Un campo de batalla llamado clítoris: viaje al país que amenaza con despenalizar la ablación

Gambia está en el centro de la lucha global para evitar retrocesos en los derechos conquistados por las mujeres. Ahora, un Parlamento dominado por hombres decide si revierte el veto a mutilar a niñas

Un grupo de niñas jugando en el patio de su casa junto a amigos y vecinos en el pueblo de Brufut. Por edad, forman parte de la generación que ha crecido con el veto a la mutilación genital femenina.MARTA MOREIRAS

Hace nueve años, Serreh perdió a su madre y heredó una misión. Es la misma a la que se dedicaba su abuela y por la que eran conocidas en el pequeño pueblo gambiano rodeado de árboles de mangos y anacardos donde viven. Hasta su casa iban las familias, también las de aldeas más lejanas, para que ejecutara lo que le pedían. Se pactaba un día y ella preparaba lo necesario: un brebaje que produce “calma” durante unos minutos, la ropa roja que ella debía ponerse para la ocasión y las cuchillas de un solo uso. Una por niña, precisa. Por sus manos, en los dos años que ejerció, pasaron “muchísimas”. Solían ser menores de siete años, a veces bebés de pecho, y todo sucedía muy rápido, cuenta Serreh, de 36 años. Mientras otras mujeres sujetaban las manos y piernas de las niñas, ella les cortaba el clítoris o parte de él.

Mutilar los genitales de las pequeñas era el papel de Serreh en la comunidad. Alta, vestida de naranja brillante y de gesto serio, cuenta que empezó a ser la cortadora de su zona en 2015, justo el año en el que se prohibió en Gambia, un pequeño Estado de 2,7 millones de habitantes de África Occidental incrustado en Senegal. Lo dejó dos años después, en 2017, cuando supo lo peligroso que era gracias a “programas de radio”, que es lo que llegaba a zonas rurales como esta. También supo, porque se lo han mostrado otras mujeres, que lo que hacía produce “complicaciones, sobre todo a la hora de dar a luz”. Su abuela la apoyó: “Tú eres la nueva generación. Si dicen que es malo, hay que parar”, recuerda que le dijo. Para entonces, cuatro de sus cinco hijas habían pasado ya por la cuchilla.

Serreh, de 36 años, heredó de su madre y su abuela el papel de circuncidadora de su comunidad, pero pronto abandonó la práctica, cuando supo que era perjudicial. MARTA MOREIRAS

Serreh se siente culpable sobre todo por la mayor, que acaba de casarse. “Ha tenido muchos problemas”, dice cabizbaja y mirándose las manos. “Su marido no puede penetrarla, [su vagina] está sellada. Hemos tenido que ir al hospital para que se abra de nuevo”, explica sobre uno de los tipos de ablación que existen y que es común. En un país donde tres de cada cuatro mujeres están mutiladas, donde la mayoría de las adolescentes y las jóvenes no sabe qué aspecto tienen unos genitales femeninos sin lesión porque no conoce a nadie que no haya sufrido el corte, la esperanza está en las niñas como la última hija de Serreh: “Estoy feliz por ella, tiene seis años”, cuenta, quien ha roto la cadena de la tradición sumándose a las que salvan a las niñas del dolor, el trauma y las secuelas físicas de por vida.

El lento proceso de transformación que han ido tejiendo miles de mujeres, sobre todo en la última década, y que empezaba a bajar el número de mutilaciones entre las menores de 15 años, está ahora en peligro. El Parlamento va a votar, previsiblemente en las próximas semanas, la despenalización de la mutilación genital femenina, después de una campaña en la que sus partidarios han echado mano del islam ―la religión mayoritaria―, del rechazo a Occidente, de bulos médicos y de la pura desinformación para mantener el control sobre el cuerpo de las mujeres. Si cae la prohibición, Gambia se convertirá en el primer país del mundo en revertir la protección contra esta violación de los derechos humanos que afecta a 234 millones de mujeres y está en alza, según Unicef.

