El futuro de la libertad

En medio de guerras y catástrofes, los próximos años se plantean como un combate entre democracia y autoritarismo, entre las consecuencias de la deriva reaccionaria y la esperanza en nuestra capacidad de reacción

Apertura. AUTORÍA: Ricardo TomásRicardo Tomás

Este artículo ha sido publicado en la revista Tendencias que puede encontrar ya en su quiosco.

El futuro es por definición imprevisible. Pero eso no significa que sea totalmente sorprendente. Y, además, en este momento está demasiado cerca. Porque el futuro puede empezar a principios de este mes de noviembre, con las elecciones presidenciales estadounidenses. La tendencia que marca el presente de las relaciones internacionales —una pugna entre democracia y autoritarismo— se prolongará en el futuro, incluso en lugares donde ese combate parecía imposible de plantear, como Estados Unidos o algunos países europeos.

Desde el final de la II Guerra Mundial, el mundo ha vivido momentos de terror y momentos de esperanza, genocidios, guerras, golpes de Estado; pero también ha visto imágenes que parecían imposibles solo unas horas antes, como contemplar en una noche de 1989 la caída del Muro de Berlín, algo que entonces se interpretó como un avance irreversible hacia la democracia. La libertad —una palabra secuestrada actualmente por la derecha extrema— parecía abrirse camino de forma global e imparable.

Pero la historia se saltó el guion y las previsiones más optimistas resultaron fallidas. Las conclusiones del último Democracy Index, estudio elaborado por el grupo de The Economist que mide el avance, o retroceso en este caso, de las libertades públicas en el mundo, son muy pesimistas.

Así reza la introducción del informe de 2023: “Ha sido un año poco propicio para la democracia, ya que la puntuación media mundial cayó a su nivel más bajo desde que comenzó a elaborarse el índice en 2006. Menos del 8% de la población mundial vive en una democracia plena, mientras casi el 40% vive bajo un régimen autoritario, un porcentaje que ha ido aumentando en los últimos años. La creciente incidencia de conflictos violentos ha hecho mella en la puntuación de la democracia mundial y ha impedido una recuperación tras los años pandémicos de 2020-2022″.

La revista Le Grand Continent acaba de publicar, bajo la dirección del escritor y asesor político Giuliano da Empoli (autor de una de las novelas sorpresa de 2022, El mago del Kremlin), un volumen colectivo titulado Retrato de un mundo roto. ¿Qué nos depara el futuro de la geopolítica? (Arpa). “La historia está llena de sorpresas y nadie se sorprende más que los historiadores”, escribe el ensayista Timothy Garton Ash en su contribución, sobre el regreso de la guerra al continente europeo, tras la invasión rusa de Ucrania. “Al principio, todos estábamos conmocionados y aterrorizados. Dijimos que no debíamos normalizar la guerra. Pero lo hicimos”, prosigue este autor que contempló, y narró con inteligencia y perspicacia el final del bloque soviético; pero también las guerras en la antigua Yugoslavia. Acostumbrarse a que Europa padezca una guerra en su corazón parecía imposible hace muy poco tiempo… Pero ahí estamos.

Varios migrantes en un cayuco, el 3 de enero de 2024, en el mar Mediterráneo. Antonio Sempere (Europa Press/ Getty Images)

En ese mismo volumen, la ensayista británica de origen albanés Lea Ypi —autora de un libro de memorias maravilloso sobre el final del comunismo en su país: Libre (Anagrama)— explica que el asalto de la derecha extrema puede alcanzar incluso el corazón de la Unión Europea (UE), una unión de Estados basada ante todo en un principio central: todos tienen que ser democracias. “Europa se encuentra frente a retos decisivos”, escribe Ypi, profesora de Teoría Política en la London School of Economics. “O se deja moldear por la derecha, que acabará destruyéndola desde dentro; o debe tomar un camino distinto al que suele seguir, priorizando no lo que tiene que enseñar a los demás, sino lo que debe aprender para que el ideal sobreviva”.

El mundo no se asoma a un abismo dictatorial de forma inevitable, pero el esfuerzo para que la libertad pueda avanzar y se mantenga en los lugares donde impera parece más intenso, y necesario, cada año que pasa. Hace unos meses, un veterano periodista estadounidense que lleva décadas cubriendo América Latina se lamentaba en una conversación, no solo de la deriva autoritaria en el continente que simbolizan personajes como Maduro o Bukele, que además gana elecciones arrolladoramente, sino directamente de la desaparición del Estado en países como Haití. Su conclusión era bastante sombría: después de las guerras civiles en esa región del mundo, vinieron las mafias y las maras, y ahora los Estados autoritarios por un lado o el caos absoluto por otro.

