Cuando decides emigrar a los Estados Unidos, hay dos opciones: llegar o morir
La falta de oportunidades invita a los jóvenes de Honduras a irse a Estados Unidos a pesar del riesgo de la ruta migratoria. Un 35% de los hogares del país centroamericano sufre malnutrición
“Me interceptaron y estuve dos meses en una cárcel de Estados Unidos, pero si pudiese, volvería a emigrar”. José Luis habla con amargura. Sonríe poco y recuerda mucho. Hace más de una década que intentó empezar una nueva vida en el país norteamericano. Tenía 23 años y trabajaba como agricultor en Honduras, donde recolectaba frijoles para subsistir. Nada de ahorros ni grandes planes. Se endeudó, consiguió 12.000 euros prestados de aquí y de allá para pagar a un coyote (un contrabandista de personas) que le llevara hasta los Estados Unidos. Lo consiguió, pero la policía estatal de Texas lo interceptó tras cruzar la frontera y fue repatriado. Ahora supera la treintena y los pensamientos se repiten. “Muchas veces me planteo volver a intentarlo”. Pero necesita dinero para ello. O unas condiciones de vida que le seduzcan lo suficiente para quitarse la idea de la cabeza.
El 75% de la población de Marcala, en Honduras, depende de los cultivos de frijol y maíz
José Luis labra los campos de Marcala, un municipio del departamento hondureño de La Paz, donde el 75% de su población depende de los cultivos de frijol y el maíz. Gana entre 150 y 200 dólares (entre 154 y 206 euros) al mes como agricultor. “Muy muy poco para mi familia”. El Gobierno de Honduras ha prometido subir en 2023 el salario mínimo de 300 a 318 dólares (misma equivalencia en euros) en las actividades agrícolas, pero la cifra fluctúa según las condiciones de trabajo. En todo caso, parece un salario incomparable a los cantos de sirena que envían los migrantes establecidos en Estados Unidos. “Allí les pagan mucho dinero. Tienen casas grandes, coches… Aquí, nada”, compara el hombre.
Para José Luis, la emigración es una ventana que siempre queda abierta porque saben que progresar en Honduras es una quimera: el último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) refleja que los hogares hondureños “que sufren niveles agudos de desnutrición o por encima de lo habitual” se han doblado entre 2019 y 2021 al pasar del 18% al 35% de la población.
“Con la agricultura solo se subsiste, no da para más”, comparte Willian, de 30 años. Toca en una banda musical y hace algunos trabajos agrónomos. Poca cosa, lo que surja para tirar adelante. Hoy actúa con su grupo en unas jornadas de cooperación local en Cerro Verde, una comunidad de apenas 50 familias donde el agua depende de un pozo. Le cuesta mirar a la cara y apenas mueve los labios cuando se expresa. “Tenemos que trabajar muchas horas para ganar un poco. Me gustaría ir a los Estados Unidos, claro, pero no es sencillo”, confiesa.
Honduras cuenta con la segunda mayor tasa de criminalidad del mundo, según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
No solo la falta de oportunidades empuja a los jóvenes a plantearse un futuro fuera del país. La peligrosidad de Honduras, admite, Willian, también condiciona algunas decisiones. El país cuenta con la segunda mayor tasa de criminalidad del mundo, según los últimos datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés), aún en fase de actualización. Hay 36 asesinatos por cada 100.000 habitantes, y únicamente le supera Jamaica (45). Como comparativa, el índice alcanza en España los 0,64 casos. Un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras determinó que la criminalidad alcanzó en 2013 una tasa de 193 homicidios en San Pedro Sula, conocida, en su día, como la ciudad más peligrosa del mundo.
Willian asegura que vive en un municipio tranquilo donde no hay casi delincuencia, pero que los amigos que se han ido a vivir a las zonas urbanas tienen que ir con cuidado porque “allí están los pandilleros”. Son las mafias organizadas que se dedican al tráfico de drogas, la extorsión y la trata de personas. Coexistir con ellas no resulta fácil para nadie y mucho menos para personas educadas en espacios rurales, más tranquilos. Preguntado si conoce a alguien que haya sido víctima de las pandillas, no concreta. “Alguno”.
