Recicladores o carboneros: trabajos extremos en tiempos de pandemia en la Amazonía
Una crónica desde Pucallpa, en la frontera entre el Perú y Brasil, allí donde familias enteras de indígenas shipibo se exponen a todo tipo de enfermedades, la covid-19 se extiende y la pobreza les obliga a aceptar empleos insalubres
El lugar se llama Pucallpa. Yamila, de seis años, mira en silencio al horizonte. Las montañas de basura no parecen tener fin. Un montículo tras otro que se pierden en el infinito. Los gallinazos negros —aves de carroña— sobrevuelan sobre su cabeza, con ese graznido asqueroso que ya no soporta. Y ese olor. “Los odio”, susurra en shipibo, su idioma natal. Apenas conoce otro paisaje desde que nació; allí, tras los desechos se abre la selva inabarcable, el Amazonas.
Esta niña y su familia, compuesta por otros seis miembros, pocas veces se aventuran en el bosque. Desde que sale el sol se dedican a reciclar basura, plásticos, latas, papel… La chatarra es lo más valioso. Pero, con la pandemia de la covid-19, la situación incluso empeoró.
Viven en una casita de madera construida a la vereda del vertedero de Pucallpa, en la frontera entre Brasil y Perú, junto con otro centenar de vecinos, todos indígenas shipibo. Una aldea que emerge de entre los escombros. Ramiro Reyes, su padre, aparece con un garfio en la mano —un alambre—. En la otra, una tapa de inodoro que levanta como si fuera un trofeo. A su lado, otra de las hijas mantiene en brazos a su nieta. Pronto andará y podrá colaborar.
El padre de familia tiene el rostro quemado por el sol, no cuenta con guantes ni mascarilla, apenas unas zapatillas desgastadas y ropa raída. “Hace seis meses, la plaga [el coronavirus] llegó al pueblo. Empezó a extenderse, no sabíamos qué hacer, decían que era la nueva cepa, la amazónica. Fueron cayendo miembros de cada familia, decenas de muertos. Nadie vino a socorrernos, fue horroroso”, describe. “Encima, no despejaron el único acceso que hay desde el botadero —vertedero— al pueblo. Eso debería hacerlo la Municipalidad con las orugas —máquinas que arrastran los desechos—. Nos encerraron. Nos dejaron morir lentamente”, añade.
El basurero donde viven los Reyes tiene un área operativa de 14 hectáreas y recibe aproximadamente 338 toneladas de residuos anualmente. Hace más de 15 años el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) recomendó su cierre, que los residuos fueran tratados y enterrados y que este espacio se convirtiera en un relleno sanitario. Pero todo sigue igual y los recicladores ejercen su trabajo exponiéndose a todo tipo de enfermedades, pues beben del agua que proviene de los canales de agua subterránea contaminada y también sufren las consecuencias de la emisión del metano. Una investigación realizada en 2017 por la Universidad Nacional de Ucayali confirmó que el 70% de la población que reside aquí padece patologías asociadas con la respiración como asma, disnea, gripe, tos e intoxicaciones. Además, el 30% afronta otras dolencias, entre las que destacan los cólicos y el dengue. Y luego llegó la covid-19…
El 70% de la población que reside en el vertedero de Pucallpa padece patologías asociadas con la respiración
El pasado mayo, Perú elevó el balance oficial de muertos por la pandemia a cerca de 200.000 fallecidos, lo que deja al país con una de las mayores tasas de mortalidad del mundo. Se estima además, que el Gobierno solo ha registrado el 36% de los decesos debido a la disparidad en las cifras ofrecidas por el Ministerio de Sanidad, que informaba de 62.674 muertos en mayo, y las del Sistema Nacional de Defunciones (Sinadef), que registraba 170.882, casi el triple.
Cuando el nuevo presidente, Pedro Castillo, tomó posesión de su cargo el pasado 28 de julio, aseguró que su prioridad sería disminuir la desigualdad —en un país con una pobreza que alcanza a más del 30% los peruanos— y garantizar que todos tengan acceso a la sanidad pública.
