos”, cuenta, ya bien de salud.
La retirada no está exenta de riesgos. “Debe garantizarse la seguridad de las familias acogedoras y de los residentes: ambos pueden ser transmisores”, advierte José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, que pide apoyo para los familiares que cuidan en casa. La diputación de Gipuzkoa anunció ayudas de hasta 424 euros en función del grado de dependencia. En Madrid y Cataluña no hay.
“Estaban desbordados”
Claudia lo ha pedido, de momento sin respuesta. Su madre sufrió un ictus que paralizó su lado izquierdo del cuerpo. Ingresó en una residencia, en Madrid, hace tres años. Un día le enviaron un correo desde el centro explicando la posibilidad de llevársela a casa. Se extrañó. “¿Es conveniente?”, preguntó. Le dijeron que estaba bien atendida, pero que era una opción. Días después, el panorama cambió. Fue la residencia quien la llamó para pedirle que se la llevara. “Estaban desbordados. Cuando empieza a escasear el personal sabes que lo van a pillar”.
“Traje a mi madre porque me moría de pena. Le mandaba cartas, hacíamos videollamadas y la pobre lloraba. Pasó un mes sin verme, sin comprender lo que estaba pasando, veía auxiliares con mascarilla, no le explicaban bien”, apunta Claudia. “Ya en casa le dije que fue como aquella gripe que mató a gente en el pueblo cuando ella era pequeña. Así lo entendió mejor”.
Los primeros días se agobió muchísimo. Le daba miedo llevársela a casa y contagiarla, en su trabajo había habido algún caso. O que enfermara y se viera sola con ella, con los hospitales madrileños al límite. “Cualquier decisión era mala, pero ahora no me arrepiento de nada”, dice. “Lleva en casa ya varias semanas y no tiene síntomas. A veces echa de menos a sus amigas, pero está encantada en casa. No se queja nunca, solo se preocupa de que no me haga daño en la espalda. Es muy buenina”.
“Escribí varios emails a los servicios sociales preguntando si podían ayudar durante un tiempo. Yo al final me apaño. Pero habrá gente que no pueda, personas mayores, por ejemplo”, sostiene. “El miedo que tengo es que se me caiga. Cuando vivíamos juntas, si se caía, pulsaba el botón de la teleasistencia y venían enseguida. No tengo fuerza para levantarla sola del suelo. Pero ¿y ahora? Los servicios sociales no me responden. Tendría que llamar a la policía”.
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