El camino desde Honduras a Estados Unidos es peligroso por la presencia de mafias organizadas que hacen negocio con la necesidad ajena.
Si algo echa atrás a Willian en su idea de alcanzar los Estados Unidos es el miedo. Él lo llama “respeto” y se refiere a las dificultades que conlleva cruzar la ruta migratoria. El camino es peligroso por la presencia de mafias organizadas que hacen negocio con la necesidad ajena. José Luis bien lo sabe. Su coyote, “un amigo” dice, le recogió un 9 de noviembre y empezaron una ruta de casi dos meses. Llegar hasta Guatemala y cruzarla fue relativamente fácil, cuestión de días y de pequeños sobornos, pero en la frontera de México todo cambió. Su coyote dio media vuelta y le dejó solo con otro compañero de ruta. “Nos dijo que había policía migratoria cerca y que no quería correr el riesgo de ser detenido”, recuerda. José Luis sospecha que no quiso jugarse el tipo en la parte más complicada del camino. “México es muy peligroso por el control de las mafias y creo que huyó de ellas”, conviene. Willian coincide: “Te secuestran para pedir un rescate a tu familia, y si no pagan, les mandan tus dedos cortados”, relata. “Cuando decides emigrar a los Estados Unidos ya sabes que hay dos caminos: llegar o morir” añade. Hace poco más de un mes, la policía estadounidense descubrió un tráiler abandonado con más de 50 viajeros muertos en su interior.
La aventura de José Luis quedó a medio camino. En México, combinó largos trayectos a pie por zonas montañosas, con otros en vehículo. De todos tiene mal recuerdo. “No podías fiarte de nadie porque no sabes si quieren hacerte daño”. Tras unas semanas, llegó a Estados Unidos tras cruzar nadando el río Bravo en plena noche. Pero cerca de San Antonio (Texas) la policía le interceptó el 28 de diciembre. Estuvo dos meses en una prisión y fue repatriado. Ahora, tiende a preguntarse cómo hubiera sido su vida de no haber regresado a Honduras. “Quizás estaríamos todos allí. O habríamos vuelto en otras condiciones”.
Eusebio representa el final feliz. Tiene 40 años y vivió las dos últimas décadas en los Estados Unidos. Emigró un día sin avisar porque sus padres se lo hubieran impedido, dice, pero está satisfecho de aquel atrevimiento. Se instaló en una casa compartida con otras personas migrantes que se ayudaban mutuamente a encontrar empleo e hizo fortuna. “Las empresas de construcción me pagaban unos 4.000 dólares al mes”, confiesa. Mandaba el dinero a Honduras para su mujer, su hijo y sus padres, y las dos familias pudieron construir dos casas en mejores condiciones en Cerro Verde, una aldea de apenas 50 familias. Hace unos meses volvió a casa por primera vez para establecerse definitivamente y al fin conocer a su hijo, concebido poco antes de irse. Ahora esperan un segundo bebé. “Me siento un afortunado”, admite.
Las certezas de Eusebio contrastan con las dudas de Willian y José Luis. “Las malas condiciones laborales nos empujan a marcharnos”, lamentan. El Gobierno y las agencias de cooperación pretenden instaurar programas de desarrollo agrícola para que los jóvenes tengan unas condiciones de trabajo más favorables. “Queremos que sientan que tienen más motivos para quedarse que para irse”, defiende Stephanie Hochstetter, directora del PMA en Honduras, que coopera en la zona con la FAO y el Fondo de Desarrollo Internacional Agrícola (FIDA). Los equipos cooperantes buscan integrar métodos de trabajo más eficientes y aumentar las producciones agrícolas para que los beneficios sean mayores. “Toda ayuda es bienvenida”, admiten los vecinos. “Pero siempre quedará la opción de los Estados Unidos”, recuerdan Willian y José Luis.
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