¿Cómo actúa la psicoterapia en el cerebro?
El ser humano que sufre necesita construir con el terapeuta una nueva historia de sí mismo que le sea útil para afrontar una realidad adversa. El diálogo neurociencia-psicoterapia nos puede ayudar a entender mejor el proceso de la terapia
La psicoterapia es una intervención recomendada como primera línea –sola o junto con la medicación- en muchos trastornos mentales: depresión, ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno psicótico, adicciones, trastorno límite de personalidad, entre otros. Su eficacia en algunos pacientes es indiscutible, aunque sabemos que en torno al 30-50 % de ellos no responde, tiene una alta tasa de abandonos...
La psicoterapia es una intervención recomendada como primera línea –sola o junto con la medicación- en muchos trastornos mentales: depresión, ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno psicótico, adicciones, trastorno límite de personalidad, entre otros. Su eficacia en algunos pacientes es indiscutible, aunque sabemos que en torno al 30-50 % de ellos no responde, tiene una alta tasa de abandonos y en torno al 10 % empeora (sí, la psicoterapia tiene también efectos adversos y contraindicaciones). La pregunta es: cuando funciona, ¿cómo lo hace? ¿Qué cambios estructurales o funcionales produce en el cerebro, para conseguir esa mejoría?
La fragmentación de las escuelas de psicoterapia producirá respuestas dispares a esta pregunta. Los cognitivistas, al interrogarles por el mecanismo de acción de su terapia, contestarán que el diálogo socrático entre terapeuta y cliente cambia la interpretación de la realidad, cuestionando y revirtindiendo ciertos pensamientos automáticos y sesgos que propician el malestar y el síntoma (estoy simplificando). Esto se traduciría, hipotéticamente, en cambios cerebrales en las áreas involucradas, especialmente una hipoactivación de estructuras como la amígdala o el córtex cingulado.
Los terapeutas psicodinámicos pondrán el énfasis en la capacidad del paciente de llegar a identificar y conocer durante la terapia sus propios mecanismos mentales, conseguir un insight, una conciencia del problema. Ese autoconocimiento o autoanálisis tiene –hipotéticamente- su traducción cerebral, como muestran los incipientes estudios de neuropsicoanálisis (recomiendo los trabajos de Mark Solms).
Los terapeutas que utilizan la meditación o el Mindfulness indicarán que el engrosamiento de la ínsula —un centro de red al que llegan multitud de conexiones del cuerpo, localizado en la profundidad de la cisura de Silvio— es producto de la integración de señales sensoriales y viscerales del presente, a costa de reducir las inútiles rumiaciones acerca del pasado y futuro. Otros autores del campo de la terapia responderán que lo que ocurre en el cerebro es un hecho intrascendente, una mera correlación, que no interesa siquiera conocer. Somos variados y diversos, es un hecho.
Pero esta multiplicidad de voces en psicoterapia -y las frecuentes luchas fratricidas entre ellas- está siendo contestada desde hace años por el movimiento integrador, que permite incorporar perspectivas y formulaciones diferentes, poniendo el énfasis en los llamados factores comunes de la terapia, es decir, lo que las distintas escuelas tienen en común, no lo que las separa. En un metanálisis que pasará a la historia, Bruce Wampold diseccionó el papel de los factores comunes y específicos de la terapia, concluyendo que son mucho más relevantes los primeros: la empatía mostrada desde el inicio por el psicólogo o psiquiatra, el acuerdo genuino entre terapeuta y paciente acerca de las metas a conseguir, la alianza de trabajo, la validación de la experiencia del cliente, la capacidad para generar expectativas de cambio y las características personales del terapeuta más allá del modelo teórico utilizado (el factor humano, que diría Graham Green)..
Asumiendo este nuevo paradigma, el estudio de los mecanismos de acción de la psicoterapia se centra entonces en saber cómo esta relación terapéutica genera cambios en el cerebro para pasar de la intolerancia al estrés, la desregulación emocional, la disociación o la conducta desadaptativa a un estado más cercano a la salud mental.
Una pista es que la mayoría de nuestro córtex se desarrolla de forma dependiente de la experiencia a través del apego, es decir, la experiencia interpersonal desencadena la transcripción de genes. Así, el cerebro neuroplástico del niño se desarrolla en la medida en que interacciona dinámicamente con sus figuras de apego. Y hay factores que favorecen este desarrollo: una relación segura y basada en la confianza, un cierto estrés (el trauma frena el desarrollo infantil, pero la hiperprotección y la ausencia de estrés también), cierta activación emocional y cognitiva, y -el más importante- la co-construcción de una nueva narrativa personal (que en el niño es la creación de su propia identidad).
Estos mismos factores que propician la neuroplasticidad en el desarrollo infantil son los que podrían actuar en la terapia. La relación terapeuta – paciente (con su encuadre, sus límites, su transferencia y contra-transferencia) actúa como experiencia emocionalmente correctiva, en la que el paciente se siente escuchado, validado, cuestionado y apoyado para producir el cambio. Tras la terapia, a nivel cerebral, vemos una integración top-down.
A través del diálogo que re-evalúa, que analiza, que considera metas a largo plazo, se reduce la reactividad emocional de la amígdala, activando en mayor medida la del córtex prefrontal. Se integran igualmente dos áreas prefrontales con funciones distintas: la dorso-lateral, encargada de la evaluación del contexto y de la predicción de la realidad, con la órbito-frontal, relacionada con las emociones, motivaciones e impulsos.
Diríamos que se integra la perspectiva en primera y en tercera persona (es lógico, el paciente se narra a sí mismo la historia de su vida). En la terapia —especialmente de pacientes con experiencias adversas en el pasado— se integran los recuerdos de alto estrés (de la amígdala) con los recuerdos normales, episódicos (del hipocampo).
¿Y cómo se produce esta integración? A través del irresistible poder de la narrativa. Igual que un niño entiende un montón de conceptos abstractos al escuchar por la noche un cuento de su padre, el paciente encaja, amortigua, regula e integra muchas funciones psíquicas en la medida en que co-construye con el terapeuta una nueva historia de su vida. El paciente acude a consulta con una narrativa saturada, agotada (“me quiero morir”, “no puedo más”, etc) y el diálogo en condiciones de seguridad que genera con el terapeuta favorece que se transforme y expanda hacia un relato de los hechos más útil, que suponga más adaptación.
Lo de menos, casi, es el mito en el que descanse esta nueva construcción, sea el complejo de Edipo o el análisis sistémico de la familia disfuncional, lo importante es que es una nueva historia que resignifica lo vivido. Como recuerda Will Storr en su reciente libro La ciencia de contar historias, a los humanos nos arrebata una historia que ordene nuestra experiencia, que nos haga a la vez protagonistas y espectadores, en la que salgamos bien parados (eso sin duda), que rememore mitos fundacionales de nuestra biografía, hitos y dificultades que conseguimos salvar, que nos dé un sentido de coherencia a la caótica, indescifrable, azarosa experiencia vital.
Las naciones necesitan estas historias (algunas basadas en remotos hechos históricos, otras en mitología) para generar la identidad nacional. Las familias tienen historias -a veces terribles- que vienen del pasado y que producen en el sobrino, en el bisnieto, un extraño sentido de pertenencia. Los sujetos atormentados, ahogados en el dolor, necesitan descubrir, junto a una persona fiable, una nueva historia de sí mismos. A veces no necesariamente más verdadera, pero sí más útil. Por eso, quizá, la psicoterapia funciona.
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