“Yo no tuve infancia”: la huida de Catalina de todas las violencias de su vida
Una adolescente de 16 años representa la realidad tras el trabajo de la fiscalía colombiana: en 2020, ha registrado más de 1.400 procesos judiciales por explotación sexual de niños, niñas y adolescentes
Cuando te han escurrido hasta que no te queda nada de felicidad infantil, creces rota, pero tienes algunas cosas claras. Ella sabe perfectamente lo que necesita: “Amor, eso es lo que yo anhelo: el amor. En todo tipo de sentidos”.
Ella es una adolescente que nació hace 16 años en la ciudad más antigua de Colombia. A orillas del mar Caribe: en Santa Marta. De ahí, al tiempo, se mudó a otra de las urbes más vetustas, esta vez a más de 1.200 metros de altitud. A Ibagué, en la Cordillera Central de los Andes. Eso fue cuando su madre se separó de su padre porque la maltrataba. De ahí, Catalina –que no se llama así, pero así se llamará para proteger su anonimato–, una de sus hermanas y su madre volvieron a cambiarse de casa. En total, Catalina tiene cuatro hermanos, tres chicos y una chica. Y una hermanastra. Pero hace ocho años que no ve a la mayoría. El mayor nació cuando su madre tenía 12 y dice que a ella la tuvo “por ahí a los 15″.
Después de aquellas mudanzas vendrían tiempos todavía más duros. Aunque Catalina ya estaba acostumbrada al dolor, que se ha convertido casi en una constante debido a una vida plagada de todo tipo de abusos. Sobre todo, por parte de tus propios familiares. “Nos damos cuenta de que la mayor parte de los agresores están vinculados de una u otra forma con la niña o la adolescente”, dice Maira Daza con el peso de su experiencia como psicóloga en la Fundación Renacer, que lleva más de 30 años en la lucha contra la violencia y la explotación sexual en Colombia. Daza añade que “en la niñez y la adolescencia es sumamente importante tener ese apoyo afectivo porque ahí vamos formando nuestra personalidad con un sinfín de características que nos permiten afianzarnos y saber quiénes somos”. Catalina nunca tuvo ese apoyo.
Ahora, cuando juega con los chicos y las chicas de su barrio provisional les dice que la pellizquen para enseñarles que ya no siente nada. Y se queda impasible. Probablemente le hacen daño, pero su memoria encharcada de malas experiencias ha hecho que lo asimile como algo soportable. Igual que ha asimilado como algo quizás no soportable, pero como mínimo sí perdonable, que su madre la abandonase y la entregase a los servicios sociales colombianos a los 12 años, cuando su pareja le hizo elegir entre él –el padrastro–, y su hija, Catalina. Y le eligió a él. También, que su madre, cuando se la devolvieron a los 14 años, la obligase a vender su cuerpo y a consumir sustancias; que su abuelo intentara abusar de ella cuando acudió a él sin saber ya a quién más recurrir; y que su padre le pegara desde niña con cinturones de cuero, cables o con trozos de madera en la cabeza hasta hacerla sangrar.
Todo eso ha conformado la geografía y el clima de los 16 años de vida de esta joven: un desierto de afectos azotado por tormentas de violencia física y psicológica. Pero ante todas esas cosas “muy malucas”, como dice ella, no muestra resentimiento. Dice que va a ser como el protagonista de Rock Dog, una película chévere que vio en el cine la única vez que ha ido a uno. El protagonista, el perro, soñaba con ser cantante “y como tuvo la esperanza, la fe, se le cumplió y se volvió muy famoso. Yo sé que también a mí se me va a volver mi vida así”.
Para conseguirlo quiere estudiar, aunque ella ya está dentro de esas estadísticas de Unicef que revelan que, en 2018, solo un 46% de los estudiantes que empezaron el colegio en Colombia lo terminaron. Catalina casi no ha estado escolarizada, pero le encantaría: “Anhelo mucho el estudio porque cuando cumpla los 18 quiero verme en una universidad, terminar mi carrera, buscar mi departamento, un trabajo…”. Y cuando consiga todo eso, su principal plan es buscar a su familia y coser todos los trozos rotos: “La voy a armar otra vez. A mi mamá la voy a llevar a una parte de psiquiatría para que a ella la ayuden. A mi padrastro, si él sigue todavía con mi mamá, lo voy a llevar a un psicólogo. A mi papá, pues le ayudo con un dinero a él para que consiga una casita bien, estable”.
La historia de Catalina es también la de muchísimas otras supervivientes de situaciones similares en Colombia. En 2020, la Fiscalía General de este país contabilizó más de 1.400 procesos judiciales abiertos por delitos que tienen que ver con la explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes. La mitad de ellos son casos relacionados con la pornografía infantil. Una situación que se fragua en un contexto más complejo, que en palabras de Rocío Mojica, oficial de protección de Unicef, tiene que ver con el imaginario familiar y social: “Cuando se concibe al niño, niña o adolescente no como igual en dignidad, hay una idea de que el adulto puede disponer tanto de su voluntad como de su cuerpo”.