Nada está escrito en piedra, ningún factor indica que estemos condenados a una era autoritaria. Sin embargo, el momento es especialmente imprevisible porque ahora el planeta se encuentra atrapado por una serie de factores que lo cambian todo y auguran un futuro más volátil que en otros periodos.

Solo el 8% de la población del mundo vive en un Estado del que no tiene que temer la arbitrariedad o la pérdida de su libertad personal por decir lo que piensa o criticar al poder. Se trata de un dato devastador para el presente, pero que también nos habla de un futuro inmediato muy poco halagüeño. Además del sufrimiento humano que provocan, los regímenes autoritarios aportan un factor de inestabilidad enorme porque los dictadores no responden ante nadie, más allá de una pequeña camarilla.

Putin pudo invadir Ucrania sin tener que dar explicaciones a aquellos que iban a sufrir la guerra en sus carnes. No es una casualidad que el peor conflicto del siglo XX, y seguramente de la historia, la II Guerra Mundial, fuese desencadenado por dictadores, que no tenían que rendir cuentas y podían utilizar a millones de personas como carne de cañón en medio de un clima de terror.

El cambio climático es otro factor esencial de desestabilización para el futuro. Estamos en un momento en que no sabemos qué va a ser del planeta a corto plazo: los científicos se están viendo sorprendidos porque todos sus modelos predictivos se quedan anticuados. El planeta avanza con firmeza hacia un momento climáticamente imprevisible con las consecuencias que eso provoca, por ejemplo, en flujos migratorios, sequías, inundaciones, incendios…

Si el pasado nos enseña algo, es que los momentos de intenso cambio climático (como la crisis del siglo XVII) han afectado profundamente, y para mal, a continentes enteros. Desde que se inventó la agricultura, las sociedades humanas dependen de que el clima sea previsible y cíclico para su bienestar y alimentación. Y no sabemos hasta cuándo esto va a seguir siendo así, ni siquiera si se ha puesto en marcha un mecanismo que ya resulta imposible de parar.

Un hombre haciendo un signo de paz durante una manifestación para protestar contra los ataques israelíes contra Gaza en Ciudad de México, el 5 de octubre de 2024. Daniel Cardenas (Anadolu/Getty Images)

Todas las revoluciones tecnológicas producen cambios profundos en las sociedades que las desencadenan. Pero la rapidez con la que avanza la revolución actual es vertiginosa. Todavía recuerdo la primera vez que un amigo me habló de una página de internet gracias a la que podías alquilar por días una casa, en vez de un hotel, y que era mucho más cómodo y barato. Jamás pensé entonces, y no ha pasado ni una década, que Airbnb contribuiría a una crisis global de la vivienda y al estallido del turismo masivo. Internet, la entrada de los móviles, las redes sociales. Se trata de inventos del siglo XXI, que acaba de empezar. Y todavía queda la auténtica revolución: la inteligencia artificial (IA).

El cineasta Jean Renoir escribió un libro precioso sobre su padre, el pintor impresionista francés, que se titulaba sencillamente Pierre-Auguste Renoir, mi padre (Alba). El artista, fallecido en 1919, vivió al final de su vida el arranque de una gigantesca transformación tecnológica. “Los grandes descubrimientos, los que iban a cambiar el mundo, estaban hechos”, sostiene el cineasta sobre el momento en el que nació su padre, en 1841. Describe un país a las puertas de un cambio total, pero todavía anclado en el pasado. “Un campesino de los alrededores de Limoges, aparte de algunos detalles en la vestimenta y las herramientas, trabajaba la tierra de la misma forma que sus antepasados en los tiempos de Vercingétorix”.

En 1919, el momento de la muerte del pintor, un año después del final de la I Guerra Mundial —el primer conflicto marcado por las nuevas tecnologías, desde las ametralladoras hasta los explosivos, los carros de combate o la aviación—, todo era diferente. “El campo había comenzado a vaciarse hacia las ciudades. Los obreros trabajaban en las fábricas. Las verduras consumidas en París venían del sur, incluso de Argelia. Teníamos un coche. Renoir tenía un teléfono. Las carreteras estaban asfaltadas. Nuestra casa tenía calefacción, agua caliente y fría, gas, electricidad, cuartos de baño”. ¿Estamos a las puertas de una revolución similar? ¿Reconoceremos dentro de diez años el mundo en el que vivimos?