Si logran revocar la ley, irán a por la del matrimonio infantil. Empezarán a casar a niñas
Fatou Baldeh, feminista gambiana

En un momento de ofensiva contra los derechos de las mujeres en todo el mundo ―la cruzada contra el aborto en Occidente, los espacios de impunidad de la violencia sexual y de género―, la batalla que se da en Gambia puede convertirse en un precedente para países donde la mutilación es un hecho, como sucede en decenas de los de África, Oriente Próximo y Asia. Pero además tiene mucho de símbolo por el riesgo que supone para otros derechos reconocidos a las mujeres: “Si se levanta el veto, el mensaje es que da igual lo que le pase a las mujeres, porque no hay agresión más dañina que la de coger a una niña pequeña y cortarle la parte más íntima de su cuerpo. El mensaje es que no vas a proteger a las más vulnerables”, dice Fatou Baldeh, una influyente feminista gambiana conocida en el mundo por su lucha contra la Mutilación Genital Femenina (MGF), de la que es superviviente. “Si logran revocar la ley, irán a por la del matrimonio infantil. Empezarán a casar a niñas. De hecho, ya han empezado a amenazar con reducir la edad de matrimonio a 13 años [de los 18 actuales]. Se llevarán por delante todas las leyes que protegen a las mujeres”.

Las activistas quieren no solo que la ley se quede, sino que se haga cumplir. Nadie había sido condenado ni multado por mutilar a las niñas en los últimos nueve años, pero eso cambió en agosto. Entonces, tres mujeres fueron arrestadas por practicar la ablación a ocho bebés y tuvieron que pagar 15.000 dalasis, unos 203 euros, una cantidad elevada en Gambia pero inferior al mínimo que prevé la ley. Ese incidente hizo saltar a los partidarios de la mutilación, que se ha seguido practicando en secreto (aunque en menor medida), y está en el origen de la campaña para reconsiderar la prohibición. En cuestión de horas, un conocido imam, Abdoulie Fatty, reunió el dinero de la fianza y las mujeres fueron liberadas.

El imam Abdoulie Fatty, uno de los principales impulsores de la despenalización de la mutilación genital en Gambia. MARTA MOREIRAS

“Un trocito” de clítoris

El colegio que dirige Fatty tiene un enorme patio central que conecta edificios pintados de blanco y añil donde niños y niñas aprenden el Corán. Algunas llevan, además del uniforme que les cubre la cabeza y la falda hasta los pies, un niqab negro que solo deja descubiertos los ojos. Son las nueve y ya hace mucho calor. El imam entra en la pequeña sala alfombrada y medio en penumbra con tres móviles en la mano que mira un buen rato antes de decidirse a hablar. Lo primero que dice es que está “totalmente en contra de la MGF”. “Los genitales de las mujeres no deben ser mutilados, no hay nada que discutir, ¿está claro?”. Él lo que defiende, dice, es la “circuncisión femenina” que, según afirma, “recomienda el islam”, algo que niegan los estudiosos de la práctica, ya que es preislámica, se ha prohibido en otros países musulmanes con éxito ―como en el vecino Senegal― y tiene un fuerte componente étnico y tradicional.

Fatty propone cortar “un trocito” del clítoris. “La gente no distingue entre la MGF y la circuncisión, ese es el problema”, afirma, haciendo una falsa diferencia, puesto que todo es mutilación a ojos de la OMS, que señala el impacto en la salud de las mujeres: dolor, hemorragia, infecciones, incapacidad de tener sexo, trauma y muerte. Fatty tiene sus ideas al respecto: “No niego que [la circuncisión] es una operación, aunque menor, y por lo tanto entraña un riesgo. La gente puede morir porque le corten un pie, o la mano, o le quiten un diente, sí. Pero no hay una ley para prohibirlo. Si vas al médico y te abre la barriga y mueres, no pasa nada [no hay consecuencias legales]”.

Tres adolescentes asisten a clase en la escuela coránica que dirige el iman Abdoulie Fatty en el municipio de Kanifing, en Gambia.MARTA MOREIRAS

Más allá del disparate, los bulos vestidos de religión tienen tirón en redes. La base de su discurso consiste en presentar la circuncisión como una versión inocua de base religiosa que nada tiene que ver con la mutilación genital femenina, y abrir un camino legal para ella. Fatty afirma que la prueba de que la práctica no tiene riesgos es que “las mujeres [en Gambia] tienen 10, 11, 12 hijos, muchos más que en Europa”, y asegura que no instiga ninguna campaña, que la única que hay en marcha es la de las activistas contra sus tradiciones, y que esa campaña llega a Gambia desde Occidente, “igual que la homosexualidad [castigada con penas de cárcel], y quizá también nos vengan [personas] transgénero”. Gesticula, ríe, se indigna, modula la voz. La argumentación más chocante, sin embargo, es la que emplea para explicar a su interlocutora cómo se sienten las mujeres ante el sexo. Dice que no ve cuál puede ser el problema “si no se quita todo el clítoris”, ya que según su razonamiento, “el deseo no está en esa parte solo”.

