Malalai Joya: “No queremos una democracia occidental, queremos una democracia afgana”
La exdiputada y activista, exiliada en España, denuncia la inacción internacional frente a los islamistas y reivindica la autodeterminación y la educación como pilares para reconstruir el país
Las palabras ya no bastan. Malalai Joya se lo dice al grupo de estudiantes que ha venido a escucharla y se lo repite a sí misma cada día. Pero hoy por hoy, desde su exilio forzado en España, es su única herramienta para que al mundo no se le olvide Afganistán. Por eso, esta exdiputada de 44 años, una de las voces más críticas y perseguidas de su país, sigue hablando sin pelos en la lengua. Como hizo hace exactamente 20 años, cuando tomó la palabra ante la Loya Jirga, la gran asamblea tradicional, y arremetió contra los “señores de la guerra” que habían reemplazado a los talibanes y gobernaban con el visto bueno de Estados Unidos. O, cuando dos años más tarde, ya convertida en diputada por su provincia, Farah, dijo que el Parlamento era una asamblea de animales, misóginos y criminales.
Fue como firmar una sentencia de muerte y comenzó una huida que sigue hasta hoy. El reconocimiento y los premios que ha obtenido fuera de Afganistán no tienen nada que ver con la que ha sido su vida en su país: varios intentos de asesinato, agresiones físicas y amenazas de violación, cambios constantes de casa, una vida clandestina, alejada de su familia, escondida bajo un burka, con guardaespaldas y preparada para huir con lo puesto. Hasta que finalmente se marchó. “Yo no quería irme. ¿Qué es mi vida comparada con todo lo que está pasando allá? Nada. Pero me convencieron de que podría seguir elevando mi voz desde aquí. Y también salí del país por mi hijo. Pero volveré en cuanto pueda, porque todos tenemos una misión en la vida y esa es la mía”, dice a este diario, casi disculpándose.
Ocuparon el país en nombre de la democracia y luego, en nombre de la reconciliación, permitieron el retorno de los talibanes
Más de un año después, aún sigue mirando atrás cuando camina por la calle y evita dar detalles sobre su vida en España. Teme por ella, por sus familiares que lograron exiliarse y por los que se quedaron en Afganistán, como sus padres, que, debido al activismo de su hija, hace años que no pueden vivir en su casa. “Sigo alzando la voz y tengo que tener cuidado. Ha habido activistas asesinados fuera de Afganistán porque hubo señores de la guerra que escaparon y están en países occidentales. Pero no me dejo invadir por el miedo, porque retrocedo. Quienes deberían tener miedo son los que cometen crímenes. Ellos tienen mucho más que perder”, recalca.
Las manos manchadas de sangre
Malalai Joya nació cuatro días después de que la Unión Soviética invadiera su país y desde muy pequeña vivió refugiada en Pakistán e Irán. Sueña con un país libre después de atravesar la ocupación rusa, el yugo talibán, la intervención de Estados Unidos y el retorno de los islamistas en 2021. “Mi generación solo ha conocido la guerra, bajo diferentes formas: en nombre del socialismo, en nombre de la democracia y ahora en nombre del islam”.
Es tan crítica con los talibanes como con Estados Unidos, a quien acusa de haber jugado con el destino de todos los afganos “bajo el argumento de luchar contra el terrorismo” y de haber mantenido en el poder durante 20 años a un gobierno de títeres “criminales”. “Biden, Trump y otros deberían rendir cuentas un día ante la justicia internacional porque tienen las manos manchadas de sangre. Ocuparon el país en nombre de la democracia y luego, en nombre de la reconciliación, permitieron el retorno de los talibanes. Ojalá las tropas internacionales se hubieran llevado con ellas a sus marionetas, a esos corruptos y misóginos terroristas, los señores de la guerra y los talibanes, pero los siguen apoyando”, acusa.
Joya se refiere a la infraestructura militar que las tropas internacionales dejaron cuando se fueron del país en agosto de 2021 y a la ayuda internacional que se envía a Afganistán, que, según ella, sigue cayendo en manos de los islamistas, a quienes las sanciones no les afectan.
Mi generación solo ha conocido la guerra, con diversos rostros: en nombre del socialismo, en nombre de la democracia y ahora en nombre del islam
“Si el apoyo extranjero a los talibanes cesara, si dejaran de empoderar a estos terroristas, se quedarían huérfanos, no serían nada. Y los afganos los derrotarían y podrían reconstruir poco a poco el país, aunque tuvieran el estómago y las manos vacías”, asegura, citando como ejemplo a la región de Bamiyán (centro del país), donde sus habitantes han logrado aprovechar brechas para sacar adelante pequeños proyectos de forma organizada y financiándolos ellos mismos.
