Personas mayores y jóvenes migrantes en Livorno se unen en busca de una vida mejor

Los ancianos locales están solos y necesitan ayuda para hacer la compra o cocinar; los extranjeros recién llegados a Italia necesitan aprender el idioma, socializar y encontrar empleo. Ambos grupos se acompañan y suman

Alma Buoncristiani, una octogenaria de Livorno, bromea con Maty, una joven senegalesa de 26 años. Durante sus paseos, que forman parte del proyecto Riconoscersi solidali, Buoncristianicuenta anécdotas de la historia de la ciudad.Giacomo Sini

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Bajo el sol del mediodía, Maty (que no quiere dar su apellido por razones de seguridad) y Alma Buoncristiani caminan por la plaza Garibaldi de Livorno (Toscana, Italia). Casi 60 años las separan, pero la joven emigrante y la anciana italiana están empezando a conocerse en el marco de un proyecto social que ve en la ayuda mutua una fuente de nueva esperanza en la ciudad portuaria.

La iniciativa Riconoscerci solidali (Reconocernos solidarios) fue puesta en marcha el año pasado, durante la pandemia por covid-19, por la asociación Mezclar22 en colaboración con el Centro de Servicios a las Mujeres Inmigrantes (CESDI, por sus siglas en italiano) y con financiación de la iglesia evangélica valdense. Su objetivo es desarrollar prácticas de inclusión laboral y solidaridad con los migrantes y los refugiados ayudando a los habitantes de más edad del barrio. Los jóvenes les hacen la compra, les llevan las medicinas o, sencillamente, les hacen compañía.

Con ello, los voluntarios obtienen algunos ingresos, mejoran su italiano y adquieren conocimientos sobre la ciudad que ahora es su hogar. Pero los resultados más importantes del proyecto son la mayor autonomía de los que participan en él y las nuevas relaciones que florecen entre personas que en otras circunstancias quizá nunca se habrían conocido debido a sus diferencias de edad, origen étnico y procedencia social.

La iniciativa forma parte de La Riuso, un proyecto más amplio de Mezclar22 que desde 2017 ofrece actividades para niños, talleres de costura y cursos de italiano en la misma plaza Garibaldi y sus alrededores.

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Garibaldi es un barrio marginal próximo al centro de la ciudad costera toscana. A menudo se dice de él que es una zona difícil, pero en estas calles las raíces de la clase trabajadora y las recientes historias de emigración se encuentran y tejen un nuevo entramado social.

A lo largo de las últimas décadas, muchas familias se han marchado del barrio para instalarse en pisos suburbanos, y ahora en Garibaldi viven sobre todo personas mayores. Pero están llegando nuevos residentes, entre ellos jóvenes de la ciudad, familias con pocos ingresos e inmigrantes. Aquí, en un pequeño patio rodeado de soportales que se abre en el centro de un viejo edificio, Buoncristiani, una octogenaria livornesa, y Maty se encuentran entre plantas y pilas de libros. Maty tiene 26 años y es senegalesa, pero se instaló en Livorno hace cinco años. “Había empezado mis estudios en Senegal. Me habría gustado continuar con la universidad, pero cuando tuve a mi primer hijo, no pude seguir”, cuenta.

Livorno siempre ha acogido a todo el mundo, ni siquiera tenía un gueto, pero ahora también aquí hay idiotas racistas
Alma, 82 años

Todavía le cuesta hablar italiano y el trato con la gente mayor no siempre es fácil, pero decidió participar en el proyecto para mejorar sus conocimientos del idioma y ganar algo de dinero.

Buoncristiani, de 82 años, ha viajado mucho, pero siempre ha vivido en Livorno. Ama su ciudad natal y cultiva su memoria. Su piso está a un paso de La Riuso y dice que se unió al proyecto no porque lo necesitase realmente, sino para conocer a los nuevos habitantes del barrio. “Livorno siempre ha acogido a todo el mundo, ni siquiera tenía un gueto, pero ahora también aquí hay idiotas racistas”, afirma indignada mientras toca suavemente el codo de Maty.

Las dos siguen andando, cruzan despacio la plaza justo por detrás de la estatua de Garibaldi que, de pie en su pedestal, mira hacia el puerto industrial.

La ciudad está situada alrededor de un puerto orientado a las islas de Córcega y Cerdeña. Fue fundada a principios del siglo XVII por la familia Médici, grandes duques de Toscana, que necesitaban un puerto moderno, y desde entonces ha sido un baluarte del libre comercio.

Diferentes pueblos de varios países mediterráneos y europeos construyeron la ciudad, atraídos por la libertad religiosa y comercial. Así fue como nacieron en Livorno muchas comunidades florecientes. Actualmente todavía se pueden encontrar algunas huellas de esa historia en lo que queda de la comunidad judía, en los edificios religiosos, los viejos almacenes, los cementerios, las mansiones y los palacios. Buoncristiani piensa que iniciativas como La Riuso forman parte de un modelo amplio, ligado estrechamente a la historia de la ciudad.