El diputado Gibbi Mballow (izquierda) votó en contra del proyecto de ley para eliminar la prohibición de la ablación. En la imagen, en su despacho del Parlamento con diputados de su partido, el del Gobierno, en Banjul. MARTA MOREIRAS

Por fuera, el edificio de la Asamblea Nacional, en la capital, Banjul, se parece a un estadio. A la entrada, dos sonrientes leones flanquean un escudo sobre las palabras “progreso, paz, prosperidad”. Ideales inspiradores para una democracia recién estrenada hace siete años, después de dos décadas de la dictadura de Yahya Jammeh sustentada en matanzas, violaciones y cientos de desaparecidos. Quienes decidirán si se modifica o no la ley que prohíbe la mutilación de los cuerpos de las niñas son, básicamente, hombres: solo hay cinco diputadas en un Parlamento de 58 representantes.

Quienes decidirán si se modifica o no la ley que prohíbe la mutilación de los cuerpos de las niñas son, básicamente, hombres: solo hay cinco diputadas en un Parlamento de 58 representantes

Solo cuatro de los diputados votaron para mantener la prohibición. Uno de ellos es Gibbi Mballow. Vestido con chaqueta de cuadros, está reunido en su despacho con otros cinco parlamentarios de su mismo grupo político, el del Gobierno, el Partido Nacional del Pueblo. Ninguno le apoyó contra la mutilación el día de la primera votación, en el que fue insultado y golpeado. “Es una práctica dañina, incluso aunque algunos digan que se puede medicalizar, no tiene ningún beneficio para la salud”, dice con su voz grave. También argumenta que Gambia “no puede ser una isla: Senegal lo ha prohibido, Guinea… lo han hecho los países vecinos. Si revocamos la prohibición, estamos animando a esas comunidades a que vengan y establezcan aquí una base para la práctica, lo cual es inaceptable”, dice.

Él además tiene razones personales para estar en contra. Un día estaba trabajando y lo llamaron por teléfono del hospital. “¿Sabe lo que le ha pasado a su hija?”, recuerda que le preguntaron los médicos, que le informaron: “Según su esposa, su madre ha llevado a la niña a un [rito] tradicional y está sangrando. Estamos intentando parar la hemorragia. Necesitamos sangre”. Así se enteró de que su hija, entonces un bebé de siete meses, había sido mutilada. Y de que las tres mayores también. “Yo no puedo ir a la policía y denunciar a mi madre”, dice sobre la complejidad de erradicar esta práctica y lo enraizada que está. “La llamé a ella y a mi mujer. Nos sentamos. Le dije: ‘Tú eres mi madre, pero no la de estas niñas. Aléjate de esta práctica, nunca más’. Ella estaba muy triste y confusa cuando la pequeña tuvo la hemorragia, lamentaba haberlo hecho”.

La votación del 18 de marzo fue una convulsión, cuando se dio luz verde al proyecto de ley que detonó el proceso para despenalizar la ablación. No solo dentro de Gambia: también atrajo la atención de embajadas occidentales, organismos internacionales, ONG y donantes poco aficionados a patrocinar retrocesos de los derechos humanos en un país necesitado de financiación y apoyo, donde alrededor del 40% de la población es pobre, según el Programa de la ONU para el Desarrollo.

A la izquierda y de blanco, Fatou Baldeh, feminista y activista contra la mutilación, diseña con su equipo la intervención ante el Parlamento para que permanezca el veto en la sede de su ONG, WILL.MARTA MOREIRAS

Ese día, en el interior de la Cámara estaba Fatou Baldeh y otras activistas que fueron a protestar. “Vi solidaridad, vi poder, vi hermandad, mujeres apoyando a mujeres. Entramos ahí para mirar a esos hombres a la cara”, explica. “Recuerdo que uno se levantó y dijo que algunas estaban llorando y que eso era incómodo. Pero es que eso es lo que queríamos: que supieran que estamos ahí, que los estamos vigilando, que lo que hacen está mal y que deberían sentirse incómodos por ello”, dice Baldeh, que hace unas semanas acudió a la Casa Blanca para ser distinguida por su lucha y acaba de ir a la sede de la ONU en Ginebra para lo mismo.

