El rostro de la esclavitud moderna en el Líbano
Rahim Teshome llegó a Beirut cuando tenía 15 años por medio de una ‘kafala’, un sistema de patrocinio por el que empresas y familias importan mano de obra barata. Nunca le pagaron, le confiscaron su pasaporte etíope y la violaron. Su historia es la de miles de trabajadoras domésticas
Rahim Teshome habla de Etiopía como si no fuese el país que la vio nacer. No siente nostalgia ni apego por sus raíces. A sus 26 años recuerda su infancia con mucha distancia pues, desde muy temprana edad, supo que su futuro no estaba Adís Abeba. Con tan solo seis años quedó a cargo de sus hermanas mayores tras la muerte de sus padres. “Era muy pequeña, la vida era difícil, iba a escuela, no teníamos comida y por ello decidí salir”, recapitula. En 2012 tenía 15 años y una vecina le recomendó marcharse al Líbano, como había hecho su hija, bajo el sistema de la kafala.
Kafala en árabe significa protección y, en origen, era la fórmula prevista en el derecho islámico para la acogida de huérfanos. Sin embargo, en las últimas décadas se ha convertido en el medio usado por las empresas y particulares para importar mano de obra barata a los países del Golfo y Oriente Próximo, principalmente en sectores como el de las labores domésticas o la construcción.
“Me dijeron que iba a trabajar con una familia, que me arreglaría los papeles y que cobraría un sueldo para ayudar a mis hermanas”, asegura sonriendo mientras rememora lo que iba a ser el plan perfecto de una niña que soñaba con salir de la pobreza. Embarcó con otras 150 menores de edad etíopes; ninguna sabía ubicar el Líbano en el mapa, pero estaban convencidas de que, desde su nuevo destino, iban a poder ayudar a sus familias. “El viaje fue muy largo. Estuvimos varios días en un aeropuerto de Yemen sin comida y durmiendo en el suelo”, dice Teshome.
“Me duele mucho recordar las condiciones en las que llegué. Tenía mucha hambre y estaba agotada”, añade. Fue a buscarla la madame, título con el que se refiere a su empleadora, la señora que la acogió como empleada doméstica y que desde entonces se convirtió en su dueña. Así lo establecen las normas de extranjería, que otorgan a los empleadores un control absoluto sobre “sus patrocinados”.
Fara Baba, portavoz del Anti-Racism Movement (ARM), lo explica: “En determinados sectores, no están amparados por el Código del Trabajo libanés. El Código de la kafala le da el poder al que da empleo y no protege a las trabajadoras como en este caso. Por eso lo llamamos una esclavitud moderna”. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) denuncia que se trata de un círculo vicioso de salarios bajos y falta de protección social. “El sistema vigente va en contra del reconocimiento del servicio doméstico como un empleo decente. Algo que afecta tanto a migrantes como a nacionales que pudieran estar interesadas en formar parte de este sector”, detalla Zeina Mezher, portavoz de Migración Laboral de la OIT para el Líbano.
Según datos oficiales, hay unas 250.000 mujeres migrantes, procedentes de África y del sudeste asiático, que son trabajadoras domésticas en un país de seis millones de habitantes. “Por nuestra experiencia sobre el terreno sabemos que este número es mucho mayor. El propio cónsul de Etiopía afirmó el año pasado que había alrededor de 450.000 ciudadanos etíopes aquí. Esto significa que el número total es mucho mayor”, aclara Baba.
El problema no era el trabajo. El problema no era mi agotamiento físico y mental. Mi problema es que me violaban el hijo y el padre de la familia
Teshome no tardó en darse cuenta del peso que caía sobre su espalda: “Me vi con 15 años gestionando una casa. Todo, absolutamente todo, lo tenía que hacer yo. Cuidaba desde los más pequeños hasta a los más mayores. Trabajaba las 24 horas del día, los siete días de la semana; y nunca me pagaban”, denuncia la joven llena de indignación. “Para comer o beber agua tenía que esperar a que la madame se marchara”, relata sobre las condiciones en las que vivía.
