Y después de la justicia, ¿qué?
Delegar en los tribunales la resolución de comportamientos polémicos agrava una política carente de argumentos racionales
En este desierto discursivo por el que deambulamos, erráticos, cualquier elemento —de cualquier tipo— que pueda ser considerado como una referencia firme y fiable es acogido con entusiasmo. En el espacio público, en concreto, esto resulta particularmente evidente. Así, la habitualmente denominada “judicialización de la política” no solo estaría lejos de ser algo c...
En este desierto discursivo por el que deambulamos, erráticos, cualquier elemento —de cualquier tipo— que pueda ser considerado como una referencia firme y fiable es acogido con entusiasmo. En el espacio público, en concreto, esto resulta particularmente evidente. Así, la habitualmente denominada “judicialización de la política” no solo estaría lejos de ser algo casual o azaroso, sino que resultaría poco menos que una desembocadura inevitable del proceso de evolución de las ideas en el que llevamos tiempo inmersos. Echemos la vista atrás por un instante para intentar justificar dicha afirmación.
Muchos recordarán o habrán oído hablar de lo que en su momento se denominó el caso Juan Guerra, considerado por algunos como el primer caso de corrupción en España. Probablemente, los mismos que recuerden o hayan oído hablar del episodio apenas retengan en su memoria otra cosa que la imagen del hermano, espabilado y pícaro, del entonces vicepresidente del Gobierno, que se las había apañado para disponer de un despacho en la Delegación del Gobierno en Andalucía en el que hacer valer su condición familiar como presunta garantía de trato preferente (sin descartar algún otro privilegio) a quien acudiera en demanda de sus favores ante la Administración central. En realidad, llegó a ser juzgado por cohecho, fraude fiscal, prevaricación, malversación de fondos y usurpación de funciones, aunque resultara absuelto de todas estas imputaciones, excepto de la de fraude fiscal.
De este desenlace sin duda son bastantes menos los que se acuerdan a estas alturas, aunque sí recuerden con claridad la escandalera política que se armó alrededor de este asunto, y que terminó provocando la dimisión de su cargo del propio Alfonso Guerra. En cierto sentido es lógica la selección llevada a cabo por la memoria. El alud de críticas recibidas por el hermano no ponía el acento en la presunta ilegalidad de sus comportamientos, sino en la dimensión ético-política (y también estética, por qué no decirlo) de los mismos. De hecho, estaba en el ambiente que, incluso en el supuesto de que ninguno de ellos hubiera sido constitutivo de delito, no por esa razón habría dejado de estar mal, esto es, de resultar merecedor de reproche social.
La diferencia con respecto a los asuntos de parecida naturaleza que en nuestros días poco menos que monopolizan la atención de los medios de comunicación es, desde luego, muy notable. Por decirlo ya directamente: respecto a todos ellos lo que parece dirimirse en exclusiva es si constituyen o no delito de algún tipo. O, tal vez mejor dicho, solo esta hipotética condición delictiva parece importar a quienes más se afanan en denunciarlos. No parecen ser conscientes del riesgo que corren al desatender a cualquier otra dimensión criticable de tales asuntos. Y es que, en el supuesto de que los tribunales correspondientes desestimaran las posibles acusaciones o que, atendiéndolas, al final del proceso declararan inocente a la persona acusada, parece fuera de cualquier duda que en el espacio público dicha persona pasaría a ser considerada inocente a todos los efectos, por más que el comportamiento denunciado fuera susceptible de recibir severas críticas desde otros puntos de vista.
Es a esta unilateralización (como a buen seguro diría el maestro Lledó) de la crítica a lo que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte. Sin demasiado esfuerzo se deja ver que la misma trae causa en la desertización discursiva con la que iniciábamos el presente texto. En contra de lo que a alguien le podría parecer a primera vista, no estamos haciendo referencia a una cuestión abstracta o meramente especulativa, sino que el asunto se puede describir en términos tan sencillos como fácilmente identificables: hay desierto discursivo desde el momento en el que no se dispone de un en nombre de qué justificar las propias posiciones o someter a crítica las de los adversarios. Un ejemplo flagrante (por no decir directamente obsceno) lo encontramos en el cruce de reproches que acostumbra a tener lugar en las sesiones de control al Gobierno de todos los miércoles, y más en concreto en el alcance de un recurso retórico del que tanto el Gobierno como la oposición se sirven con irresponsable ligereza cuando se ven acusados de algo y que, a poco que se piense, debería generar una profunda preocupación entre los ciudadanos que todavía siguen tales sesiones. Me refiero a la recurrente respuesta “y tú más”.
Porque resulta evidente que quien se sirve de semejante recurso, lejos de refutar la acusación de la que está siendo objeto, en realidad la está reconociendo, solo que argumentando, supuestamente en su descargo, que el tamaño de su culpa es inferior a la que merece su acusador, que, de acuerdo con esta forma de replicar, participa del mismo pecado. Hasta tal punto esto es así que ha llegado un momento en el que el principal reproche que los adversarios políticos se dirigen entre sí ya no es el de haber tenido comportamientos censurables (como el de la corrupción, respecto a la cual se diría que solo discrepan en el tamaño que ha alcanzado en cada uno), sino el de mentir, como si no hubiera pecado público de mayor gravedad que el de la mentira (hoy rebautizada como bulo). Quienes, desde las tribunas o desde sus escaños, plantean las cosas de semejante manera no parecen ser conscientes de la profunda decepción que están provocando en todos los que, con su voto, habían confiado en que los suyos quedaran al margen de determinados comportamientos y que, en vez de eso, con lo que se están encontrando es con un altivo y desafiante reconocimiento de culpa.
Partiendo de tales premisas, resulta de todo punto lógico el siguiente paso: en ausencia de criterios con los que llevar a cabo las valoraciones, se delega en la justicia la tarea de dilucidar el signo de los comportamientos más polémicos que tienen lugar en la esfera política. Desde esta perspectiva es como se entiende el hecho de que en nuestros días todos los ataques a (y todas las defensas de) tales comportamientos se fíen a la decisión última de los tribunales. El problema radica en que, como por otra parte es comúnmente aceptado, el derecho tiene una insoslayable dimensión interpretativa (a no confundir con un relativismo bobo), lo que pone a prueba a los que, de boquilla, tanto declaran confiar en jueces y tribunales. Ello se hace evidente cuando sus sentencias les resultan desfavorables. Es entonces cuando de la judicialización de la política regresamos a la politización de la justicia, solo que de la peor manera posible. Porque la política a la que se regresa, definitivamente ayuna de discursos consistentes, argumentos racionales y categorías fundamentadas, ya no dispone de más recursos que la movilización emotiva, el juicio de intenciones o la rabia sin más palabras que las que vehiculan el insulto o la insidia. En efecto, las leyes eran el penúltimo recurso (en ausencia de discurso) antes del decisionismo nihilista puro y duro. Cuando aquellas se ven impugnadas, suena la hora del irracional “salvemos...” (y aquí la patria, la democracia o lo que proceda salvar de acuerdo con la tendencia política de cada cual). Mucho me temo que es exactamente ahí donde, o ya nos encontramos, o estamos a punto de encontrarnos.
Pero si el filósofo alemán Markus Gabriel, en su libro Hacer el bien, ha podido reivindicar, con planteamientos ciertamente atendibles, una economía basada en la idea del bien, ¿tan insensato resultaría proponer que la política se rigiera por esa misma idea, en vez de por la del exclusivo interés de los nuestros (aunque esos presuntos nuestros puedan ser más, sumados todos)?