Fuera en la fría distancia

Una de las cosas más extrañas es no saber realmente qué pasa ahí fuera. Vemos la tele, hablamos por teléfono, pero la realidad exterior ya es muy abstracta

Una calle de Madrid, durante la cuarentena. CLAUDIO ÁLVAREZ / EL PAÍSEL PAÍS

Hay personas que solo salen de casa una vez al día, o cada dos, a bajar la basura. Tienen ganas de pisar la calle, pero la sorpresa de lo que encuentran, que por esperado no es menos sorprendente, les atenaza y casi vuelven con prisa. En la ciudad desierta de noche, silenciosa, donde se insinúa una inquietud antigua, temes por un momento que lleguen lobos a merodear entre los edificios. Sin nosotros por ahí, descubres un planeta vacío. Suena un poco apocalíptico, pero se te ocurren cosas así...

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Hay personas que solo salen de casa una vez al día, o cada dos, a bajar la basura. Tienen ganas de pisar la calle, pero la sorpresa de lo que encuentran, que por esperado no es menos sorprendente, les atenaza y casi vuelven con prisa. En la ciudad desierta de noche, silenciosa, donde se insinúa una inquietud antigua, temes por un momento que lleguen lobos a merodear entre los edificios. Sin nosotros por ahí, descubres un planeta vacío. Suena un poco apocalíptico, pero se te ocurren cosas así. Recordé las Instrucciones para llorar, de Cortázar: “Dirija la imaginación hacia usted mismo y, si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca”.

El sábado, a las ocho de la tarde, en el centro de Madrid, me crucé con una rata que caminaba tan pancha por el medio de la calle. De día, solo se oyen los pajaritos. Ellos saben solamente que es primavera. A su manera, como en una viñeta en la que un potro preguntaba a su madre: “Mamá, ¿qué es un jueves?”. ¿Qué pensarán los animales de esto? También les ha cambiado la vida. Pensarán: ¿dónde se ha metido todo el mundo? ¿Estarán tristes? ¿Les habrá pasado algo? Si nosotros les contáramos. Si lo supiéramos.

Una de las cosas más extrañas es no saber realmente qué pasa ahí fuera. Vemos la tele, hablamos por teléfono, pero la realidad exterior ya es muy abstracta sin el roce rutinario. Te preguntan qué tal por Madrid y te quedas perplejo, porque descubres que ni idea, ya se te escapa, como si todo se hubiera reducido a cápsulas de realidad alejadas unas de otras. En un cuento de ciencia ficción paranoica, podría estar desapareciendo la gente que sale a la calle, secuestrada por una misteriosa organización, y no nos enteraríamos. El efecto de la policía también es curioso, un regreso sutil de la autoridad a nuestras vidas. Anoche dos personas que charlaban, tras encontrarse, se separaron inmediatamente al ver un coche patrulla. Como en un toque de queda, como en la Viena nocturna de El tercer hombre.

Con lo raritos que somos, quién sabe cómo sublimaremos estas intensas sensaciones extrañas, y solo llevamos una semana. Los años sesenta y setenta, por ejemplo, fueron la apoteosis del cine de extraterrestres y catástrofes, pero estaban hablando de la Guerra Fría y el pánico de destrucción nuclear. De niño leías reportajes de refugios atómicos, se los hacían los ricos, con una despensa llena de latas y una baraja. Recuerdo un folleto infantil que explicaba cómo actuar, cómo era el hongo de humo, y casi deseabas que pasara porque parecía una aventura de marcianos.

Anoche soñé que estaba en un barco. No hace falta ser Freud para interpretarlo. Estamos embarcados en un largo viaje, sin saber cuándo volveremos a pisar tierra. La imaginación juega y evoca películas con personajes encerrados, para concluir que uno está mucho mejor. Steve McQueen en La gran evasión, tirando su pelota contra la pared.

La cabeza ya va en un modo un poco distinto, veo a todo el mundo más sensible y, cómo decirlo, ¿no notan que está subiendo el nivel? Se vuelve a los clásicos, hasta a la poesía, y de hecho no sé cuántas citas llevo ya, perdón. A la gente no se le ocurre, yo qué sé, citar a Paulo Coelho, piensa más por sí misma, qué remedio, y no tiene tiempo, habiendo tanto, para tantas tonterías. Aunque luego la venganza puede ser terrible (no sé si estamos preparados para otra ola new age) y también las necesitamos como el comer. Ayer en una ventana se oía a todo volumen I will survive, y en una cocina tenían Abba a mil. Es curioso cómo se equipa el personal para la supervivencia, lo que funciona y lo que no. Debo decir que Abba seguía funcionando.

Pero hasta los pelmazos en redes y chats se están moderando, notan que desentonan. Este huracán quizá arrase con una hojarasca en la que nos habíamos instalado. Personalmente, agradecí mucho no soportar la publicidad del Día del Padre, pasó sin pena ni gloria, hogareño, sin exageración.

Esta repentina inmersión de intimidad y la lejanía que nos separa de los demás, que vencemos con largas conversaciones con amigos que no vemos hace mucho (y no sabemos por qué, si antes podíamos vernos), está penetrando en nosotros. Última cita, lo juro, Bob Dylan, en la torre de vigilancia: “Fuera en la fría distancia un gato salvaje gruñía, dos jinetes se aproximaban y el viento empezó a aullar”. Cómo nos abrazaremos todos al volver a vernos.

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