Joya compara Afganistán con un árbol. “Las hojas y las ramas son los derechos de las mujeres violados, la inseguridad o la pobreza, que ya castiga al 90% de la población de mi país, pero la raíz de este árbol es la ocupación y el fundamentalismo y nadie se centra en la raíz”, recrimina. La activista manosea nerviosa varias decenas de hojas manuscritas en las que ha apuntado todo lo que no quiere que se olvide decir. La entrevista se realiza después de una intervención ante estudiantes en la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas (Esade), en Sant Cugat del Vallés, a las afueras de Barcelona. Ha hablado a los jóvenes delante de una imagen de dos talibanes armados y una mujer caminando con un burka azul. “Allá donde haya opresión, habrá resistencia”, se lee bajo la fotografía, que no podría corresponderle mejor. A los estudiantes les ha enseñado fotografías de Abdullah Atefi, poeta e historiador asesinado, de Soraya, una mujer lapidada en el norte de Afganistán, y de ahorcamientos públicos. Su discurso está salpicado de las palabras educación, resistencia y justicia. “La paz sin justicia carece de sentido, por eso necesitamos abogados, tribunales y sobre todo solidaridad internacional. Gracias a esa solidaridad yo estoy viva hoy”, asegura.
Educación, aunque sea clandestina
Joya también habla de un país que no sale a menudo en las noticias: jóvenes afganas que hacen todo para seguir estudiando, manifestaciones valientes contra los talibanes, comunidades que se organizan para reparar calles e infraestructuras al margen de los talibanes, varones que dimiten para mostrar su oposición a la decisión de los islamistas de cerrar las puertas de las universidades a las mujeres a finales del año pasado y de prohibir que trabajen en ONG.
Mi hijo me ve llorar y me pregunta si es por nuestro país. Yo le intento explicar con sus palabras la importancia de la resistencia y el sacrificio
“El camino va a ser largo”, advierte, pero la clave es la educación, “que traerá consigo una mayor organización de la sociedad y un arraigo de la identidad”. “La autodeterminación es la solución. No queremos una democracia occidental, la democracia no es una flor que un grupo de extranjeros nos regala, queremos una democracia afgana, una democracia nuestra”, asegura.
En este momento, Joya concentra sus esfuerzos en sacar adelante un proyecto educativo, una escuela clandestina gracias a profesoras que están dispuestos a jugarse la vida para seguir enseñando. “A chicas y también a chicos. Porque las jóvenes no pueden ir a la universidad, pero los varones, más que educación, reciben adiestramiento religioso y también necesitan nuestro apoyo”, afirma. Ella misma cuando era una veinteañera fue profesora en una escuela que funcionaba escondida, ya los talibanes gobernaban el país. “El problema es que estos extremistas quieren que los afganos sigan en la oscuridad porque temen nuestra resistencia y nuestra conciencia”, asegura.
Joya asegura que la noticia más reconfortante que ha recibido en estos meses de exilio ha sido ver que “la resistencia sigue viva, sobre todo entre las mujeres”. Un movimiento latente, pero constante que, según ella, será clave para el retorno de la democracia. También pide que el mundo no se equivoque y piense que, antes de agosto de 2021, las mujeres afganas habían logrado libertad y derechos plenos. Su propia vida es el ejemplo perfecto de que no era el caso. Si bien las afganas tenían un mayor acceso a la educación, a la vida laboral y al espacio público en general “esto ocurría sobre todo en las grandes ciudades y a menudo en estructuras creadas por Estados Unidos”, aclara. “Pero en las zonas rurales, se seguía matando mujeres, lapidándolas. Nunca sabremos todo lo que pasó. En muchos casos las mujeres estaban en la foto oficial, pero su papel era solo simbólico”, recalca.
Su tono es duro, el gesto nervioso y serio, por momentos casi indignado. Le enfada la pasividad y el olvido y se ve impotente al no poder concretar sus proyectos. El único momento en que se permite la emoción es al hablar de su hijo. “Me ve llorar y me pregunta si es por nuestro país. Yo, cada noche, le cuento una historia sobre Afganistán, le intento explicar con sus palabras la importancia de la resistencia y el sacrificio. Es importante sembrar esas semillas y me gustaría que él, independientemente de si yo estoy viva o no, luchara por la justicia y la democracia. Aunque mi mayor deseo es que el país sea otro y no tenga que hacerlo”.
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