Fragilidad democrática en Ruanda, el país donde Reino Unido quiere enviar a sus solicitantes de asilo

Dos figuras de la oposición al Gobierno de Paul Kagame relatan obstáculos al ejercer la libertad política y de expresión en Ruanda. Tras un acuerdo bilateral, el país africano acogerá a los demandantes de asilo que Reino Unido no quiere en su territorio

Un grupo de migrantes rescatados mientras intentaban cruzar el Canal de la Mancha por la Fuerza de Fronteras del Reino Unido desembarca el 3 de mayo de 2022, en Dover, Inglaterra.DANIEL LEAL (AFP)

Victoire Ingabire conoce en carne propia las fallas de la democracia formal en Ruanda. Esta líder política –quizá la más carismática de la oposición– pasó ocho años en una cárcel de máxima seguridad en Kigali, la capital del país. Su condena, en principio de 15 años, recogió diversos cargos, aunque la sentencia se sustentó en un crimen que allí equivale a aliarse con el mismísimo diablo: negar el genocidio por el que en 1994 se exterminó al 70% de la población tutsi. Ingabire siempre ha dicho que ella se limitó a reivindicar, en la memoria histórica del país, un lugar para los miles de hutus que también murieron en esos 100 días fatídicos. En parte por la campaña internacional que provocó su caso, el presidente Paul Kagame –quien se mantiene en el cargo desde el fin de la guerra civil– le concedió el indulto en 2018.

Ingabire lidera hoy el partido Desarrollo y Libertad para Todos (Development and Liberty for All, DALFA-Umirinzi). Y observa atónita el plan del Reino Unido para trasladar hasta la remota Ruanda a los solicitantes de asilo que, tras cruzar el Canal de la Mancha, desembarcan en el país europeo. Un acuerdo que ambos gobiernos están tratando de vender como un win-win totalmente ajustado a derecho. Un país multicultural y desbordado en su capacidad de acogida. Otro deseoso de abrazar la diversidad y el talento foráneo como palancas para acelerar su rápido progreso socioeconómico.

Aún recubierto de vaguedad, el pacto ha nacido acechado por multitud de dudas legales. Podría, ante todo, hacer saltar por los aires la Convención de Ginebra que regula el tratamiento a refugiados entre los países firmantes. En especial, su principio de asilo territorial, por el que el demandante tiene derecho a solicitar refugio en el país en el que ya se encuentra. Ingabire sintetiza su opinión sobre el texto firmado el 14 de abril por la ministra del Interior del Reino Unido, Priti Patel, y el ministro de Exteriores de Ruanda, Vincent Biruta. “Un país democrático y rico que no asume su responsabilidad de acoger a los refugiados que llegan a su territorio, y prefiere deportarlos a un país no democrático y pobre”.

La ministra del Interior de Gran Bretaña, Priti Patel, sella con el ministro de Relaciones Exteriores de Ruanda, Vincent Biruta, el acuerdo de protección “remota” entre el Reino Unido y Ruanda.Muhizi Olivier (AP)

Que Ruanda sea o no –de acuerdo a estándares británicos– una democracia plena atañe directamente al núcleo del acuerdo. Más allá de la frágil legalidad logística del pacto, pocos entenderían que el Reino Unido enviara a aquellos que huyen de violaciones de sus derechos humanos hacia un país que no los respeta. A pesar de una intensa retórica del elogio desplegada en las últimas semanas, Gran Bretaña tiene difícil compatibilizar su postura actual con la de hace escaso año y medio. En enero de 2021, su representante ante la Unión Europea, Julian Braithwaite, mostraba su “preocupación por las restricciones continuas a los derechos civiles y políticos, y la libertad de prensa” en el país ubicado en la región africana de los Grandes Lagos. El último informe de Human Rights Watch sobre Ruanda detalla torturas, desapariciones de opositores y asesinatos extrajudiciales.

Ingabire cuenta que el pasado octubre detuvieron a nueve miembros de su partido. “¿Sabe por qué?”, pregunta. “Porque habían estado leyendo Cómo hacer la revolución [obra del serbio Srdja Popovic]”. La opositora desglosa un nutrido historial de agresiones a DALFA-Umirinzi en sus pocos años de vida. Narra que en 2019 murieron tres militantes y que, desde entonces, otros cuatro han desaparecido. “¡El Reino Unido ha reconocido que en 2021 llegaron allí más de 200 refugiados ruandeses!”, proclama con asombro. Ingabire responde a aquellos que ven en ella, con su actual libertad de acción y palabra, la prueba palpable de que la democracia ruandesa funciona. “Es cierto que, tras ocho años en la cárcel, ahora me dejan en paz. Quién sabe por cuánto tiempo”.