Cada vez habla más atropellada, como si necesitara contarlo todo, antes de que la sorprendan. Los gestos y la mirada la delatan, pese al esfuerzo que hace por disimular la angustia al recordar las atrocidades vividas. Se interrumpe y busca el aire que parece escapársele sin remedio; se frota las manos sobre las rodillas como quien busca el modo de coger impulso y enfrentarse a una realidad que no consigue dejar atrás. “El problema no era el trabajo. El problema no era mi agotamiento físico y mental”. Vuelve a hacer una pausa. “Mi problema es que me violaban el hijo y el padre de la familia”. De nuevo, el silencio.
“Ahora quiero denunciarlo y no me importa decirlo. Muchas chicas se suicidan tras sufrir abuso sexual”, anuncia con decisión. Además, insiste en que vienen de “sociedades muy conservadoras” en las que, si pierden la virginidad, son repudiadas. “Aunque hayamos sido violadas, nos consideran culpables”. La experiencia de su joven vida la ha llevado a entender que la violencia que se ejerce sobre las mujeres por el mero hecho de serlo, es estructural. Este tipo de abuso es más probable que suceda cuando las que trabajan a “puerta cerrada y con poca interacción con el mundo exterior”, recalca la portavoz de la OIT para Líbano. “Se hace aún más posible en un ambiente de trabajo desprotegido y donde el sistema priva a estos empleados del derecho a vivir y hacer su labor con dignidad”.
Desde el Movimiento Antirracista libanés resaltan que muchas de las muertes de trabajadoras domésticas son consideradas suicidio por las autoridades libanesas. “Para evitar abrir una investigación sobre las acusaciones de abuso y homicidio por parte de los empleadores”, explica su portavoz. Aseguran que es habitual que estos aleguen que “su protegida” tenía problemas de salud mental con el fin de presentar su muerte como autoinfligida y, por lo tanto, desentenderse de cualquier responsabilidad, pese a la existencia de denuncias por abusos. “Las Fuerzas de Seguridad Interna (ISF) calculan que, entre 2008 y 2018, 1.366 mujeres se habían quitado la vida en el Líbano, de las que el 13,4% eran inmigrantes etíopes”, añade Baba.
“Hace unos días, una joven etíope embarazada por violación fue expulsada del país por la familia que la empleaba. Volvió a Etiopía a criar al bebé y es que abortar no está bien visto”, denuncia. En el caso de Teshome, el hijo de la familia donde trabajaba comenzó el acoso, primero sutilmente, luego exigiéndole que le enseñara su ropa interior, después se desnudaba delante de ella y, finalmente, aprovechando los momentos en los que su madre no estaba, pasó a violarla. “Cuando le dije a la madame que su hijo me pedía cosas extrañas, me exigió que le obedeciera, que era mi hermano”, asevera. “Al cabo de un tiempo, su marido también empezó a violarme”.
Finalmente, Teshome, después de que el hijo la agrediese sexualmente por la mañana y el padre por la tarde, decidió jugársela y escapar. “Me tiré por el balcón de un segundo piso. Tenía que elegir entre la vida o la muerte”, zanja. Se salvó, pero había huido con lo puesto y sin su pasaporte, en poder de la madame. Se levantó del suelo magullada, se escondió en un callejón hasta recuperarse y tomar una decisión. Al poco, ya había puesto rumbo a Beirut, la capital.
“Me quedé deambulando en las calles y con mucho miedo a la policía porque era una persona ilegal”, relata. En la capital se juntó con otras jóvenes etíopes que también se habían escapado y desde entonces ha hecho todo tipo de trabajos para salir adelante. “He limpiado muchos bares, casas y almacenes. He trabajado en cocinas y en hoteles. A veces me pagaban, pero muchas otras me decían que, como era ilegal, no podía cobrar”, concluye.