Lansseny (que también prefiere no dar su apellido) es uno de los voluntarios más activos. Se separó de su familia en el norte de Malí cuando tenía 18 años por culpa de la guerra entre las milicias islamistas y el Gobierno central de Bamako. Ahora tiene 22 y lleva cuatro viviendo en Livorno después de un periodo en Lampedusa. Antes de llegar en barco a la isla italiana, pasó un tiempo en Libia, donde la policía lo torturó.

“Tuve suerte, solo estuve un año allí”, cuenta con una sonrisa amarga. Cuando lo mandaron al Centro de Acogida Extraordinaria para los solicitantes de protección internacional, situado entre Garibaldi y la estación ferroviaria, era de noche. “Nada más bajar del autobús me encontré con Giulia Tubino, una voluntaria de la asociación Mezclar22, que me dijo: ‘Mañana por la mañana, ve a la escuela”. La voz de Tubino burlándose de él tapa las risas que siguen: “Hablas demasiado deprisa, Lansseny. Quieres decir demasiadas cosas y te comes las palabras. Los viejos no te entienden”.

Dos veces a la semana, Lansseny va al mercado de la ciudad a hacer la compra para Piero Giannoni. La lista que escribe el anciano siempre precisa al detalle las exquisiteces que tiene que comprar. Debido a sus problemas de salud, este hombre de 74 años realmente necesita ayuda.

Giannoni le cuenta a Lansseny historias de su familia. Le habla de las adversidades ―su padre estuvo en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial―, pero también le relata anécdotas divertidas de la bodega que tenía su tío abuelo en una calleja cercana. Por su parte, el joven maliense le habla de sus sueños y de sus planes para el futuro: le gustaría estudiar, encontrar un trabajo de mecánico y quedarse en Livorno.

En septiembre de 2020, Seydou (como los otros dos refugiados, obvia el apellido), un joven senegalés de 27 años, empezó a encontrarse con Grazia Pannilini, que vive al lado de La Riuso. Iban juntos a hacer la compra en una de las tiendas de comestibles del barrio. Entonces, con el repunte de contagios y las primeras restricciones, Pannilini dejó de salir de casa. Su hija, que es empleada de un bar y en estos momentos no puede trabajar, la ayuda ahora con la compra. Seydou pasa a menudo junto a la ventana de Pannilini, que da a la plaza dei Mille, intercambian un par de bromas e intentan mantener la relación que se había creado ya antes de que Seydou empezase a ir a La Riuso. El joven había montado una pequeña sastrería en el patio, en el que hay un par de máquinas de coser y un puñado de retales en una mesita auxiliar bajo los soportales. “Estudié ocho años, pero aquí no puedo encontrar trabajo de sastre”, explica mientras saca de un cajón una bobina de algodón amarillo. “Podría hacer pequeños arreglos en casa, pero el material cuesta dinero y con lo que gano por algunos encargos no puedo ni comprarlo. Esto no es trabajo”. Seydou cuenta que se marchó de su casa huyendo del paro. “Igual que todos. Y muchos mueren intentando cruzar el Mediterráneo”.

Puedo mantener las relaciones y, al mismo tiempo, ser útil en esta época difícil y no tener que acudir a trabajos en negro
Maliense de 22 años residente en Livorno

Ahora lleva tres años viviendo en Livorno, trabaja unas horas de limpiador para una cooperativa de servicios y consigue combinar sus ingresos con sus actividades en La Riuso, pero le gustaría intentar mudarse para buscar trabajo. Sin embargo, como ocurrió con todo lo demás en 2020, el proyecto se vio interrumpido por la crisis sanitaria mundial de la covid-19.

“En marzo de 2020 tuvimos que suspender la formación, así que los voluntarios no terminaron las clases de italiano y los talleres de psicología hasta julio”, se lamenta Filippo Del Bubba, uno de los monitores de las actividades de Mezclar22. El proyecto se reanudó en septiembre pasado, justo antes de la segunda ola de la pandemia en Italia. Veruska Barbini, directora de Mezclar22, añade que, si bien la actividad de la asociación se ha reducido debido a esta época difícil, “precisamente este contexto demuestra su función indispensable”.

Lansseny pasó por dos periodos seguidos de cuarentena, de 14 días cada uno, debido a que en el centro de solicitantes de asilo en el que vive hubo tres casos de contagio. En su opinión, ahora el proyecto es todavía más importante: “Puedo mantener las relaciones y, al mismo tiempo, ser útil en esta época difícil y no tener que acudir a trabajos en negro”. El aislamiento social es un peligro real para la población anciana. Los riesgos para la salud y las restricciones impuestas por el Gobierno han dificultado mucho más las interacciones sociales. “Gracias a este proyecto puedo romper el aislamiento”, afirma Buoncristiani. “Creo que para las personas enfermas y necesitadas, esto es aún más importante”.

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