Humo negro: los niños del carbón
En el asentamiento María Pezo, en las afueras de Pucallpa, las casas se hunden en el barro. La lluvia intensa ha dejado un rastro de lodo, convirtiendo la barriada en un pantano. En mitad de la noche se encienden varios fuegos: son las carboneras clandestinas, que trabajan a destajo. Manuel Mellas, de 16 años, ataviado con una camisa del Fútbol Club Barcelona, atiza las llamas. Varias brasas saltan, él las esquiva con destreza.
Manuel Mellas, de 16 años, no gana más 25 euros a la semana en las carboneras clandestinas
Manuel no gana más de 30 dólares (25,5 euros) a la semana, un trabajo que lleva realizando desde que tenía seis años. Carga sacos que igualan su peso desde el río hasta la talana, “ese horno infernal que devora madera”, describe. Después, se entierra el carbón en serrín y la mezcla se mueve lentamente mientras el humo tóxico lo impregna todo, también sus pulmones. Su abuela, en posición de cuclillas, va separando los trozos útiles mientras aguanta temperaturas de cerca de 40 grados. Tiene más de 60 años y las manos endurecidas, llenas de callos.
Rony Mella, el hermano de Manuel, no alcanza los diez años. Evita instintivamente las chispas, tan solo juega con un rastrillo, aunque pronto se incorporará al proceso. El padrastro, Rodien Ramos, aparece en escena y explica: “Somos una familia shipibo, subsistíamos con lo que cosechábamos y algunas ventas, pero bajó la demanda, tuvimos que venir a la ciudad y trabajar en las carboneras. Prácticamente vivimos aquí, nos vamos turnando, cada uno tiene su función. Varios enfermaron por la covid-19, no sabíamos en realidad si era el virus o no, pero los vecinos también estaban contagiados y se expandió rápido. De nuestra familia nadie murió, pero tuvimos que seguir trabajando, enfermos”.
Aunque la producción de carbón vegetal es ilegal, hay al menos 200 carboneras clandestinas alrededor de Pucallpa. O al menos así lo aseguran las asociaciones de vecinos que quieren expulsar a quienes las habitan, pues no hay registros oficiales. De vez en cuando se producen allanamientos y se cierran, pero se instalan nuevamente en la periferia.
Es un mercado creciente en medio de la crisis; la única salida para familias enteras que quedaron sumidas en la pobreza durante la pandemia y perdieron sus anteriores trabajos. Debido a que respiran directamente las cenizas de las carboneras, sufren numerosas enfermedades como obstrucción pulmonar, neumonitis —inflamación del tejido de los órganos— cansancio y falta de oxigenación, tal y como describen numerosos estudios sobre los efectos nocivos que tiene inhalar el humo del carbón. “Cuando te asfixias es difícil saber cuál es la razón”, explica un resignado Rodien. “Nos falta el aire”.
La demanda de oxígeno llegó a elevarse hasta un 300% en febrero de 2021
A raíz, sobre todo, de la segunda ola, el oxígeno se ha convertido en el medicamento más buscado. La demanda de este producto llegó a elevarse hasta un 300% en febrero, según informó la entonces ministra de Salud, Pilar Mazzetti. Esto conllevaba precios elevados, largas filas, desesperación y, por supuesto, un mercado negro. Durante los días más duros de la pandemia, los pacientes requerían al menos 173 toneladas de oxígeno diarias para cubrir la demanda y, según datos revelados por el Colegio Médico del Perú, el país apenas producía el 20% de ese volumen.
Los pacientes requerían al menos 173 toneladas de oxígeno diarias para cubrir la demanda durante la pandemia. Solo se producía el 20%
Ante la llegada de una posible tercera ola que podría dejar un rastro de 100.000 muertes en el peor de los escenarios, según el ministerio de Sanidad, el país andino ha adquirido 26 nuevas plantas de oxígeno, ha habilitado más camas y ha acelerado el proceso de vacunación: solo en agosto llegaron más de seis millones de vacunas. Perú cuenta, además, con 332 plantas de oxígeno medicinal, según el actual ministro del ramo, Hernando Cevallos.