La profecía de que los coches voladores inundarán el planeta es tan antigua como la invención de los vehículos de combustión: nació en el siglo XIX. Las películas futuristas —Blade Runner, Minority Report— están llenas de estos aparatos que, sin embargo, nunca se han hecho realidad ni parece que vayan a existir a corto plazo, al menos de forma masiva. ¿Significa eso que todas las predicciones de la ciencia ficción son erróneas? En absoluto. La profunda intuición de que los coches, y los aparatos electrónicos en general, iban a cambiarlo todo era real. Y no sabemos hasta dónde llegarán.

El gran escritor francés Emmanuel Carrère, proveniente de una familia de exiliados, que tuvo que huir de Rusia tras la Revolución Soviética, es autor de una frase certera: “El comunismo no abolió la propiedad privada, abolió la realidad”. ¿Nos acercamos a una época donde la realidad deje de tener importancia? Eso es lo que planteaba el filósofo Markus Gabriel en una entrevista en el suplemento Ideas, de EL PAÍS, como otra consecuencia de la IA:

“Vivimos en una nueva posmodernidad porque la sociedad digital ha transformado el espacio público y este es hoy un Matrix donde es imposible distinguir entre realidad y ficción. La realidad es aquello que corrige nuestras opiniones y hoy todas las opiniones en internet se confirman a través de las mismas opiniones mediante clics. La ficción necesita una actitud humana para ser completa. Las distintas interpretaciones de una obra de arte son legítimas, mientras que las distintas interpretaciones de la realidad no lo son porque algunas son falsas y otras verdaderas. Es la gran diferencia entre la realidad y la ficción. En internet, realidad y ficción forman un híbrido. Y esa es la nueva situación, sobre todo con la inteligencia artificial”.

Mientras se acerca el futuro, cada vez más cercano en el horizonte, el presente inmediato depende de una de esas encrucijadas que pueden cambiar la historia o hacer que todo siga por un camino más o menos correcto, por lo menos en Occidente: el primer martes después del primer lunes de noviembre —fecha en la que se celebran las elecciones estadounidenses—, esto es, el próximo cinco de noviembre se enfrentarán Donald Trump y Kamala Harris en unas presidenciales de las que dependen muchas más cosas que el próximo inquilino de la Casa Blanca.

Trump ha dejado claro que no está dispuesto a respetar las reglas por las que se rige un Estado democrático —declaró en una reunión privada con votantes cristianos que, si ganaba, no iban a tener que votar nunca más— y su poder irradia sobre el resto del mundo. Un individuo en la Casa Blanca que no cree en la democracia tendrá efectos devastadores sobre todos los países que ahora mismo se mueven en la cuerda floja.

El precedente más inmediato al desastre global que puede desencadenar una pésima gestión en Washington fue la presidencia de George W. Bush. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, su decisión de invadir Irak, basándose en falsedades e informes manipulados, propició un cataclismo del que todavía no nos hemos recuperado.

No solo cientos de miles de muertos en el país tras la guerra civil que desató la invasión, sino una oleada de terrorismo global, la creación del Califato del ISIS y, visto desde los intereses de Washington, el poder de Irán en la región aumentó exponencialmente. Cómo será de peligroso, que el arquitecto de aquel desastre universal, el entonces vicepresidente Dick Cheney, conocido entonces como El Príncipe de las tinieblas, ha pedido el voto para la candidata demócrata ante el temor a lo que puede ocurrir si Trump regresa a la Casa Blanca.

Miembros del grupo de extrema derecha C9M, Comité del 9 de mayo participan conmemoran el 30 aniversario de la muerte de Sébastien Deyzieu. Jerome Gilles (NurPhoto/Getty Images)

Porque puede ir más allá que Bush en su estela destructiva de las libertades: EE UU nunca ha respetado las reglas democráticas en el exterior, solo sus intereses —un viejo chiste que circulaba por América Latina decía que “EE UU es el único país del mundo donde no puede haber un golpe de Estado porque no tiene embajada de EE UU”—, pero cuando alguien se saltaba la ley dentro, como ocurrió con Richard Nixon en el caso Watergate, pagaba por ello.

Si logra una segunda victoria, nada indica que vaya a respetar las instituciones democráticas que le pueden llevar otra vez al poder, y es posible que esto no vaya a tener consecuencias legales, sobre todo después de la sentencia del Tribunal Supremo que decretaba la inmunidad del presidente cuando estaba en el poder. Aquella frase de Trump en la campaña de 2020 —”podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”— puede hacerse realidad.