“Lo que sea” por la religión

Quienes también acudieron a manifestarse en marzo fueron tres alumnas de una universidad que recibe fondos de Arabia Saudí, pero para defender que se despenalice la mutilación. Dos estudian para profesoras y otra Derecho islámico, la sharía. Están en la biblioteca, rodeadas de libros y de capas de ropa. A una de ellas, Aisha, de 19 años, solo se le ven los ojos y las manos. Asegura que en Gambia no hay mutilación genital, “es circuncisión”, en una distinción que ha extendido el imam. Se muestra vehemente: “Incluso si la ley lo prohíbe, lo haremos porque nuestra religión nos lo permite, y si nos multan pagaremos. Haremos lo que sea por nuestra religión”, afirma.

La hija de Mballow se recuperó, y él se ha embarcado en una campaña para convencer al resto de diputados para que en junio voten por mantener y reforzar la ley. Asegura que recibe amenazas y presiones por ello, y también su familia. Su postura sobre la mutilación atrae el odio de quienes quieren despenalizar o que sea una opción para las familias, como si se pudiera elegir legalizar la violencia contra las mujeres. Y toda esa propaganda tiene un efecto sobre su base de votantes, en su provincia, Lower Fulladu West, al sur del río Gambia que parte el país en dos. “Es como si fuera contra mi gente, contra quienes represento”, explica.

Incluso si la ley lo prohíbe, lo haremos porque nuestra religión nos lo permite, y si nos multan pagaremos
Aisha, defensora de la mutilación genital femenina

En estos cuatro meses hasta la votación, ha comenzado un periodo de diálogo nacional en el que dos comisiones del Parlamento escuchan a médicos, expertos, organizaciones internacionales, supervivientes y activistas. “Se está confundiendo tradición con religión: Argelia, Marruecos, Túnez, Arabia Saudí…ahí no se practica la ablación. ¿Son menos musulmanes por ello?”, plantea la antropóloga y profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona Adriana Kaplan, que habló en el Parlamento de las secuelas físicas que causa la mutilación durante toda la vida de las mujeres y en particular durante el embarazo, a partir de uno de los dos ensayos clínicos que se han hecho en Gambia. La organización que dirige, Wassu Kafo Gambia, diseñó el manual con el que los médicos se forman sobre los tipos de mutilación, cómo prevenirla, los riesgos que entraña y cómo tratar las complicaciones. “Aunque se enfrentaban con las consecuencias, [los sanitarios] no relacionaban los efectos perniciosos con la práctica, explica en la sede de la organización.

La conversación también está en la calle y en las redes sociales, donde ha habido una especie de Me Too de la mutilación, con casos en los que unas mujeres pueden reconocerse en la historia de otras. No se trata solo de un puñado que salen a contar su historia. “Es la primera vez que sucede de una manera tan general”, dice Jaha Dukureh, una de las más conocidas activistas contra la mutilación. Ella vive en Estados Unidos, adonde fue enviada con 15 años para casarse con un hombre mucho mayor. Allí descubrió que le habían practicado una infibulación, que consiste en cortar el clítoris y los labios mayores y menores y coser vulva y vagina dejando dos aperturas, una para la sangre menstrual y otra para la orina. Es un tipo de mutilación extrema pero no inusual. Su lucha para salir de ese matrimonio, entender lo que le habían hecho, estudiar una carrera y volver a Gambia para impulsar una prohibición en 2015 ―que terminó aplicando el homófobo y sanguinario dictador Jammeh―, convierten el intento de revertir la prohibición en algo “muy personal”.

Jaha Dukureh, reconocida activista contra la mutilación genital, en el piso próximo a Banjul en el que se ha instalado para participar en la campaña que frene la despenalización.MARTA MOREIRAS

Por eso ha regresado, para participar en la campaña que evite que prospere el proyecto de ley. En los últimos meses ha soportando todo tipo de ataques: “Amenazan a mis hijos, me insultan a diario, me desean sufrir una violación, dicen que soy una espía, un agente extranjero…”, enumera. “Al final, eso me llega, me afecta”. Pese a todo, señala que, también por primera vez, “la sociedad civil se ha unido para trabajar por un bien común. Es un gesto poderoso”.

