Teletrabajo con niños, día 2: “¡Es que yo no soy tu profe, yo trabajo en otra cosa!”
Todo empeora antes de mejorar (o de empeorar más). La sangre casi llega al río por unos deberes
Todo empeora antes de mejorar, dicen, aunque no he conseguido rastrear el origen de este dicho más allá de un tuit de Risto Mejide. Pero si es verdad, voy por el buen camino, porque en este segundo día de teletrabajo con niños teleestudiando, las cosas no han dejado de empeorar. Si el primer día me estrené con cierta desorganización y agobio por tener que atender dos frentes, el laboral y el familiar a la vez, un día después, y en teoría algo más s...
Todo empeora antes de mejorar, dicen, aunque no he conseguido rastrear el origen de este dicho más allá de un tuit de Risto Mejide. Pero si es verdad, voy por el buen camino, porque en este segundo día de teletrabajo con niños teleestudiando, las cosas no han dejado de empeorar. Si el primer día me estrené con cierta desorganización y agobio por tener que atender dos frentes, el laboral y el familiar a la vez, un día después, y en teoría algo más sabia por aquello de tener una jornada más de experiencia, he acabado gritando toda una declaración de intenciones en estos días de confinamiento: “¡Es que yo no soy tu profe, yo trabajo en otra cosa!”. Aderezada con sus correspondientes palabras malsonantes, que no reproduciré porque ya las gasté todas en mi horario infantil non-stop.
Al contrario que el primer día, decidí implantar un horario pseudoescolar para mi prole. A las 9.57, están listos, cada uno con su tablet, para el telecolegio. Esto promete. Dos horas al menos de niños concentrados y trabajando solos. Tres minutos después, la realidad me da la primera colleja. “Mamá, no sé conectarme”. La pequeña, de 8 años, no consigue acceder a la videoconferencia por Meet —herramienta que he conocido gracias a este confinamiento— con la profe de Lengua. En el chat de los Hippos, compruebo que somos el team-torpe, porque el resto, salvo uno, están dentro. Esto me toca el ego.
Trasteo. Le digo a la niña que pruebe cosas. Pongo una vela a la Virgen. Vuelvo a trastear. Pregunto en el chat. Rezo una novena. Apago y enciendo. Llamamos a la mediana, de 10, que se ha conectado sin problema. Veinte minutos después, con un artículo sobre el coronavirus a medio editar y ya bastante nerviosa, se me ocurre: “¿Y si te descargas la app de Google Classroom en vez de entrar por web a ver si te deja pinchar el enlace?”. Eureka. Estamos dentro, aunque la mitad de los compañeros han acabado y están fuera.
En buena hora. Hoy toca simulacro del examen de Tercero de la Comunidad de Madrid y la profe explica las instrucciones. Que digo yo que si se va a retrasar hasta la selectividad, esto, que es una prueba orientativa, igual podría pasar a mejor vida. Pero no. La siguiente fase de la yincana es conseguir reproducir dos audios y contestar unas preguntas. “Venga, ponte mientras yo sigo trabajando”. Mientras, la mediana sigue con sus clases, y el silencio del mayor, de 12, encerrado en su cuarto, me empieza a retumbar más que si estuviera tronando.
Por supuesto, los audios no se reproducen, aunque repita la fase de trasteo, velas, consultas y novenas. Mi productividad en los dos frentes, el laboral y el maternal, es ridícula, y la niña se está aburriendo casi antes de empezar, lo que es peligroso. Postergo el problema. “Ponte con otras asignaturas, y cuando acabe lo intentamos en mi ordenador”. Vuelvo a mi trabajo oficial, pero con una parte del cerebro preocupada por si el mayor está consiguiendo seguir el ritmo infernal de tareas que le están poniendo sus profesores de 1º de la ESO o se ha dado a la molicie. Dos días lleva de telecolegio, y a las ocho de la tarde aún se tiene que dejar cosas para el día siguiente, con fichas desde Mates hasta Educación Física. Y sin airearse ni jugar ni socializar. Como dure mucho el encierro me sale con la oposición a notarías aprobada.
La pequeña vuelve al ataque. Ha terminado todo así que me toca parar para probar los audios en el portátil. Se puede. Edito un reportaje sobre teletrabajo con niños (debe ser el karma) a la vez que escucho un cuento sobre el Ratón Pérez. Termina, así que puede seguir sin mi ayuda. Pero cuando menos me lo espero, se atranca en una pregunta de la comprensión lectora. Lloriquea. Me crispo. Lloriquea más. Grito. Grita. Entramos en un “¡Deja de llorar que no te entiendo! ¿a que a tu profe no le preguntas las dudas llorando?”; “¡Es que mi profe sí me explica las cosas!”, para culminar con mi “¡Es que yo no soy tu profe, yo trabajo en otra cosa!”. Ella se va llorando. Yo me quedo, con ganas de llorar.
Espero que se cumpla el dicho de Risto Mejide, y no la ley de Murphy, la de que todo lo que puede empeorar, empeora. Porque nos quedan aún muchos días de telecolegio, con la sensación de ser una profesora por poderes a la que sus propios hijos van a denunciar por intrusismo profesional.
P. D. Que nadie le enseñe esto a mi madre, que se preocupa.
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