Madera y aserraderos ilegales
La cadena maderera continúa por el río Ucayali. Cientos de troncos flotan mientras mujeres y hombres sumergidos dirigen el cargamento como si fuera ganado. Es una larga travesía que dura días desde que se talan los árboles en el interior del bosque hasta que la madera llega al aserradero. Los centros reciben la mercancía, cada uno tiene su parcela en la orilla. Las sierras mecánicas no cesan, las familias acampan, entregan, procesan y repiten el camino extenuante. El 80% de la madera que exporta Pucallpa es ilegal, según declaró al periódico El Comercio el presidente de la Mesa de Concertación para el Desarrollo Forestal Sostenible de la Región, Juan Urcia.
No obstante, los gerentes de los negocios entrevistados prefieren utilizar la palabra “informal” y ensalzar los empleos que generan. Desde que se corta un árbol hasta que se embala, el material ya ha sido “blanqueado” y es difícil saber su procedencia y si era un área protegida pues los sellos se estampan con rapidez. Es el negocio más floreciente del distrito, afirma también Urcia.
La familia Yáñez está curtida en mil batallas: tuvieron dengue hace años e incluso hubo momentos en los que pasaron hambre porque el campo no siempre daba para comer. Sobrevivieron. Defendieron su hacienda, una pequeña chacra —huerto— cuando la fiebre del caucho llegó a Ucayali hace más de un año. No tuvieron muchas opciones: o vender su parcela o servir a una de las compañías por sueldos míseros y jornadas extenuantes. Una encrucijada entre la espada y la pared, entre el látigo y el hambre.
“Claro que nos enfermamos; de hecho, dos hijos míos murieron, no estoy seguro de si fue por el bicho. Empezaron a tener mucha fiebre, no podían respirar. Parecían dormidos, perdieron la fuerza y cayeron”, lamenta Johnny Yáñez. Sus otros hijos, que juegan con un rifle de madera, tomaron el testigo. Son adolescentes, pero manejan el hacha y el machete hábilmente. Cortan sus propios árboles, los transportan y luego trabajan la madera en el aserradero para entregársela a su patrón. “Es complicado cargar al bebé, todos tenemos que viajar”, comenta mientras señala con la cabeza al menor, que amamanta su mujer. “Es un círculo vicioso; si no fuera por esto ni de comer tendríamos”, admite. Perú perdió 190.000 hectáreas en 2020, un 18% más que 2019, lo que supone el peor registro de su historia, según el Proyecto de Monitoreo de la Amazonía Andina (MAAP). El narco y la agricultura también tomaron tierras de familias indígenas como la de Yáñez.
Puerto de ataúdes
Hace dos años que los cargamentos procedentes del narcotráfico, ataúdes y algunas garrafas de oxígeno han sustituido a las cajas de pescado. El puerto de Pucallpa, dividido en varias estaciones, se ha convertido en una parada de piratas donde los contrabandistas se entremezclan con los lugareños en tabernas y bares de alterne hasta altas horas. No es un sitio recomendable cuando asoma la luna. Con el alba, la actividad es frenética. Barcas y lanchas buscan sitio. Casi todos los que descargan los paquetes son menores de edad. Hacen fila en unas tablas que parecen clavadas en el fango. Malabarismo pesado mientras cargan y descargan.
Sin embargo, hay familias que resisten en el interior de la selva, pescadores tradicionales que tratan de reinventarse pese a las penurias. Solo hay que perderse entre las casas flotantes de Puerto Angamos. Zequiel Wisper y su hijo pequeño Josué, de nueve años, preparan las redes. Siguen faenando a la vieja usanza, con unas canoas diminutas y alargadas que parecen volcarse al sentarse en ellas. Josué rema fuerte hasta abandonar el puerto. Lanzan y esperan horas hasta retirar su botín, al final del día: algunos kilos de maparates, palometas, boquichicos, chiochios, sardinas y llambinas. No fue una mala jornada. Aun así, Ezequiel se pregunta en voz alta: “¿Resistiremos a la tercera ola?”.
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