Romper la cadena

La fundación Women in Liberation and Leadership (WILL), creada por Fatou Baldeh, es un bonito oasis con patio en medio de una calle sin acera, donde cada edificio es de una forma y la gente vende fruta o busca pasajeros para un taxi. Dentro, las paredes tienen unos preciosos murales con dibujos de baobabs: cada uno cuenta la historia, desde las raíces a las ramas, de una víctima de la dictadura de Jammeh. Es así también, a través de dibujos, como se habla aquí de cómo es una vulva, sobre el consentimiento sexual, sobre cómo se produce un embarazo, sobre los bulos en torno a la mutilación y por qué se sigue haciendo. “Creamos espacios seguros para adolescentes”, cuenta Baldeh.

Mi familia me hizo creer que es algo bueno, que si no la tienes eres sucia, no eres pura, te costará dar a luz
Aïssatou, miembro del equipo de la fundación Women in Liberation and Leadership

Miles han pasado por aquí para hablar, para compartir dudas, descubrir experiencias de otras. Para enterrar el silencio y aflorar el trauma. “Una de mis compañeras”, dice Baldeh, “se enteró de que había sido mutilada cuando fue madre. Nadie te lo cuenta. Aquí les hablamos de su cuerpo: la mutilación es tan frecuente que incluso las que sufren complicaciones no lo asocian con el corte, piensan que forma parte de ser mujer”.

Aïssatou, de 25 años, vivió ese proceso de transformación en WILL, y ahora forma parte del equipo. Está en la universidad, y explica que antes de hacer el curso, estaba convencida de que eran ciertas la mayoría de las creencias y falacias de la mutilación. “Mi familia me hizo creer que es algo bueno, que si no la tienes eres sucia, no eres pura, te costará dar a luz [es exactamente lo contrario]”. En su pueblo, de la etnia mandinga, una de las que más practica la ablación, “te llaman con un insulto, algo así como ‘no-cortada’, te aíslan”, aunque esto cada vez pasa menos, dice. Ella se dedica a hablar con las adolescentes, explicarles, pero “siempre desde la experiencia: si no has sido mutilada, no te creen”, dice Aïssatou, que sufrió el corte con siete años y recuerda “cada detalle, fue muy traumático”. Cuando va por las aldeas para dar los cursos, siempre empieza a hablar de otros tipos de violencia machista, como la sexual o la de los maridos, y poco a poco llega a la más brutal e íntima: les dice que su cuerpo es suyo, explica por qué no sienten placer sexual, informa sobre infecciones. “Nadie les dice nada, solo les hablan de religión”.

No es sencillo cambiar unas creencias tan extendidas y repetidas durante generaciones. Fatou se enfrenta cada día a esa tarea como formadora de la ONG Wassu Kafo. Es una mujer risueña, grande, de voz suave. Tiene dos herramientas para desmontar la ablación: “el respeto”, resalta, y su propio cuerpo, su experiencia como mutilada. “No puedes presentarte en una aldea y decirles que no lo hagan o que son ignorantes, porque chocas con un ‘esta es mi cultura y mi religión’ y se enfadan contigo”, explica en el sofá de su casa, donde vive con sus tres hijas y su marido. “Lleva tiempo. Les da vergüenza hablar del tema, y les cuesta mucho creer que los síntomas que tienen, las dificultades para dar a luz, el dolor al tener sexo tengan que ver con la mutilación”.

Sus dos hijas mayores pasaron por la ablación antes de que ella supiera lo que hoy sabe. Y le ha hecho falta echar mano de la ley para defender a la pequeña, de 10 años: “Mi marido es mandinga. Les advertí a mis cuñadas que si tocaban a la niña iban a la cárcel”. Le preocupa que caiga la prohibición porque tiene un efecto disuasorio que le ayuda en su trabajo. Pero ya hay un cambio. Su niña pequeña, como la de Serreh, la antigua circuncidadora, crece libre de mutilación y forma parte, sin saberlo, de una pequeña generación protegida por madres, hermanas y abuelas mutiladas que han roto la cadena.

Fatou, activista contra la mutilación en programas para erradicar esta práctica de la ONG Wassu Kafo Gambia, junto a sus hijas en su casa de Brufut. MARTA MOREIRAS

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