Según Baba, la crisis en el Líbano, agudizada por la pandemia, ha creado más conciencia sobre las terribles condiciones de las mujeres migrantes bajo el sistema de la kafala. Muchos empleadores, con el desplome de la libra libanesa, ya no podían pagar los salarios. En lugar de repatriar a las empleadas con el depósito que abonaron cuando las contrataron, las mantienen sin sueldo y abusando de ellas; otros prefieren abandonarlas en las puertas de sus respectivos consulados, “sin haberles pagado y sin devolverles sus pasaportes”, asegura Baba.
En 2020, un grupo técnico coordinado por la OIT trasladó al Ministerio de Trabajo un plan de acción para desmantelar la kafala que permitiría rescindir los contratos por parte de los empleados domésticos migrantes. En segundo lugar, este aborda todos los componentes del trabajo forzoso, “como la confiscación de pasaporte, el retraso en el pago de estipendios o el abuso horario”, asegura Mezher. Sin embargo, subraya que erradicar está práctica es un camino complicado: “El reconocimiento oficial de que es un sistema abusivo que pone en riesgo vidas humanas es un punto de partida crucial”.
Hay trabajadoras domésticas que deciden volver a sus países, aunque no es fácil por temas burocráticos. “Cuando hablaba con mis hermanas, me decían que tenían a un hombre dispuesto a casarse conmigo. Era mayor, pero les daría una buena dote”. Para Teshome, regresar no estaba en sus planes, pues “habría sido transitar de una cárcel a otra”.
Lo he perdido todo, incluso mi libertad y mi dignidad. Me he ahogado tantas veces en el país de los cedros, que no me da miedo el mar
Líbano atraviesa una de las crisis económicas más graves de su historia moderna y, según la OIT, esto ha hecho bajar la demanda de empleadas domésticas. Denuncian que las agencias de contratación todavía están tratando de identificar nuevos mercados en el intento de motivar a mujeres a trabajar en el país árabe. “Existe un alto riesgo en tales tendencias, ya que las inmigrantes no cuentan con conocimientos suficientes sobre el contexto laboral y carecen de vías de buscar ayuda si es necesario”, asegura Mezher.
Para Teshome, la vida en las calles de Beirut también fue igualmente traumática. “Te ven una mujer negra y se creen que pueden hacer contigo lo que quieran”. Finalmente, se casó con un sudanés. “Necesitaba tener un apoyo y seguridad”, se justifica. “Esta es una sociedad machista. Es mejor casarme a que me violen. Nadie tiene por qué acosarme en la calle o en las casas”.
Pese a todo, su vida no ha cambiado demasiado, puesto que aún vive con el temor a ser detenida; lo que ha hecho puede ser motivo de cárcel o deportación. Además, no tiene papeles y sabe que jamás los tendrá y, aunque ahora tiene un hijo nacido en el Líbano, este también está en situación irregular. “La madame me dijo que mientras ella viviera, yo nunca tendría mi permiso de residencia”. La preocupación de Teshome ahora es su niño de seis años; cuando cumpla los diez, sin el permiso de residencia, no podrá ir al colegio. Su vida está limitada al trayecto de la escuela a casa. “No puedo dejarle jugar por si le pasa algo; sin documentación, pueden quitármelo”.
Ahora, su único objetivo es tener papeles. Pero lo sabe inalcanzable, ya que necesita el visto bueno de la madame y cree que ella no dará su brazo a torcer. Ahora, Teshome está preparándose para volver a emigrar. “Tengo mucho miedo por mi hijo, pero tengo que garantizarle un lugar seguro. Si aquí el Estado no se hace cargo por el sistema de la kafala implantado, tendremos que buscar alguna solución”. No tiene una fecha marcada en el calendario, pero su intención es marcharse a Turquía y de ahí intentar llegar a Europa cruzando el Mediterráneo. “Lo he perdido todo, incluso mi libertad y mi dignidad. Me he ahogado tantas veces en el país de los cedros, que no me da miedo el mar”.
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