Tribuna

¡Parados!

Al condenar a los jóvenes a una vida sin futuro, les hemos amputado de la renovación social

La única buena noticia que hemos recibido en los últimos meses nos viene, sorprendentemente, de Europa. Se ha anunciado ya la puesta en marcha desde las instituciones europeas de un plan para abordar el paro juvenil. Falta concretarlo y llega tarde, pero algo es algo. Significa al menos un intento por contrarrestar uno de los mayores efectos de las políticas de austeridad, el implacable aumento del desempleo que se está cebando sobre los jóvenes y exigía una respuesta contundente. Junto a ello habrá que ver cómo acaba también el pacto por el empleo promovido por el PSOE. Parece que, con timide...

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La única buena noticia que hemos recibido en los últimos meses nos viene, sorprendentemente, de Europa. Se ha anunciado ya la puesta en marcha desde las instituciones europeas de un plan para abordar el paro juvenil. Falta concretarlo y llega tarde, pero algo es algo. Significa al menos un intento por contrarrestar uno de los mayores efectos de las políticas de austeridad, el implacable aumento del desempleo que se está cebando sobre los jóvenes y exigía una respuesta contundente. Junto a ello habrá que ver cómo acaba también el pacto por el empleo promovido por el PSOE. Parece que, con timidez y de forma tentativa, estamos empezando a despertar del inmovilismo y el fatalismo con el que asistíamos a la ausencia de reacciones drásticas frente a esta lacra.

El paro es nuestro gran problema, pero no solo desde el significado corriente del término, su acepción como “desempleo”. Paro equivale también a ausencia de actividad, inmovilismo, pasividad. Y esta puede que sea la dimensión más profunda dentro de la que cabe enmarcar el fenómeno. Si el paro se ha convertido en el principal problema de nuestra sociedad es porque es poco dinámica, lenta, porque está medio fosilizada, porque sigue siendo una sociedad más contemplativa y pasiva que activa; más dada a la comunicación que a la acción. No deja de ser sorprendente el contraste entre la rapidez e inmediatez de las comunicaciones y de la información y la inmovilidad de lo real. Ahí, en el ámbito del discurso público, todo parece posible, pero a la vez apenas puede modificarse nada; todo se nos antoja como susceptible de ser también de otra manera y, sin embargo, todo sigue igual. Y puede que la fuente de nuestras mayores frustraciones se encuentre precisamente ahí, en este desfase entre lo que vemos y pensamos y la posibilidad efectiva para cambiarlo. La indignación provocada por la corrupción se enfrenta a la lentitud de la justicia; la impaciencia por salir de la crisis choca con la esclerosis del sistema económico; el ansia por introducir cambios en un sistema político anquilosado contrasta con su tozuda pervivencia, su descarada incapacidad para renovarse.

Aquí no se mueve nada ni nadie. La sensación dominante es que, en efecto, estamos parados. El paro es la gran metáfora de la ausencia de acción, dinamismo y movilidad. Quizá porque, en efecto, hemos anulado y marginado a quienes deberían ser los protagonistas del cambio. Los jóvenes, naturalmente. Al condenarles a una vida sin futuro les hemos amputado también de todas las instancias naturales de la renovación social. Les excluimos de los departamentos universitarios, cerrados a cal y canto, de la empresa, del mundo de la creación, de todos los espacios que estaban llamados a regenerar. O les permitimos entrar como mano de obra barata, sin otorgarles el derecho de asumir responsabilidades.

Todo apunta a que hay un cambio de ciclo, pero quienes han de protagonizarlo ya tienen bastante con sobrevivir, con luchar por construirse una identidad propia en un mundo que se la niega. En vez de abrirse al futuro, arriesgar y reinventar, se ven obligados a asumir una actitud defensiva, a subsistir. ¿Cómo van a mirar al porvenir si pasan de un minijob a otro, si su horizonte se ha achicado hasta lo indecible, si se les ha desvanecido la misma posibilidad de proyectar una “carrera”? Se trabaja cuatro meses como periodista, pero mañana pueden estar trabajando de cajera, de traductora o dando panfletos de Greenpeace en la calle. ¿Sirve de algo tener una titulación universitaria para que luego quede en papel mojado? Bajo esas condiciones, ¿quién es capaz de pensar en términos de grandes proyectos, de capacidad emprendedora, de producción imaginaria? Lejos de ello, les encauzamos en las estrechas vías de una norma de existencia dócil, mediocre, conservadora. O les señalamos la puerta para que se vayan a otra parte, al exilio laboral en la Europa próspera.

Con todo, de su rabia y frustración ha surgido nuestra toma de conciencia del anquilosamiento en el que estamos sumidos. Les hemos trasladado nuestras deudas, pero no están dispuestos a que los responsables se vayan de rositas. Quieren tener voz para reencauzar una sociedad que les ha creado expectativas que luego no ha sido capaz de cumplir, y que se les antoja hipócrita, injusta y ausente de capacidad para la innovación, incluso para la más mínima reforma. Nos han hecho ver, en definitiva, que este país necesita perder el miedo a la acción, no solo en sentido de actuar, sino de aceptar que los tiempos cambian y que hay que adaptarse a ellos de una manera activa. Adaptarse para renovarse, no para conformarse con la realidad.

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