Pesimismo y esperanza

Estas primeras dos décadas del siglo XXI parecen marcadas por una extraña mezcla de pesimismo y esperanza: los hechos son tozudos —ese terrible 8% de personas que viven en democracias—, pero a la vez algo nos impulsa a no renunciar a la idea de que la tecnología nos puede llevar a un mundo mejor, como ocurrió en los años posteriores a la II Guerra Mundial con las décadas gloriosas de Europa, que Tony Judt retrató magistralmente en Postguerra. Fueron los tiempos de las lavadoras y los Beatles, de la emancipación estudiantil, del principio de la emancipación de las mujeres, del final del colonialismo y de las dictaduras en España y Portugal.

El siglo XX acabó con las guerras en la antigua Yugoslavia, con un estallido de horror que sumergió Europa en los peores abismos de su historia reciente, y el siglo XXI empezó con el ataque del terrorismo islamista del 11-S y las guerras que siguieron —entre ellas, la invasión de Irak— y con la potencia global saltándose los derechos humanos para combatir el terrorismo global. Parecía que la humanidad era incapaz de dejar atrás la violencia que había marcado los últimos 100 años.

Sin embargo, llegaron las Primaveras Árabes, la ampliación de la UE, la impresión, falsa a la postre, de que el estallido económico de China tenía que llevar a alguna forma de liberalismo también en lo político, la felicidad de vivir en un mundo totalmente interconectado. Se trata de una esperanza global que quedó reflejada en el libro de Steven Pinker Los ángeles que llevamos dentro (Transiciones), en el que el profesor de Harvard argumenta que la historia de la humanidad se puede contar como un descenso generalizado de la violencia.

El libro de Pinker, convertido ahora en un referente de la derecha y muy criticado por alguna de sus piruetas argumentales, está lleno de información y es muy divertido, aunque tiene un problema que apenas llega a sortear: la existencia de la II Guerra Mundial. ¿Cómo es posible que, en mitad de ese progreso generalizado, de ese avance hacia un futuro mejor, estallase el peor conflicto que ha conocido la humanidad, con el exterminio industrial del pueblo judío? Porque, además, una de las consecuencias del conflicto fue la invención de un arma capaz de acabar con la vida en la Tierra de un plumazo, la bomba atómica. Los retrocesos, los saltos al vacío, son posibles. Sin embargo, resulta difícil desprenderse del profundo optimismo de Pinker, de la sensación de que, en el fondo, tiene razón: avanzamos de forma decidida en sentido contrario al abismo.

Ahora mismo, en este mundo violento y desquiciado —la guerra de Sudán ha provocado millones de muertos sin que a nadie parezca importarle mucho, la violencia del ataque terrorista de Hamás contra Israel y la brutalidad de la respuesta israelí, los miles de migrantes muertos en el Mediterráneo o en la selva centroamericana del Darién, que las palabras partido neonazi y victoria electoral vuelvan a juntarse en Alemania, la sangrienta represión contra las mujeres en Irán o Afganistán…—, resulta difícil ver el bosque del progreso en el caos de cada conflicto individual. Y, sin embargo, seguimos creyendo.

En un ensayo sobre la Edad Media, Medieval Horizons, el ensayista Ian Mortimer argumentaba que se trata de un periodo con una mala fama muy poco justificada y que uno de los argumentos utilizados para denostarlo es que se produjeron muy pocos avances tecnológicos, sobre todo con respecto al Renacimiento, como si la grandiosidad de las catedrales góticas no fuese uno. “Hay una dimensión oculta en nuestra obsesión por la ciencia y la tecnología. Es la base de nuestra fe en el progreso. La tecnología tiende a asegurarnos que las cosas están mejorando y que siempre van a mejorar, que no importa qué desastres puedan ocurrirnos, la tecnología nos salvará”, escribe Mortimer.

Sin embargo, en 1215, se produjo uno de los grandes inventos de la humanidad, que no tiene nada que ver con la tecnología: la Carta Magna con la que Juan I de Inglaterra concedió una serie de derechos a los señores rebelados contra él. Uno de ellos era el derecho a no ser detenido sin motivos y el acceso a la justicia. Esta idea tardó muchos siglos en aplicarse, es cierto, pero nació entonces: un derecho fundamental y universal a la libertad.

Ahí es donde se esconde el progreso y donde habita la esperanza. Solo inventos como aquella concesión de derechos pueden impulsar un cambio a mejor. En un mundo que se transforma demasiado rápido —y eso lleva en parte al surgimiento de la extrema derecha, que capitaliza el miedo al cambio—, pocas cosas permanecen durante siglos. Una de ellas es el árbol bajo el que se firmó la Carta Magna, el tejo de Ankerwycke, un árbol milenario que todavía se alza cerca del aeropuerto londinense de Heathrow. Debería recordarnos que no hay que renunciar a la lucha por un mundo mejor, pero hay que buscarlo en las raíces de nuestra historia más luminosa.

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