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Tribuna

El acuerdo UE-Mercosur abre una tercera vía europea para América Latina entre China y EE UU

Frente al enfoque de seguridad de Washington y el extractivista de Pekín, Europa ofrece una oportunidad de desarrollo entre iguales y con altos estándares

Si se cumple el deseo de Lula, el 20 de diciembre la Unión Europea y los países de Mercosur firmarán en Brasil un acuerdo de asociación gestado durante un cuarto de siglo. No será un tratado comercial más: será uno de los mayores acuerdos del mundo —unos 720 millones de ...

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Si se cumple el deseo de Lula, el 20 de diciembre la Unión Europea y los países de Mercosur firmarán en Brasil un acuerdo de asociación gestado durante un cuarto de siglo. No será un tratado comercial más: será uno de los mayores acuerdos del mundo —unos 720 millones de personas y más del 20% del PIB global— y, sobre todo, supondrá el aterrizaje definitivo del modelo europeo en un continente donde ya compiten con fuerza los modelos de Estados Unidos y China.

Detrás de los aranceles y de los anexos técnicos, lo que está en juego es cómo se inserta América Latina en un mundo de tres grandes bloques: Estados Unidos, China y la Unión Europea. Visto desde la región, hoy hay sobre la mesa tres formas muy distintas de relacionarse con los grandes jugadores globales.

El modelo estadounidense de la era Trump parte de una idea simple: América Latina es, sobre todo, un perímetro de seguridad. Si quedaba alguna duda, el documento de Estrategia de Seguridad Nacional publicado hace pocos días la disipa por completo: la región se mira a través del prisma de tres amenazas —migración irregular, narcotráfico y expansión china—.

Y la respuesta ante esas amenazas, ya plenamente vigente, es un uso creciente de la coerción: aranceles unilaterales para extraer concesiones y recuperar empleos industriales; deportaciones masivas; un lenguaje que vincula sistemáticamente a América Latina con el crimen; operaciones militares en nombre de la lucha antidroga que apuntan a un cambio de régimen (Venezuela); hostigamiento a gobiernos que no se alinean con los intereses de Washington (Brasil, Colombia); premios para quienes sí lo hacen (Argentina, El Salvador); y presión para desactivar grandes contratos con empresas chinas en puertos, redes eléctricas o 5G.

Lejos quedan los tiempos del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), impulsada por el presidente Bill Clinton en la Cumbre de las Américas de 1994, que proponía un desarrollo compartido con América Latina sobre la base del libre comercio, desde Alaska hasta Tierra del Fuego.

El modelo chino, por su parte, mira a América Latina como una fuente de recursos críticos, un nodo de infraestructuras y logística —comercial y potencialmente también estratégico— y un eslabón de cadenas de valor controladas por empresas chinas. La prioridad es asegurar el acceso al litio, al cobre, a la soja, al petróleo y al gas y, al mismo tiempo, promover el desarrollo industrial chino en sectores de vanguardia como los vehículos eléctricos y las tecnologías y servicios digitales. China se ha convertido en un actor central en el triángulo del litio (Argentina, Chile y Bolivia), en los grandes proyectos de cobre andino (Chile y Perú) y en redes de transmisión eléctrica (Brasil, Chile, Perú). A esto se suma la nueva infraestructura: redes 4G/5G, centros de datos y sistemas de ciudades inteligentes de la mano de Huawei y otros grupos tecnológicos.

Pekín despliega un capitalismo de Estado en el que bancos de desarrollo, empresas estatales y grandes firmas privadas actúan en tándem, y ofrece financiación sin condicionalidad explícita. A cambio, no busca solo ventajas económicas, sino sumar apoyos políticos en cuestiones sensibles para el régimen —Taiwán, Hong Kong— y para un orden internacional alternativo al occidental que gire en torno a Pekín, apoyándose en foros como los BRICS ampliados.

El modelo europeo ofrece a la región algo que ni el Washington actual ni Pekín pueden replicar: una vocación normativa que se expresa a través de acuerdos de asociación negociados entre partes que se reconocen como iguales. Acuerdos que fijan, por consentimiento mutuo, las reglas para comerciar, invertir, cooperar y resolver diferendos, y que incorporan altos estándares ambientales, laborales y digitales para promover un desarrollo sostenible. Acuerdos que, además, se asientan en —y son consistentes con— la arquitectura multilateral de comercio.

La UE no desembarca en la región como recién llegada, sino como principal origen del stock de inversión extranjera directa en América Latina y el Caribe, con España como punta de lanza en banca, telecomunicaciones, servicios, infraestructuras, turismo y comercio. Las empresas europeas llevan mucho tiempo en la región, conocen el terreno desde la trinchera y saben transitar incluso los caminos más escarpados. Salvo excepciones, la mayoría siguen apostando por la región y reinvierten sus utilidades en proyectos de transformación y expansión.

Más aún. Una vez ratificado el acuerdo UE–Mercosur, Europa contará con una densa red de acuerdos comerciales que abarcará el 95% del PIB latinoamericano. Por cierto, esta red de acuerdos de la UE con América Latina responde a necesidades europeas muy claras: defender el multilateralismo; fijar altos estándares globales ambientales, laborales y digitales; diversificar mercados ante el proteccionismo norteamericano; y diversificar fuentes de materias primas críticas, tierras raras y energías renovables para reducir la dependencia de China y Rusia.

Al mismo tiempo, estos acuerdos abren una gran oportunidad para América Latina: recibir una inyección de capital, tecnología y know-how europeos para transformar su matriz productiva mediante el desarrollo de cadenas productivas birregionales, limpias y de alto valor añadido. Esas cadenas van desde la extracción y el procesamiento del litio o el cobre y la producción de energías renovables, pasando por la fabricación de baterías y automóviles eléctricos, la producción de hidrógeno verde y manufacturas descarbonizadas, y llegando hasta el desarrollo de la infraestructura de IA, todo ello bajo los altos estándares europeos. En otras palabras, producir conjuntamente los bienes y servicios que definirán la economía descarbonizada y digital del siglo XXI.

El modelo europeo es exigente, sí, en términos de normas y estándares. Y por ende un modelo caro en relación con sus competidores. Pero que sea relativamente más caro por sus exigencias no significa que no tenga compradores: los tiene. Es el único que encaja de forma natural con una agenda latinoamericana de desarrollo económico en democracia. Reconoce a la región como socio estratégico; tiene un interés directo, en el marco del Pacto Verde y la transición digital, en desarrollar sectores donde América Latina quiere y puede crecer; y se asienta en un lenguaje de derechos, normas ambientales, trabajo decente, protección social y multilateralismo que forman parte de la agenda aspiracional de la mayoría de nuestras sociedades.

América Latina en su conjunto —y muy en particular Mercosur— tiene por delante una decisión estratégica. La apuesta por el modelo europeo de desarrollo es la opción que, a medio plazo, ofrece mayores recompensas para el desarrollo de la región. El Brasil de Lula y la Argentina de Milei, en las antípodas ideológicas, apoyan el acuerdo UE-Mercosur.

En esta fase del proceso de ratificación del acuerdo, la UE se juega su reputación y credibilidad como la tercera vía entre los grandes bloques a ojos de muchos países emergentes —o del Sur Global, como se prefiera llamarlos—. La Comisión Europea ya hizo su trabajo. El Consejo de la UE y el Parlamento Europeo tienen la palabra.

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