La crueldad como virtud
Poco le importó a Trump que Rob Reiner fuera un hombre admirado y conocido por su bonhomía; en su narcisismo extremo lo relevante era que el director se había mostrado siempre como ferviente anti trumpista
Sin atreverme a afirmar que este es el peor de los tiempos tampoco podría definir el presente como el mejor de la historia, como a veces reivindican los que observan el mundo a través de estadísticas que rezan que objetivamente hoy es menor el número de niños que mueren de hambre o enfermedad. Concluir que el mundo es mejor que antaño porque cuantitativamente se vive menos violencia es ignorar a los que sufren, y también eludir a quienes vivimos con la sensación de que nuestro mundo, tal y como lo conocíamos, da señales de agotamiento. No hay razones para ser optimista; sí las hay para creer q...
Sin atreverme a afirmar que este es el peor de los tiempos tampoco podría definir el presente como el mejor de la historia, como a veces reivindican los que observan el mundo a través de estadísticas que rezan que objetivamente hoy es menor el número de niños que mueren de hambre o enfermedad. Concluir que el mundo es mejor que antaño porque cuantitativamente se vive menos violencia es ignorar a los que sufren, y también eludir a quienes vivimos con la sensación de que nuestro mundo, tal y como lo conocíamos, da señales de agotamiento. No hay razones para ser optimista; sí las hay para creer que es urgente adoptar un compromiso radical para reducir el atropello. Lo significativo del presente es que la crueldad ha cobrado un protagonismo extremo. Si quienes la ejercían ayer trataban de enmascararla, hoy se exhibe sin complejos. El periodista de The New Yorker David Remnick señalaba que las palabras de Trump sobre la muerte del director Rob Reiner era un escalón aún más bajo de atrocidad en su ignominioso historial. La tragedia no despertó en el presidente eso tan humano que se llama piedad; muy al contrario, hizo responsable a la víctima de su propia muerte por el hecho de que Reiner hubiera denunciado sin miedo las atrocidades trumpistas. A esto se sumó el perverso Steve Bannon, quien se dirigió al muerto para decir algo así como “tú criaste a ese hijo que te rebanó el cuello”. El temor a ser considerado cruel ha desaparecido. Y no bauticemos esta actitud como psicopática, porque solo un 2% de personas podría definirse bajo ese diagnóstico. Esto que vemos hoy es el producto de un clima social en el que expresar revancha o egoísmo es aplaudido por un sector de la población. Poco le importó a Trump que Reiner fuera un hombre admirado y conocido por su bonhomía; en su narcisismo extremo lo relevante era que el director se había mostrado siempre como ferviente antitrumpista.
Remnick cuenta que hace 20 años, cuando Trump era solo un popular millonario hortera, ya había gente que se preguntaba si había en la Tierra alguien tan miserable como este ser que definía a su propia hija como “piece of ass”: una tía con un pedazo de culo. La grosería impúdica aumentaba al tiempo que su popularidad, pero nada como el poder para transformarla en una exhibición de crueldad contagiosa. Ese es el secreto de su éxito, no la inteligencia ni la astucia, de las que carece. La ola de crueldad del imperio nos influye: crueles son los tiempos en los que un alcalde como Xavier Albiol se jacta de dejar a la intemperie a más de 200 inmigrantes negros, porque así los ve él, negros, y así quiere que el pueblo los defina. Lo proclama con una desvergüenza inédita, inaugurando un nuevo espacio de crueldad, al que se apuntan otros, los que, ya vencido el tabú, tiran la segunda piedra, como el señor Feijóo, que se apresuró a proclamar que cuando llegue a La Moncloa actuará contra la “ocupación” en menos de 48 horas. Si nos parecía que la crueldad de Albiol había sido un arrebato personalista, ahí está su partido para jalearle.
A fuerza de ver a la policía estadounidense de inmigración abatir a palos a padres y madres delante de sus hijos se va normalizando la idea de que aquí solo entrarán los ricos o los que vienen a servirnos, aceptando nuestras condiciones de abuso laboral y de exclusión social. La mentira abre paso a la crueldad, desbarata nuestros acuerdos mínimos de convivencia. ¿No es una forma de alentar la destrucción de la democracia ese empeño en afirmar que el proceso electoral está amañado? Otro contagio del imperio. Si destruimos la confianza de los ciudadanos sacaremos rentabilidad de su desafección. Pero, quién sabe, podría ser que Rob Reiner sea ese santo laico que necesitaba la izquierda americana para despertar de su estupor y hablar sin miedo, como hizo él, reduciendo con sus palabras el espacio ganado a la crueldad.