Sin tierra no hay sistema alimentario: por qué desaparecen las dietas indígenas africanas
Una ogiek (Kenia), un pigmeo (República Democrática del Congo) y una amazigh (Marruecos) explican cómo la presión territorial y los intentos de asimilación están destruyendo la alimentación tradicional de los pueblos aborígenes en el continente
Clare Ronoh, de 30 años, aún recuerda los últimos coletazos del sencillo sistema que, durante siglos, alimentó a su etnia, los ogiek, pobladores del bosque de Mau —unas 400.000 hectáreas repartidas entre el norte de Tanzania y el sur de Kenia—. “Cuando era niña, mi padre iba a cazar pequeños antílopes y damanes [mamíferos similares en tamaño y aspecto a un roedor, aunque emparentados con los elefantes]”. Mientras los hombres salían de caza, las mujeres recolectaban frutos comestibles. Luego se cocían al vapor la carne y los vegetales juntos, utilizando una ingeniosa técnica en la que la materia prima se introducía en la oquedad de los troncos de bambú. La miel, abundante en la zona, aportaba el toque dulzón a esta dieta tan saludable.
Todo empezó a cambiar para los ogiek —cuya población se estima en 20.000— cuando en 2009 el Gobierno keniano les ordenó abandonar su bosque con el objetivo, en apariencia, de preservarlo. Pero cuenta Ronoh que, desde entonces, en Mau truenan las sierras mecánicas y la deforestación avanza imparable.
Una investigación de la publicación Mongabay del pasado noviembre cifró en un 25% la pérdida de cobertura arbórea en el bosque Mau desde 1984. Entre otras fuentes, el artículo citaba los mapas satelitales del Global Forest Watch, que estiman una deforestación del 19% entre 2002 y 2023 y una intesificación de actividad taladora este 2024.
En los inmensos claros que deja la tala masiva, añade, se están instalando macroplantaciones de té. “La disponibilidad de nuestros alimentos tradicionales ha caído considerablemente”, lamenta Ronoh, que a finales de septiembre participó en un coloquio sobre pueblos indígenas y soberanía alimentaria en el seno de Terra Madre, la feria que el movimiento Slow Food celebra cada dos años en Turín (Italia).
La disponibilidad de nuestros alimentos tradicionales ha caído considerablementeClare Ronoh, ogiek de Kenia
Los ogiek se resisten a dejar su tierra ancestral. Según Amnistía Internacional, están ganando notables batallas legales. Pero el hostigamiento no cesa. Hace menos de un año, Minority Rights Group denunció una agresiva campaña de expulsiones forzosas —se quemaron los hogares de 700 personas— emprendida por agentes de los servicios forestales kenianos.
“Nuestro territorio está siendo destruido”, resume Ronoh con tono bajo y emotivo. Quebrada la comunión con su ecosistema, progresivamente asimilados por pueblos ganaderos como los masai, los ogiek se están viendo obligados a comprar comida. Muchos malviven trabajando en explotaciones agrícolas. Ya casi no pueden coger —como antaño— lo que necesitan del bosque de Mau dando solo cuentas a la naturaleza.
Desprecio institucional
Nicolas Mukumo, pigmeo de República Democrática del Congo (RDC), y Amina Zioul, amazigh de Marruecos, quien rechaza el término bereberes —como normalmente se conoce a su pueblo en España— por su connotación peyorativa (significa “bárbaros”, en árabe), también refieren historias similares: escollos insalvables en el acceso y la preservación de sus territorios, desprecio institucional y el empeño constante para asimilarlos culturalmente. Un cóctel que está perturbando, en distinto grado, sus sistemas alimentarios, pieza esencial de su identidad.
El caso de los pigmeos congoleños es casi idéntico al de los ogiek kenianos, aunque la lenta erosión de su dieta empezó a ocurrir hace décadas. “Los bantúes [etnia mayoritaria en RDC] llevan tiempo imponiéndonos sus prácticas alimentarias”, explica Mukumo.
Los informes anuales del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas relatan una larga historia de erosión cultural y desprecio de los bantúes hacia los pigmeos, con humillaciones de todo tipo que continúan hasta nuestros días. El de 2022 hablaba de un régimen de semi-esclavitud entre los trabajadores pigmeos que viven en los márgenes de las poblaciones bantúes.
Antiguamente, la caza, las setas y frutas como la cereza silvestre constituían el núcleo de su alimentación. Según Mukumo, este modo de vida tenía un impacto mínimo sobre el medioambiente, al que se dejaba respirar cuando daba muestras de agotamiento.
“Era un modelo de conservación: cuando veíamos que en una zona comenzaban a escasear los alimentos, nos desplazábamos a otra para permitir que la naturaleza se regenerase”. Sin embargo, para los bantúes, “el nomadismo es propio de pueblos no civilizados”, explica Mukumo. Hoy en día, lamenta, no hay vuelta atrás. “Con la presión sobre el territorio y la asimilación, se ha ido extinguiendo nuestra manera de comer. Además, nuestros bosques están tan destruidos que sería imposible retornar a nuestro antiguo sistema”.
Era un modelo de conservación: cuando veíamos que en una zona comenzaban a escasear los alimentos, nos desplazábamos a otra para permitir que la naturaleza se regeneraseNicolas Mukumo, pigmeo de República Democrática del Congo
Al despojarlos de sus tierras, ogiek y pigmeos van olvidando también su conexión trascendente con el bosque, que antes concebían como “un lugar sagrado”, apunta Ronoh. Tampoco tienen sentido, más allá de lo folclórico, aquellas ceremonias con las que se trataba de “dar suerte a los cazadores”, añade Mukumo.
Para Zioul, el Estado marroquí solo ve en las tradiciones amazigh precisamente eso: una manifestación de folclore atractiva para atraer turismo. Actitud, en su opinión, cuando menos curiosa hacia un pueblo al que, según las cifras oficiales, pertenece más de un cuarto de la población total del país. “Somos muchos más, ya que ese dato solo incluye a los que hablan nuestro idioma, no a los amazigh más arabizados. En total, somos mayoría en Marruecos”, aduce.
En el sistema alimentario amazigh, el árbol de argán constituye un pilar indispensable. “Es muy resistente a la sequía y permite crear productos, como el aceite, para su consumo y venta”, subraya Zioul. Pero de nuevo, el poder político de un país africano está vetando a un grupo de pobladores originarios de aprovechar la tierra que habitan desde tiempos inmemoriales.
“El Gobierno lo ha declarado especie protegida y prohíbe su explotación por familias amazigh; ahora tiene que hacerse a través de cooperativas”, denuncia Zioul, quien juzga esta estrategia como “una forma suave de expolio” que ni siquiera ocurrió durante “la época colonial”. Sin poder cultivar directamente el árbol, sus beneficios y su poder simbólico se van diluyendo por el desagüe identitario. “El impacto en nuestro sistema alimentario está siendo brutal. Poca gente hace ya el típico pan amazigh, la diabetes y las enfermedades de riñón no paran de aumentar”.