Más comedido, el presidente del Partido Democrático Verde de Ruanda (DGPR), Frank Habineza, admite tímidos avances en el compromiso democrático del oficialismo ruandés. Pero sostiene que a su país aún le queda un largo trecho para que el parlamentarismo fluya y la crítica circule ágil. “El espacio para la oposición política sigue siendo estrecho, hay que tener cuidado con lo que uno dice, la libertad de expresión es limitada, la gente sigue teniendo miedo a hablar”. A la pregunta de si su agrupación política ha sufrido acoso por parte del Gobierno –una coalición encabezada por el Frente Patriótico Ruandés de Kagame–, Habineza deja caer presiones que prefiere no especificar: “De vez en cuando nos llegan avisos, ya sabe, de aquí o allá...”.

Agravio comparativo

El presidente del DGPR centra su cuestionamiento al pacto bilateral en su viabilidad demográfica y económica. Aporta cifras que llevan a preguntarse por qué Reino Unido ha elegido precisamente Ruanda para externalizar la gestión de sus refugiados. “Con 552 habitantes por kilómetro cuadrado, somos el país con mayor densidad de población de África; solo el 48% de nuestra tierra es cultivable; el paro se ha disparado por encima del 20%”. El acuerdo contempla una dotación inicial de 140 millones de euros, que en parte se destinarán a garantizar el realojo en buenas condiciones de los refugiados. En teoría, Gran Bretaña correrá con sus gastos de manutención y vivienda por un período de cinco años. Aunque abundan los flecos en la implantación del texto, Habineza ha escuchado rumores: “Dicen que cada refugiado va a recibir 1.200 euros al mes. ¡Aquí ni siquiera los diputados ganamos tanto! [ríe]”.

Ruanda tiene una reputación consolidada como país de bienvenida para los perseguidos. Los datos oficiales hablan de más de 125.000 refugiados actualmente viviendo en el país, casi todos llegados de sus convulsos vecinos Burundi y República Democrática del Congo. La mayoría se encuentra en campos habilitados al efecto y se alimenta gracias a la ayuda internacional. El agravio comparativo con los solicitantes de asilo primera clase que aterricen desde el Reino Unido podría agudizar tensiones. Entre los propios refugiados y de estos con la población local. Ingabire y Habineza recuerdan un episodio que empaña la buena imagen de Ruanda como tierra de acogida. En 2018, miles de refugiados congoleños se echaron a la calle para protestar por la escasez de sus raciones de comida. La policía abrió fuego y murieron 12 manifestantes.

El pacto ha nacido acechado por multitud de dudas legales. Podría hacer saltar por los aires la Convención de Ginebra que regula el tratamiento a refugiados entre los países firmantes

Desde Love and Peace Proclaimers (Proclamadores de Amor y Paz o LPP, por sus siglas en inglés), una organización juvenil para la reconciliación y unidad de Ruanda, su director ejecutivo, Naswiru Shema, solo ve ventajas en el acuerdo. “Vivimos en una aldea global, necesitamos a gente de fuera. Y no es cierto que no haya tierra o empleo”. Shema resume las tres últimas décadas de Ruanda como una historia de éxito integrador y concordia, casi un milagro tras la peor de las barbaries. “Fuimos capaces de traer de vuelta a nuestros refugiados y, con pocos recursos y escasas garantías de seguridad, construimos un nuevo país. Esta experiencia nos ha dado la capacidad de acoger exitosamente también a otras personas”.

Aunque Shema afirma espontáneamente no ser “un portavoz del Gobierno”, reconoce que fuertes vínculos unen a su organización con las instituciones ruandesas. Para él, los desafíos de Ruanda en cuestión de derechos humanos son “equiparables a los de cualquier país del mundo”. Habla de que se está trabajando hacia la mejora democrática y justifica, en parte, los límites a la libertad –sobre todo de expresión– en las particularidades de su país: “Ruanda aún se está recuperando de un genocidio, intentando unir a nuestro pueblo. Es tarea de las fuerzas del orden parar a la gente que promueve el odio antes de que contaminen a la sociedad”.

En el horizonte, Shema ve una Ruanda crisol de culturas, panafricanista y que pisa segura desde la heterogeneidad. “Grandes países como EE. UU. se han construido a partir de las experiencias colectivas de gente de diversa procedencia”, asegura. Habineza, por su parte, opta por una mirada más apegada al individuo: “Las personas que finalmente nos envíe Reino Unido nunca eligieron Ruanda. Han cruzado el Sáhara, el Mediterráneo. O han viajado miles de kilómetros desde Irán o Irak. Muchos han muerto en el camino en busca de su sueño, que era llegar al Reino Unido. No quiero que mi país sea cómplice de una violación tal de derechos básicos”.

Dinamarca también ha mostrado interés en llegar a un acuerdo similar con Ruanda. Es probable que observe atenta cómo Gran Bretaña va solventando, en su aplicación, las muchas aristas legales del documento firmado. Más allá de los vericuetos normativos y eufemismos a los que recurra, el Reino Unido tendrá que hacer, cara a la opinión pública internacional, malabarismos dialécticos para sostener simultáneamente dos afirmaciones que casan mal. La primera, que Ruanda es un destino ideal para iniciar una nueva vida de libertad y prosperidad. La segunda, que la perspectiva de un vuelo solo de ida Londres-Kigali servirá para disuadir a los miles de refugiados que llaman a sus puertas.

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