Cuando se concibe al niño, niña o adolescente no como igual en dignidad, hay una idea de que el adulto puede disponer tanto de su voluntad como de su cuerpoRocío Mojica, Unicef
Esas estadísticas de la Fiscalía General suelen ser, además, solo la punta del iceberg. “Siempre tenemos un subregistro grandísimo”, apunta Arturo Herrera, coordinador de comunicaciones de la Fundación Renacer. Esto sucede porque las personas tienen miedo de denunciar o porque no creen en el sistema judicial: “La ley, a veces se aplica y otras, no. Por eso son pocas las mujeres que quieren ir a poner denuncia”. Lo dice Gladys Esther Montes, una de las lideresas del barrio Nelson Mandela que levantaron a principios de los noventa en Cartagena de Indias los desplazados por la violencia del conflicto armado. Allí, según Montes, “las niñas salen a vender su cuerpo porque, ¿qué otra oportunidad tienen? Un hogar donde esa madre no ha tenido esa oportunidad…”. Mojica lo pone en perspectiva: “Las propias familias consideran que una forma de afrontamiento de situaciones graves de pobreza, de condiciones complejas, es utilizar el cuerpo de la niña”. No solo para que ella salga adelante, sino para que toda la familia pueda hacerlo.
Y eso conduce a la tercera opción que motiva ese subregistro en las estadísticas sobre explotación sexual de menores de edad: que esas situaciones ni siquiera se entienden como delito. “En la ciudad de Cartagena había un reto adicional y es que en esta ciudad la gente aunque veía el delito, aunque veía la conducta, normalizaba la situación. Es un trabajo de deconstruir esos imaginarios”, dice el coordinador de comunicaciones de Renacer. En Cartagena, uno de los epicentros del turismo en la costa Caribe colombiana, esta problemática se acentúa por culpa de la explotación sexual en contextos de viajes y turismo. Por culpa, principalmente, del racismo y la discriminación. En este sentido, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) señala: “Algunos perpetradores buscan a niños o niñas de un grupo étnico diferente porque los consideran inferiores y creen que la cultura local consiente la explotación sexual”.
Los principios
“Mi abuela hizo lo mismo que mi mamá me hizo a mí. Y también la llevó a las drogas”. La primera vez que la madre de Catalina la entregó a los servicios sociales, era consumidora y trabajadora sexual. Lo cuenta esta chica de 16 años sentada sobre una de las dos sillas sacadas afuera, al patio interior de paredes blancas a trozos desconchadas de una casa amplia, con reja de seguridad pegada a la puerta de entrada, con un perro que de vez en cuando ladra, con un salón grande y al fondo una cocina abierta y una mesa alta de cemento frente a una puerta que da a este patio y a esta silla donde habla Catalina.
Pero esta no es su casa. Este no es ni siquiera el barrio donde está viviendo temporalmente en Cartagena desde que escapó hace unas semanas de la última fundación donde estuvo acogida. Este no es su espacio y, por lo que cuenta, está en las antípodas de los espacios que han sido su vida: “De pequeña, barrer, lavar la losa, trapiar, todo eso. Encerrada y pues ver las discusiones de mi papá con mi mamá”.
La crueldad ha marcado la vida de esta adolescente, que ahora quiere compensárselo a sí misma:
— Quiero disfrutar mi vida jugando porque yo no tuve infancia. Jugar a la lleva, al escondite, al ponchado. Hasta juego a la cocinita. Y estamos planeando jugar al escondite americano.
—¿Y cómo es eso?
— Se trata de que usted se esconde con su pareja y pues se comienzan a besar y ya. Hasta que los encuentran haciendo otra cosa…—. Y cuando lo dice a Catalina le asoma una sonrisa medio infantil que se convierte rápido en un gesto más serio. —Pero yo eso sí ya no lo hago. Yo beso y nada más. Es mejor evitar que lamentar.
Daza, la psicóloga de Renacer, dice que, según su experiencia con menores desde los siete años, los impactos más habituales de la explotación sexual se manifiestan en forma de baja autoestima, ansiedad, depresión o consumo de sustancias psicoactivas: “Es un proceso complejo. La niña tiene que empezar a canalizar y exteriorizar todas esas situaciones que vivió. No solamente de abuso, sino también de abandono, de las carencias que seguramente tiene. Con intervención terapéutica, pueden superar estas situaciones”.
Catalina ha pasado en varias ocasiones y de forma puntual por psicólogos y psiquiatras, pero no ha seguido ni sigue ninguna terapia continuada. “Yo no puedo coger rabia porque me comienza a doler el cuerpo, me da un dolor en el corazón bien fuerte y me altero y no pienso”. Y la cara y el cuerpo se le entristecen cuando lo explica.
Catalina es ahora rizos oscuros, una mano que se toca nerviosa la pierna, un dedo que se toca la pestaña, que se quita una lágrima, que intenta no llorar, unos shorts, un hablar inocente, ojos oscuros, una mirada que se desvía hacia lo lejos de vez en cuando, insegura, unas deportivas, una huida permanente.
Huyó de uno de los centros de acogida para ir a casa de su abuelo, que no se la quiso quedar. Huyó de uno de los centros para ir a casa de su abuelo, otra vez, y preguntarle por qué no la había ido a visitar por su 16 cumpleaños. Y huyó antes y después. Ha huido hace poco para llegar a dormir provisionalmente en un sofá. Y huyó en el pasado hasta la casa de un ex padrastro que sí la había tratado bien y que también la recibió bien, aunque no la pudo acoger:
—Y pues, me dio de todo. Mecato, todo eso. ¿Sabes qué es mecato?
—No. ¿Qué es?
—Dulces. Colombinas...
Por ahora, su futuro es una cortina traslúcida y todavía no acaba de saber cómo correrla para que entre la luz. Aún así y pese a su juventud, consigue poner las cosas en perspectiva. O quizás hacer lo necesario para seguir adelante: “Todo en la vida tiene un final y tiene un principio. Aunque me hicieron daño, yo les perdono, porque es mi familia”.
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